- Has dicho que la idea para este libro se te ocurrió el mismo día del velorio de tu padre, cuando la familia entera intentaba rememorarlo y tú te viste como vaciada de recuerdos. ¿Cómo fue el proceso que se dio desde esa idea inicial hasta el resultado, en el que juegas también con el tema de la literatura como una reconstrucción?
Fue un proceso largo porque, aunque tenía claro qué quería decir, me costaba darle forma a lo que en principio parecía una catarsis natural por lo que estaba atravesando. Es lógico pensar, cuando se está embarcado en un proceso de escritura, que aquello que te obsesiona y te persigue no tiene por qué resultar interesante para más nadie; pero es ahí donde, justamente, creo que se produce el clic, cuando eso deja de importarte. Esta novela responde muy bien al poema de Natalia Ginzburg que está citado en la segunda parte del libro: “Yo junto estas palabras para cuatro personas / Algunos más pueden oirlas / Oh mundo, lo siento por ti / Tú no conoces a esas cuatro personas”.
- El dilema de Catalina, la protagonista de "Lo que no aprendí", parece ser el dilema también de toda una generación, el de recoger y documentar una memoria familiar. Hay, también en la literatura latinoamericana más reciente, como una necesidad por recuperar ese pasado íntimo, eso que corrió en paralelo a las dictaduras, a las revoluciones. Pienso en las últimas obras de Pron, Zambra, Gamboa, Alarcón o Nettel. ¿A qué crees que se debe?
- La ambición por explicar el mundo a través de la literatura, a mi modo de ver, es parte del pasado –un pasado no muy lejano, serán un par de generaciones anteriores a la nuestra, quizá–, y esta renuncia se traduce en la tendencia contemporánea hacia el argumento íntimo, doméstico, personal –aunque muchas veces se lo zambulla en un contexto político y social complejo, como lo son algunos episodios de la historia reciente de cualquiera de nuestros países–. Todos los autores que mencionas cumplen, de algún modo, esa consigna: la de dar cuenta de su momento personal –de su miedo, su desprejuicio, su apatía o su compromiso– dentro de un momento histórico sensible. Debe ser una marca de época esto de buscar dentro de la propia intimidad la materia narrativa que nos lleva a escribir lo que escribimos. Quizá sea una reacción a esa especie de grandilocuencia que caracterizaba a escritores como Carlos Fuentes, por ejemplo, que en cada novela empeñaba su erudición renacentista para explicarnos una porción del mundo.
- Cuando un escritor escribe sobre su padre —algunos, como Héctor Abad, declaran abiertamente que todo lo que escriben es para hablar con el suyo— parece algo natural, pero cuando una escritora lo hace, aparece siempre la sospecha de Electra, como si la autora necesitara llenar ciertas carencias… Una escena como en la que la narradora se entera de la muerte del padre mientras le cae el semen de su amante por las piernas debe ser pasto de críticos psicologistas…
- Las lecturas edípicas son inevitables y ya estoy acostumbrada –¿resignada?– a vivir con ellas. Pero es una lectura fácil y falaz en la que caen las mentes más brillantes. El año pasado en el Hay Festival de Cartagena participé en una entrevista pública en la que el entrevistador se centró en el aspecto “lolitesco” de mi última novela –Lo que no aprendí–, que, en mi opinión, es un aspecto inexistente. Pero una vez te meten en esa discusión, la cancha se embarra tanto que cuesta salir limpio, o sea, sin que parezca que estás esquivando el tema. Creo que, si bien esta novela plantea la fijación de una niña de once años con la figura su padre, el personaje más fuerte y determinante es el de la madre.
- En realidad, la madre es una especie de narradora en la sombra...
- Está claro que la madre es la dueña de la versión oficial de la historia familiar, la que construye el mito del padre sabio, místico e inalcanzable, la que manipula la cotidianeidad a su conveniencia y la que, con todos estos gestos, consigue que el padre se convierta en una figura sacra, lejana y ausente. Por lo tanto, si se quisiera hacer una lectura psicoanalítica de este texto (lo que, por otro lado, tampoco tendría mucha gracia ni originalidad) el camino sería el de estudiar las conductas de la madre, y los recortes que la hija hace de ellas.
- ¿Te resultó más complejo o más fácil rebuscar en tu memoria de la infancia desde una ciudad que no es en la que creciste, como Buenos Aires? ¿Esa distancia te ayudó?
La distancia me ayuda en todo lo que escribo porque, aunque parezca una contradicción, le saca parte del componente emocional que, en algunos casos, dificulta la construcción eficiente de los textos. Valoro la cercanía, la experiencia, la mirada directa, claro que sí, pero para escribir necesito tomar distancia y enfriarme. Hay que tener cierta templanza quirúrgica para poner y sacar comas, reemplazar palabras y eliminar, sin ninguna piedad, todo aquello que entorpece el ritmo de una narración.
"Vaya a saber cuál es “la vida real”, pero sé que las vidas que observo en los entornos más cercanos son vidas que se acomodan a las circunstancias y después se blindan. Acomodarse a las circunstancias y blindarse es también una forma de resignación".
- Eres una colombiana afincada durante muchos años en Argentina. ¿En aras de la hermandad latinoamericana nos dirías cómo se adapta una cartagenera al temperamento porteño?
- Vivo en Buenos Aires hace más de diez años. La respuesta honesta sería que uno nunca se adapta al temperamento porteño, pero también sería una respuesta injusta porque, a pesar de que hay una distancia cultural gigante entre el caribe y la pampa, siento que esa distancia a mi me ha favorecido, al punto de sentirme muy cómoda viviendo acá. Buenos Aires es una ciudad caótica, furiosa, voraz y mi relación con ella ha atravesado distintas étapas: la primera fue de encantamiento –¡Oh, esta gente, si no consigue lo que quiere, corta calles, quema llantas, hace sonar cacerolas, pone y saca presidentes!–; la segunda fue de hartazgo –¿será necesario tanto escándalo, tanta agresión? ¿dónde quedó el diálogo, los modos suaves, la sonrisa por default de mi patria lejana?– y la tercera es de adaptación, que significa, básicamente, editarse la vida eligiendo los aspectos que puedes tolerar y excluyendo los que no –eso va desde leer un diario en detrimento de otro hasta evitar ciertos temas con algunos amigos muy fanatizados–.
- Parece que en Argentina siempre hay bandos opuestos, como en el fútbol igual en la política… ¿Cómo sobrevive el escritor a esta constante polarización?
Lo peor de esto –y que seguramente no es algo exclusivo de esta ciudad ni de este país ni de este gobierno– es que cada vez nos vamos encerrando un poco más, vivimos en nuestras casas con nuestros maridos y nuestros hijitos, vamos a ciertas cenas, circulamos por los territorios que nos dan confianza y seguridad y esquivamos aquellos que no, y se va perdiendo esa relación con “la vida real”. Vaya a saber cuál es “la vida real”, pero sé que las vidas que observo en los entornos más cercanos son vidas que se acomodan a las circunstancias y después se blindan. Acomodarse a las circunstancias y blindarse es también una forma de resignación.
"Los lectores desconocen los tiempos que tarda un autor, ya no digamos en escribir un texto sino en publicarlo. Pueden pasar años. Si se tomara como el nacimiento de un libro el momento de su publicación, sería como parir ancianos".
- Fuiste durante mucho tiempo directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez… Cuéntanos un poco sobre tu trabajo allí. ¿De qué te sientes más orgullosa? ¿Qué cosas te hubiera gustado hacer?
- Fue un trabajo precioso que consistió en promover ese espacio entre los escritores contemporáneos, hicimos muchísimas actividades, muchos talleres valiosos gracias a la adhesión entusiasta de escritores consagrados; lanzamos premios y becas y construimos el Archivo TEM, un proyecto por el que concursamos para obtener un subsidio importante, y ganamos. El proyecto consistió en organizar y catalogar todo el material de archivo de Tomás Eloy Martínez, su obra literaria y periodística, sus clases en Rutgers de literatura latinoamericana, su correspondencia, sus notas y cuadernos, en fin, el resultado es que ahora ese patrimonio valiosísimo está al alcance de todos, y puede ser consultado por investigadores, escritores y periodistas de cualquier parte del mundo.
- Una vez escribiste una confesión: que solo podías enamorarte de hombres mucho mayores que tú. Ahora compartes tu vida con el magnífico director de cine Mariano Cohn, el realizador de “El hombre de al lado”, pero que es un hombre joven. ¿¡Qué ha pasado contigo, Margarita!? ¿Estás envejeciendo?
- Así es. Pero, además, está claro que los textos se escriben y se publican en tiempos que no suelen coincidir con el presente de sus autores. Esa parte de la producción editorial es curiosa: los lectores desconocen los tiempos que tarda un autor, ya no digamos en escribir un texto sino en publicarlo. Pueden pasar años. Si se tomara como el nacimiento de un libro el momento de su publicación, sería como parir ancianos.
- ¿Algún proyecto de colaboración a la vista con Mariano?
- A lo mejor. Por lo pronto, hace un año que compartimos el proyecto de crianza de nuestro niño.
- A la mayoría de escritoras madres —y para cualquier persona que tenga hijos en realidad— el tenerlo nos cambió la perspectiva de muchas cosas, cosas que antes no importaban ahora importan, el rompimiento de cierta lógica, el redescubrimiento del miedo. ¿Fue así para tí? ¿Tu propia visión del universo infantil, por ejemplo, se vio alterada en algo?
- Completamente. El universo –infantil y adulto– pasó a ser otro: más poroso, más complejo y temible, y también más definido. Es como cuando fijas la vista en esos cuadros tridimensionales y, después de un rato de estar concentrada, logras ver la profundidad, descubres las formas que están ahí dentro, escondidas, que han estado todo el tiempo, y dices guau, así que esto era… Siempre tomé como una coquetería de género eso de que tener un hijo te cambiaba –la mirada, la cabeza–, pero en mi caso se ha cumplido a cabalidad: soy una antes y otra después de Vicente.
Publicado: 2015-07-21
Hace diez años que Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980) pasea su espectacular colombianidad por las calles de Buenos Aires y se dedica a escribir libros notables. También se dedica a otras cosas: por ejemplo fue, hasta el año pasado, directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez, institución que ayudó a consolidar -“con la ayuda de un equipo muy competente”- como uno de los archivos más completos de un autor contemporáneo; y más recientemente se dedica también a la maternidad, una actividad que ha despertado en ella, asegura, algunos de esos tópicos que antes consideraba “una coquetería de género”. En breve la tendremos entre nosotros como invitada de la FIL, donde presentará Lo que no aprendí, su última novela: la historia de la muerte de un padre, de una niña obsesionada con poder recordarlo, la historia de unos niños y de las historias que se cuentan, la historia de una madre.
Escrito por
Gabriela Wiener
Es escritora y periodista. Colabora en El País Semanal, La República y en La Mula. Su último libro es "Llamada perdida".
Publicado en
Redacción mulera
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