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Renato Cisneros: “Uno nunca termina de matar al padre; uno cree que lo mata pero es mentira”

El escritor de la exitosa novela 'La distancia que nos separa' habla desde Madrid, instalado en su nueva vida, y sopesa lo que le ha dejado la obra y lo que se viene.

Publicado: 2015-08-31

“A veces me dan ganas de salir de mi casa y tomar el metro solo para comprobar que puedo llegar a mi destino sin pasar por dos horas de tráfico” me dice Renato Cisneros mientras se come su segunda ración de tortilla de patatas. Estamos en mi casa, en Madrid, intentando no despertar a los vecinos con la charla. Pero también estamos en Lima (los peruanos en Madrid siempre estamos en Lima), hablando de los amigos comunes, comparando los modelos de corrupción peruano y español, rabiando contra Cipriani —a quien en un desliz lleno de connotaciones he llamado “general” en lugar de “cardenal”—, preguntándonos por las cosas que extrañamos siempre, por las que no extrañaremos nunca. Y sopesando, claro, el enorme éxito de La distancia que nos separa, la última novela de Cisneros. Porque la pasada Feria Internacional del Libro de Lima se saldó con récords de asistencia, la sensación de una industria que crece (aunque de manera caótica y desordenada, como la ciudad que la acoge) y con un triunfador indiscutible: Renato Cisneros, el hijo del Gaucho, el hombre que supo amar.   

La distancia que nos separa es una novela, insiste su autor, pero es también un testimonio vital y un aporte —valiente, y acaso inevitablemente parcial— a esa literatura de la memoria reciente que deja un espacio para pensar en una reconciliación posible. Pero es, ante todo, una exploración personal.

Ya instalado en su nueva vida en la península a Cisneros se le ve más sereno que nunca, expectante con lo que le queda por escribir, aunque dolido aún por algunas reacciones familiares ante su libro. Durante toda la velada mantendrá el mismo tono optimista y melancólico. Y eso sí, llenecito de preguntas.


Renato, ¿cómo te encuentras en Madrid? Me dijiste el otro día que te parecía un buen lugar para escribir.
Estoy feliz aquí. Estoy feliz pero no quiero ser consciente de esa plenitud para poder disfrutarla. Por las mañanas, mientras Natalia, mi novia, va al hospital a cumplir con su trabajo formal, es decir, cuando se va del departamento para ser responsable con el mundo, yo me quedo a escribir: avanzo mi siguiente novela, leo, cumplo con mis columnas, salgo a nuestro pequeño balcón a mirar la calle. También nado dos o tres veces por semana. Estoy muy contento así. No necesito más.
Llegas a una Europa jaloneada por la crisis y en una renovada guerra ideológica que pone nuevamente en conflicto a los países alineados con las instituciones financieras, Alemania a la cabeza, y los que pretenden sacudirse de ese corsé, como ha intentado infructuosamente Grecia. Viniendo de dónde venimos, yo a veces me siento casi culpable de que estos temas se vuelvan parte de tu día a día, de tus intereses… ¿Te ocurre algo similar?
Recién estoy incorporando esos temas, ya no como noticias internacionales lejanas, sino como asuntos que le preocupa a la gente con la que interactúo. Trato de leer prensa española, pero no desengancharme de la peruana. A veces siento que la distancia te quita autoridad para escribir sobre tu país, pero luego me doy cuenta de que esa es una falacia. La distancia te permite una perspectiva, una amplitud, una mirada, un contraste que Lima no puede darte.
Tu llegada a España coincidió con una columna tuya en la que te defiendes de acusaciones que vienen desde dentro de tu propia familia tras la publicación de tu libro… ¿Qué ocurrió realmente?

Puedo decirte que se han suscitado incomodidades y recelos. Me da la sensación que han tomado mi narración como una declaración periodística, cuando ella está hecha de distorsiones intencionales, de memorias tergiversadas, de figuraciones deliberadas, que es lo que imponen los libros de esta naturaleza a sus autores. No me sorprende tanto la desaprobación, aunque sí el tono rupturista y tajante de la desaprobación. Quiero creer que las relaciones con esos parientes están suspendidas, no rotas. Y espero que algún día comprendan lo que la mayoría de lectores ve en esta novela: que el énfasis está puesto en la relación padre-hijo. Todo lo demás, en la novela, son accesorios de acompañamiento.


el gaucho y sus hijos.

¿Y ese clima familiar tuvo que ver directamente con tu salida del Perú?
Para nada. Yo tenía mi viaje a España en agenda desde hacía varios meses atrás. El hecho de que coincidieran el viaje y la aparición de la novela ha invitado a algunos a pensar que me fugué, que escapé del Perú, como si hubiese comprado el pasaje saliendo de la Feria del Libro después de presentar la novela. Suena bien como argumento para una comedia, pero no es lo que ocurrió. No soy un fugitivo.
¿Para una figura pública en el Perú, como tú, resulta difícil pasar al anonimato en otro país? ¿Existe algo así como un Síndrome de Estocolmo de la fama?
La mía no ha sido una figuración pública de largo alcance o de gran impacto, de modo que no siento haber dejado atrás ninguna fama mediática. Eso quizá les pase a los actores o artistas de los programas más sintonizados. En todo caso, disfruto el ejercicio de salir a la calle y no ser nadie. Puede ser liberador que la gente no espere nada de ti, que no te conozcan ni te juzguen.
Oye, a mí todavía me cuesta no verte como “el otro poeta Cisneros”. Y tú mismo muchas veces te has reivindicado como poeta, ¿la publicación de esta novela ha cambiado algo en tu identidad literaria?
Más que la publicación, diría que el proceso. Escribir La distancia que nos separa supuso ocho años de investigaciones, viajes y lecturas. Renuncié a un trabajo, diseñé un horario, encontré un método. Creo que eso le ha dado vigor a mi identidad literaria. Al inicio me reivindicaba “poeta” porque empecé escribiendo poesía. Tengo tres libros de poemas; el último de ellos, Nuevos Poemas Italianos (2007), creo que aún me representa. Luego dejé de hacerlo porque dejé de escribir poesía y pasé a hacer periodismo. Durante años me ha costado mucho mirarme y definirme como “escritor” porque, aunque escribía y publicaba, la mayor parte del tiempo la dedicaba al trabajo: firmaba en diarios, hablaba en la radio, salía en el cable. Hoy solo quiero escribir. Siento que la exigencia de esta última novela —y de la siguiente, que es su precuela—ha sido vital para enfocar mis prioridades.
¿Por qué la insistencia en utilizar la palabra novela (de autoficción) como una especie de autoafirmación en el libro? Mientras otros huyen de los géneros o buscan un lugar en la hibridación, tú pareces pretender que tu libro se lea como eso y no otra cosa… ¿No crees que pierdes más de lo que ganas poniéndole esa etiqueta?

Usé el término “autoficción”, primero, porque existe desde hace décadas; segundo, porque hay una tradición literaria en torno a él; y tercero, porque fue la única manera que encontré de advertirles a los lectores que la historia de la novela, siendo autorreferencial, tenía páginas o momentos de invención. Quizá escribí esa palabra teniendo más en mente a mi familia, ahora que lo pienso. Al final, los lectores se quedan con los “libros”, no con la forma en que los escritores los catalogamos.

En muchas partes de la novela he pensado que la verdadera confrontación del narrador no es con el padre sino con la clase media limeña —da la sensación de que el “secreto de familia” fuera más peligroso que el “secreto militar”— o que por lo menos hay una relación muy profunda entre ambos, el padre y los valores de determinada clase social, que hacen que el libro trascienda lo personal… ¿Qué te costó, más, liberarte de la presión del padre, o liberarte de la presión de la clase social en Lima?
Son dos batallas en una. Y las dos me costaron. Están costándome. Yo pertenezco a una familia históricamente conservadora. Al hablar de mi padre y de los secretos de esa familia creo que se articula una denuncia mayor, una que alude a las millones de familias latinoamericanas, tradicionalistas, que se edifican sobre la base de los secretos, lo que se calla, lo que no se dice, lo que no debe repetirse. Yo quería hablar de los traumas de mi árbol genealógico, porque creo que puede ser un espejo, deformado o histérico si quieres, de otros universos similares.
Una como lectora entiende a tu narrador, su drama, su dilema moral, incluso la necesidad de no juzgar, de comprender, de buscar a veces desesperadamente un asidero emocional que lo salve de la condena y del odio. ¿Tú como autor comprendes que hay también una distancia que nos separa a los lectores y a ti respecto a la figura de tu padre?
Si te refieres a la ideología del personaje del “Gaucho”, creo que esa distancia aumenta o decrece en función del tipo de lector. Hay lectores más políticos que se han concentrado en el lado más periodístico del libro, en el recuento de los hechos de la guerra interna. Hay otro, más sentimentales, que han valorado la humanidad detrás del militar represor. Y están, desde luego, aquellos lectores que siempre tendrán (o debería decir “tendremos”) reservas con algunos de los valores que mi padre circunstancialmente encarnó.
Hay, desde luego, momentos durísimos en la novela, pero una siente que a pesar de todo, hay temas como las desapariciones que supuestamente ordenó tu padre, en los que no te explayas del todo. Quiero decir, están, lo dices, pero es una herida que no pareces querer remover del todo. ¿Hay algo de eso? ¿Has sentido, pasado ya este primer momento del libro, que hay aún temas por trabajar?
Respecto al padre, siempre quedan temas por trabajar, heridas en las cuales escarbar. Uno nunca termina de matar al padre. Uno cree que lo mata pero es mentira. Podría escribir otro libro solo con las cosas que he descubierto después de publicar la novela (incluidas unas reflexiones que encontré en los diarios de Ribeyro, lúcidas pero terribles a la vez porque hablan de cosas que mi padre le confesó en París). Vamos a ver qué ocurre. Lo que no quisiera nunca es que mis urgencias literarias estén supeditadas al morbo de ningún lector, incluyéndome.
¿Podrías adelantarnos algo de esas conversaciones? ¿Alguna de esas confesiones que le hizo el Gaucho a Ribeyro habría modificado en algo tu libro?
Lo que puedo decirte es que son dos apuntes que Ribeyro hace en su diario respecto de las conversaciones con el ex Ministro del Interior. Allí reflexiona a partir de algo que mi padre le dice, algo que califica como «siniestro». No sé aún qué haré con esos apuntes pero sin duda son un aporte valioso. Si los hubiese encontrado antes, hubiesen complementado el capítulo en que hablo sobre las disposiciones que mi padre tomó al interior del Ejército. A nivel personal, me suscitan ideas que sé que debo colocar en algún lado. Esos apuntes son un material literario muy rico: no sé aún qué destino darles.
Hay un momento del libro en el que le preguntas a un amigo de tu padre si cree que tu padre asesinó a personas, y la respuesta de esa persona es ambigua. ¿Lo tienes claro tú?

No creo que él haya asesinado, pero no podría asegurar que no diera órdenes que tal vez implicaban el asesinato de alguien. No tengo certeza de eso. Hice algunas averiguaciones, pero no tuve respuestas que despejaran mis dudas. Lo que sé es que él dejó la actividad en diciembre del 83. Tuvo que ver con el ingreso del Ejército a Ayacucho y con la definición de los primeros objetivos militares, pero ya no ejercía ningún cargo cuando se comenzaron a producir las matanzas de los meses y años siguientes. 

Recuerdas estos versos de Hinostroza: “Oh, César, oh demiurgo, / tú que vives inmerso en el Poder, deja / que yo viva inmerso en la palabra.” Hay algo de eso en tu libro, ¿no?
Lo digo, casi literalmente, en la novela. El único poder que me interesa es un poder distinto del que obsesionó a mi padre: el poder de revelar verdades a través del lenguaje. Hay verdades que solo aparecen escribiendo y que no sabías que llevabas dentro. El mecanismo de la escritura las hace brotar, las hace surgir. Esos momentos son un triunfo para quien escribe. Un triunfo doloroso. No pain, no gain.
Perdóname que te pregunte esto tan directamente, pero en la escena en que vas a Buenos Aires y te encuentras con la hija de la que fue el gran amor de tu padre, y hablas de deudas que saldar, de círculos que cerrar… realmente pensé que te irías a la cama con ella. ¿Se te pasó por la cabeza?
Te confieso que sí se me pasó por la cabeza que el hijo narrador se fuera a la cama con ella. Narrativamente era muy potente la idea de los hijos que se encamaban, prolongando a los padres a través de un sexo que debía ser apasionado. Es más, creo que intenté escribir la escena de esa manera, pero no me gustó. También pensé que podía surgir al menos cierta química entre ambos, pero sentí todo muy forzado. Además, si te fijas, ya en la entrega que mi padre hace de su bastón militar a su primera novia, el mismo bastón que la hija de ella promete devolverme, hay una vaivén sexual muy sutil.
Ya. Porque una de las cosas importantes para ti, en el libro, y no la menos importante, es el tema de las historias de amor… las de tu padre con la chica argentina, con la mamá de tus hermanos mayores, con tu madre, incluso con sus amantes… Ahora que lo pienso tu padre también “buscaba novia”. ¿Crees que hay algo heredado en esa percepción tan romántica y trágica del amor que has proyectado tú mismo?

Sin duda hay una herencia de esa vocación por los amores trágicos, pero confío en haber cumplido mi cuota. Uno también escribe para identificar ciertos patrones tóxicos, esperando quizá que se corte el ciclo de su repetición. La historia de mi genealogía está curtida por amores contrariados. Eso lo voy a contar en mi siguiente libro. Amores difíciles en tiempos difíciles de la historia del Perú: la independencia, la guerra con Chile, el oncenio de Leguía. Quiero narrar esa tradición dramática, no perpetuarla.

Vi hace poco una entrevista conjunta que les hacían a ti y a José Carlos Aguero, autor de 'Los rendidos', un libro en el que cuenta su experiencia como hijo de senderistas. Me imagino que el encuentro entre tú y él, podría ser una imagen posible de una supuesta “reconciliación”, una generación después. ¿Se conocían de antes? ¿Cómo te sentiste al conocerle? ¿Hablaron algo fuera de cámaras?
Te refieres a la entrevista en Canal N. A José Carlos lo conocí en la radio, entrevistándolo por su magnífico libro. Durante esa entrevista hubo un momento muy tenso pero muy emotivo: cuando ambos reconocíamos que nuestros padres habían sido enemigos, que se odiaban —u odiaban lo que representaban— sin haberse conocido, por el sistema que defendían. No puedo decir todavía que seamos amigos, pero sí que existe toda la disposición para que lo seamos. Si el hijo de dos senderistas que alentaban la matanza de militares y el hijo de un militar que pensaba que debía ajusticiarse a los senderistas pueden conversar, quizá estamos colaborando, sin pretenderlo, con algún tipo de reconciliación social. Ojalá. 
Ya, en serio ¿qué echas de menos de Lima desde ya, desde el minuto cero?
El ají de mi mamá. Y a ella, claro (si no lo digo, me lo recrimina por WhatsApp).
¿Qué crees que no echarás de menos nunca?
El manicomio del tránsito, los crímenes por cualquier cosa, prender la tele y oír al Cardenal, al Alcalde, a Issac Humala, a los congresistas que creen que las mujeres no pueden quedar embarazadas en una violación.

Escrito por

Gabriela Wiener

Es escritora y periodista. Colabora en El País Semanal, La República y en La Mula. Su último libro es "Llamada perdida".


Publicado en

Redacción mulera

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