A la hora acordada para nuestra conversación, encuentro al cineasta Joel Calero algo agitado, tenso (e intenso, aunque este último adjetivo bien puede describir su estado natural, especialmente cuando se trata de su relación con el cine). Calero está a punto de empezar el rodaje de su segundo largo, titulado La última tarde, y las dificultades parecen haberse acumulado este día. Viene, me cuenta, de una serie de reuniones entre su equipo de producción y la municipalidad de Barranco, distrito en el que se filmará la película. Todo está listo para empezar a rodar el 20 de julio, en apenas unos días, pero de pronto, y sin mucha explicación, se enfrenta a un nudo de problemas previos al inicio del trabajo programado.  

Estamos en la oficina y área de trabajo que Calero ha acondicionado en el pequeño jardín de su casa, rodeados por una colección a primera vista inacabable de DVDs y pósters de películas. Por unos minutos, Calero parece incapaz de sentarse, se pasea de un lado a otro y contagia el espacio con sus movimientos nerviosos, hablando sin detenerse. Parece estar buscando algo; al cabo, súbitamente, lo encuentra, o esa es la impresión que me da. Algo en su propio interior, una zona personal de comfort que lo relaja y le permite enfocarse. Se aquieta. Se sienta y me invita a hacerlo. Sonríe ligeramente, más con la mirada que con los labios.

“Se solucionará”, le escucho decir. Y tras una pausa: “no me acuerdo quién decía que el cine es el arte de lo posible. Uno filma no lo que quiere sino lo que puede, y lo que puedes filmar está determinado por ti mismo, por los actores, por la producción, por el director de fotografía o por el fenómeno del niño, que tal vez haga salir un sol que no esperábamos. Quizá tenga problemas, no podré filmar en las calles como quería, y bueno, qué voy hacer”. Calero se encoge de hombros. “Quizá se arruine algo, pero en fin”.

Lo escucho y pienso que a lo largo de los años -nos conocemos desde hace tres décadas, desde los tiempos de la universidad- he visto a Joel Calero hacer esto mismo en más de una ocasión, creo que sin darse cuenta. No es que se haya resignado a los obstáculos, que (lo sé) intentará confrontar y solucionar con toda su energía. Lo suyo es más bien una forma (discreta y precavida, pero real) del optimismo.

No hay, imagino, ninguna otra forma de hacer cine en el Perú.

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Joel Calero debutó como largometrajista el 2012, con Cielo oscuro, película que narra la historia de una relación romántica marcada y destrozada por los celos (con unas 30,000 entradas vendidas, fue la película nacional más vista ese año en las pantallas locales). Antes, el 2003, había estrenado Palpa y guapido: el abrazo de la memoria, un mediometraje documental sobre los ritos matrimoniales tradicionales en la localidad de Hualhuas, provincia de Huancayo. Su nueva producción, La última tarde, comparte con ambas el enfoque en los vínculos afectivos y la relaciones de pareja, que Calero describe como su principal interés artístico y narrativo. 

Los protagonistas de La última tarde, Laura y Ramón (Katherina D'Onofrio y Lucho Cáceres), son una pareja de antiguos militantes de la izquierda radical (“quizá no Sendero”, dice Joel, “pero sí algo cercano al MRTA, definitivamente una opción armada aunque ellos solo hayan participado en el apoyo logístico”) cuya relación se rompió mucho tiempo atrás y se reencuentran ahora, casi veinte años más tarde, para completar el divorcio que dejaron inconcluso. El trámite se traba por problemas burocráticos, y los personajes, que no han mantenido ningún contacto desde su separación, se ven obligados a compartir unas horas de obvia sobrecarga afectiva y psicológica. La película los acompaña en ese proceso; se trata de un filme de cámara, planeado para concentrarse en pocos personajes y modelado sobre referentes como el Nikita Mikhalkov de Ojos negros o el Richard Linklater de Antes del amanecer. La idea, según su director, era tener un proyecto a escala manejable, luego de la experiencia de Cielo oscuro, cuya realización demoró 7 años.

calero en primer plano; al fondo, Katherina D'onofrio y lucho cáceres. 

“Pero, claro, no hay película barata”, dice Calero. “Si quiero una pareja caminando por las calles de Barranco, tengo que usar steady cam y el steady cam tiene un costo altísimo por dia. Y así. Nos gustaría tener un presupuesto mayor. Estamos mejor que en Cielo oscuro, pero todavía estamos en búsqueda de recursos finales para cerrar la postproducción”.

Aún así, Calero describe el trayecto seguido por su segunda película como “largo, pero sin sufrimiento”, comparado con lo que se requirió para Cielo oscuro. La primera versión del guión de La última tarde estaba lista el 2010, y al año siguiente Calero obtuvo una beca de la fundación Carolina que le permitió reescribirlo durante dos meses -”como un monje del guión”, dice- con la asesoría del novelista y guionista argentino Marcelo Figueras (Plata quemada, Kamchatka, Rosario Tijeras) y la mexicana Paz Alicia Garciadiego (Profundo carmesí, La perdición de los hombres, La mujer del puerto). El 2012 Calero obtuvo una beca para un diplomado en producción ejecutiva en Colombia, lo que le permitió mejorar el armado financiero de su proyecto. El 2013 el proyecto ganó por concurso fondos del Ministerio de Cultura y el 2014 ganó el financiamiento de Ibermedia, y esto es lo que les permitió empezar a rodar este año, con la expectativa de completar la postproducción y estrenar el 2016.

 “Vamos, no voy a pretender salir en 100 salas como salió Asumare”, dice Calero, “pero creo que tampoco saldría con 4 o 5 copias como sucede con películas que por sus propias características tienen un público más restringido. Yo creo que una película como esta debería salir al menos con 20 o 30 copias”. Y es que en su trabajo, dice también, la búsqueda de una conexión con el público es un hecho implícito, casi natural.

“A veces cuando uno habla del cine de autor, el término es un cajón de sastre. Es cierto que algunas películas tienen una vocación más centrada en sí mismas, y también hay por supuesto un cine con intención claramente comercial. Pero el cine que a mí más me interesa es el que está entre esos extremos. Pienso en Ken Loach o en Almodóvar. A mi particularmente no me seduce el experimentalismo formal, puro. Yo cuando voy al cine voy a ver historias que me remezcan, que me entusiasmen y que me hagan sentir. Y eso es lo que quiero hacer. No es que piense primero en cómo aproximarme a la audiencia, más bien creo que el cine que yo hago se acerca a la audiencia con naturalidad. Quizás es una audiencia restringida, pero no es minúscula, siempre y cuando la película tenga la suficiente distribución”.

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“Siempre y cuando la película tenga la suficiente distribución”: un tema sin duda sensible para los cineastas peruanos. Las prácticas de distribución son la pata más coja del cine nacional, incluso en estos tiempos en los que la industria parece haber emprendido un pequeño despegue. No pocas producciones entran y salen de la cartelera sin que les permita el tiempo y el espacio necesarios para hallar a su público; muchas sufren del maltrato de distribuidores que las relegan a horarios imposibles (o los cambian sin aviso, o cancelan intempestivamente la función). Para Calero, detrás de esto hay una sostenida incoherencia en las políticas oficiales de apoyo al cine. 

Calero en su estudio. 

“Alguna vez leí en la prensa que el éxito de una película como Asumare demuestra que el cine no tiene necesidad de apoyo, y esa es una falacia terrible”, dice. “El desarrollo de la industria cinematográfica necesita de todos los cines, se necesitan muchos Asumares y se necesitan películas como Paraíso o como El mudo, que son extraordinarias aunque hayan tenido poco público. El cine es una suma y esto tendría que ser parte de las políticas de promoción y de producción. Si tú como Estado estás apoyando la realización cinematográfica, es porque entiendes la importancia de que estos productos culturales audiovisuales lleguen a un público. Entonces lo correcto y lo coherente es que cuides no solamente la realización sino todo el circuito, hasta el momento final del estreno”.

Calero le reconoce al actual Gobierno el haber sido el primero que cumplió con asignar a la promoción del cine los fondos y los montos que manda la ley vigente. Pero eso no basta, dice, para compensar su timidez en la promulgación de las nuevas normas que ellos mismos promovieron en un inicio, y que no terminaron de cuajar por las objeciones del MEF. Esa nueva ley hubiera establecido un fondo autónomo alimentado desde las boleterías de los propios cines, de modo que “el cine promocione al cine”, como ocurre en muchos otros países: si van dos millones de personas a ver Intensamente, por ejemplo, un pequeño porcentaje de ese boleto iría a ese fondo, para generar no solamente más películas sino también formación audiovisual y una mayor profesionalización de la industria.

“Yo a mis alumnos les suelo decir: si tú eres estudiante de comunicación audiovisual, una ley como esa puede convertirse en tu posibilidad de realización personal, y su ausencia en tu frustración vital eterna. Es una pena que el Gobierno no haya tenido los cojones para hacer algo que ellos mismos plantearon”, dice.

Y que serviría, además, para darle un empujón hacia adelante a la situación actual, que Calero describe no como un boom del cine peruano, sino como uno del cine comercial peruano, y más específicamente, uno centrado en los géneros de la comedia y el terror. “Por supuesto, está bien que ese cine exista, pero seamos autocríticos”, dice. “Se necesita más calidad, Cuando piensas que las películas comerciales de gran público son por ejemplo Relatos salvajes en Argentina u Ocho apellidos vascos en España... ese es un tipo de cine que está aflorando, que se puede sostener, pero no lo hará sin apoyo”.

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Calero llegó al cine por la vía indirecta. Inició su vida universitaria como estudiante de ingeniería, pero a mitad de carrera abandonó esa ruta impulsivamente, motivado por su descubrimiento de la literatura. Como tantos muchachos de su generación, había leído Rayuela, y el libro de Cortázar -”aunque suene posero”, me dice, “te aseguro que es cierto”- lo llevó a imaginar la posibilidad de una forma de vida distinta. Pero al poco tiempo se dio cuenta de que los estudios literarios no eran lo suyo, y tampoco lo era ese modo de escritura. “Lo cierto es que yo era muy indisciplinado en esa época, muy disperso. Hay una película de Woody Allen en la que uno de los personajes le dice al otro, tienes todas las características del creador, tienes el dolor del creador, tienes el entusiasmo del creador, pero no eres creador; te falta perseverancia. Yo era así”, recuerda. 

Un descubrimiento paralelo de aquellos años, sin embargo, acabaría siendo más definitivo. Un amigo lo llevó a ver Cria cuervos, la película de Carlos Saura, y desde ese momento Calero se sumó a las canteras de la cinefilia. No habría de pasar mucho tiempo antes de que la apasionada afición del espectador demandara convertirse en una vocación creativa. “Un día con un amigo en una borrachera dije 'si esto es realmente es lo que más me gusta, lo que me hace feliz, si esas dos horas de la Filmoteca son mi plenitud, ¿por qué no intento hacer una película?'. Así que empezamos hacer un guión sin ninguna formación pero muy apasionadamente. Por supuesto, a los cuatro meses vimos que ese guión no caminaba ni para adelante ni para atrás, pero para entonces yo ya estaba dictando cursos de comunicación audiovisual y luego ya empecé a trabajar en cine y eso me fue encaminando a hacer mi primer corto”.

Luego vendría Palpa y guapido: el abrazo de la memoria, su mediometraje del 2003. Palpa y guapido, como dije, documenta una boda en la localidad de Hualhuas, en Huancayo. En ese pueblo nació la madre de Calero, y el cineasta había tenido contacto desde la infancia con esas celebraciones. Pero le atribuye su interés por la realización no tanto a ese vínculo familiar (y mucho menos a el deseo de ejercer una mirada antropológica), sino, esencialmente, a una necesidad cinematográfica.

“Yo no hubiera querido ni podido hacer ese documental si no hubiera visto el cine de Emir Kusturica”, dice. “En esas fiestas en las que yo participaba en el pueblo de mi madre, yo decía, pero estos borrachos yo los he visto. Y claro, los había visto en Tiempo de gitanos. Si tú has escuchado el guapido, es una especie de grito intenso que quien lo escucha piensa es producto del dolor, pero en realidad no puedes saber si es dolor o empoderamiento. Esa suma de dolor y empoderamiento está en la película de Kusturica y es lo que me llevó a hacer ese documental”.

Y luego, claro, llegó Cielo oscuro, la película que ocupó siete años de su vida. Fue una experiencia difícil, especialmente en lo que se refiere a su financiamiento (después de conseguir auspicios y donaciones, su presupuesto de alrededor de 350,000 dólares tuvo que completare mediante el crowdfunding). Pero finalmente fue también una experiencia satisfactoria al nivel más íntimo. Calero se recuerda a sí mismo, luego de la sangre, el sudor y las lágrimas, yendo a dejar una copia fílmica en 35 milímetros a la Filmoteca para su preservación en condiciones de almacenamiento y temperatura adecuadas, y sintiendo el regocijo de encontrarse entregando su obra en el lugar (y el formato) en el que empezó, dice, a amar el cine. Una tarea cumplida.

“Yo sé que es complejísimo, duro y arduo, que una película te toma 6 o 7 años y cientos de miles de dólares, que nadie te garantiza que pueda ocurrir la siguiente”, dice Calero, tras comentar que los 30,000 espectadores de Cielo oscuro no significaron rentabilidad, sino apenas la cobertura de las deudas adquiridas. “Pero no importa. El cine me ha llenado mucho, forma parte de mi vida, hay películas que me han afectado y me ha cambiado, y querría que algún espectador de pase eso con algo que yo hice. Esa es la verdad”.

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Para La última tarde, que opera con un presupuesto algo menor (alrededor de 300,000 dólares al momento), Calero trae consigo algunas lecciones aprendidas. Una de ellas, quizá la más importante, es confiar en las posibilidades creativas del trabajo en equipo. Está trabajando en asociación con la joven productora Carolina Denegri (El limpiador), y ha desarrollado un mecanismo colaborativo con sus actores, al punto que estos serán, ahora, co-autores del guión. En las semanas previas al inicio del rodaje, Calero y su equipo estaban enfrascados en un proceso de búsquedas y ensayos que, en varios sentidos, ha culminado en una reelaboración de la película. Durante tres semanas se reunieron diariamente por tres o cuatro horas, y luego de esa etapa pasaron a un detallado ensayo escena por escena. 

“A Lucho, claro, ya lo conocía y he trabajado bastante con él, pero a Katherina D'onofrio no, y es una actriz relativamente joven que puede hacer modificaciones a su personaje porque lo entiende mejor que yo”, dice el director. “Eso es extraordinario, que pueda entender esas sutilezas desde el cuerpo, desde el trabajo físico. Cuando tienes actores inteligentes, sus aportes se vuelven fundamentales, especialmente en una película donde ellos van a estar juntos en todas las escenas”.

calero ensaya con los actores.

Le digo a Calero que la relación entre los personajes de La última tarde, además, aporta un elemento nuevo a su narrativa: si bien esta película comparte con sus predecesoras el interés por las relaciones de pareja, la exploración de dos individuos amándose y desamándose en el tiempo, los personajes aquí están definidos, de maneras cruciales, por su pasado político, y eso les da resonancias distintas. A manera de explicación, Calero se remonta a lo que llama la “semilla emocional” de su proyecto.

“El origen emocional de esta película es una carta que le escribí alguna vez a una persona muy cercana a mí, una carta real”, me cuenta. “Esta persona ha compartido las viejas militancias izquierdistas, y en aquella larga carta le explicaba cómo lo percibía yo en relación a sus ideas de esa época. ¿Qué decía? A ver, lo esencial está en un parlamento de Laura que le dice a Ramón más o menos lo siguiente: 'Tú hablas del pueblo, pero ¿quién es el pueblo exactamente? ¿No te estarás refiriendo a los pobres? Porque te cuento que no son lo mismo. Tú te refieres a un tipo particular de gente con conciencia de clase, ¿no? Yo te cuento que los pobres que yo conozco no están pensando en ninguna transformación de las estructuras, ni en ninguna puta musaraña de esas. Los pobres que yo conozco, y créeme que los conozco bien, lo único que están pensando es comerse la Big Mac más grande que puedan, en el centro comercial más grande que puedan y en absolutamente nada más'. Eso es, básicamente, lo que yo le decía”.

Le pregunto si esta visión, puesta de forma descarnada y sin matices en boca del personaje, es realmente la suya, y me responde recordando una frase que atribuye al antropólogo Fernando Fuenzalida: la única diferencia entre los sectores más pudientes de este país y los más carentes son los ceros en sus cuenta bancaria. “Más allá de eso, sus valores son los mismos, sus códigos son los mismos, el comportamiento de alguien que va por ahí en una 4x4 de lunas polarizadas es exactamente el mismo que el del chofer de una combi sucia y ruidosa”, añade. “Creo que Fuenzalida tenía razón. No es casual que en las últimas elecciones el grueso del apoyo a Fujimori proviniera de ese sector de perfumes caros, ese San Isidro de Madeleine Osterling, y también de los sectores más pobres. Creo que comparten esta ética combi. y esto es lo que implícitamente le está diciendo Laura a Ramón: te has quedado con una imagen congelada, con una idealización, no has aterrizado”.

"Laura" y "Ramón" 

Por supuesto, la versión que da Laura en La última tarde es una versión de parte, interesada en justificar las derivas de su propia biografía: habiendo dejado la militancia y la política luego de separarse de Ramón, es ahora una publicista de éxito (“encargada de venderles a los pobres cosas que no necesitan”, dice Calero). Ramón, por su parte, es hoy un asesor de microcréditos enfocado en trabajar con pequeños artesanos, y mantiene, o cree mantener, un mayor contacto con sus antiguos ideales. Y sin embargo, es también una persona mucho más insatisfecha que Laura, pues es incapaz de manejar la enorme desproporción entre sus ambiciones revolucionarias y la muy limitada realidad de su presente.

“En el proceso de construcción del guión me llamó mucho la atención conocer personas que compartieron estos deseos de transformación de los 70s y 80s y que, aun cuando estén en actividades con cierto impacto social, sienten que lo que tienen hoy es muy poco, dada la dimensión de sus antiguos ideales”, cuenta Calero. “Recuerdo algo que dijo Pepe Mujica, el expresidente de Uruguay, exguerrillero tupamaro: 'En alguna época nosotros queríamos transformar la realidad, ahora nos conformamos con arreglar la vereda de enfrente'. Creo que ese conflicto está presente en mis personajes. Para ella eso de arreglar la vereda de enfrente puede ser una versión a escala del sueño de su juventud, una versión aterrizada en el año 2015, digamos, y para él no es así”.

Calero asegura que su intención no es la de dar un mensaje político. Eso surgió del desarrollo de la historia, me dice, no fue algo que se planificara de antemano. Pero reconoce también que su película se da en un contexto en el que estos debates -los debates de la violencia política y la historia reciente de la izquierda peruana- continúan abiertos y se están abriendo aún más.

“Alguna antena debe haberse activado en mí”, dice, ya concluyendo. “La verdad es que las películas sociales no me gustan particularmente, pero conocer por ejemplo los documentales de Mikael Winström fue algo fantástico, este hombre que hace La otra orilla, y luego hace Compadre, y después Tempestad en los Andes, me sedujo totalmente. Pero no es solo el cine. Me parece muy sintomático y alucinante el efecto que tuvo el libro Los rendidos, de José Carlos Agüero; es extraordinario que todos aquellos actores de ese proceso de violencia política puedan en este momento empezar a hacer oír su voz. Y claro que el proceso de preparación y elaboración de La última tarde está ocurriendo en un momento en que esas voces proscritas empiezan a aparecer, y es probable que aparezcan literatura y películas de las aristas, no la cosa explícita, directa, referencial, sino las sombras, las fisuras, y que allí, en esos claroscuros, esté lo más interesante que digamos sobre lo que pasó en esa época”.

Calero hace una pausa, medita por unos segundos y luego hace un gesto que parece abarcarme no solo a mí, su interlocutor inmediato, o a la fotógrafa que merodea sigilosamente en el espacio, sino bastante más allá. “En ese camino nos encontramos todos”, dice al fin.

La última tarde se está rodando en estos días en las calles de Lima. La productora general es Carolina Denegri. La dirección de fotografía está a cargo de Mario Bassino Pinasco. La dirección de arte es de Gisella Ramírez Fernández. El jefe de sonido es Luis Wilfredo Ilizarbe. Los protagonistas, Katherina D'Onofrio y Lucho Cáceres.


(Fotos: La maleta de Félix)