De lo ocurrido este domingo en Grecia, esto quizá sea, a largo plazo, lo más significativo: el retorno de la política (y de la democracia) a una posición central en el debate y en las negociaciones europeas. En los últimos meses ha sido fácil perder de vista, en el bosque de los detalles técnicos y los procedimientos burocráticos, que el tema de fondo siempre fue político; hoy, sin embargo, esa realidad está a la vista de todos de forma contundente, y es imposible continuar con el proceso sin tomarla en cuenta. 

Digo que el tema de fondo siempre ha sido político porque detrás de todas las consideraciones monetarias, fiscales y económicas que atraviesan la discusión entre el gobierno griego y "las instituciones" está, desde el principio, una pregunta política: ¿cómo debe distribuirse la responsabilidad por lo sucedido, y a quién le toca pagar los platos rotos?

La respuesta europea es básicamente esta: la responsabilidad recae exclusivamente en el Estado griego (no en los bancos privados, especialmente no en los europeos, cuyos pasivos fueron convertidos prestamente en deuda pública), y los platos rotos los debe pagar la población que depende de él para su subsistencia. Reduzcan pensiones y transferencias, cierren el caño del gasto social y paguen sus deudas, aunque haya muertos (de hambre) en el camino.

Esta es la fórmula aplicada el 2010, y su resultado hoy es claro: la economía griega (en términos de PBI) ha decrecido en 25%; las pensiones se han reducido en más de 40%; el desempleo se acerca al 30% (y al 60% entre los jóvenes). Y todo ello sin que la economía del país esté en proceso de recuperación, y sin que Grecia esté más cerca que antes de poder pagar sus deudas. 

Es en este contexto que Syriza llegó al gobierno a principios de este año, habiendo prometido renegociar las condiciones impuestas un lustro atrás sin sacar al país de la zona Euro. A lo largo de cinco meses, Tsipras y Varoufakis han buscado negociar con "las instituciones" una alternativa a las políticas de extrema austeridad y una reducción de la deuda. Y durante cinco meses, "las instituciones" se han negado a ello. Lo que le han presentado al gobierno griego es, en esencia, un ultimátum: o hacen ustedes aún más dura la vida de su pueblo y desmontan radicalmente cualquier atisbo del estado de bienestar, o lo hacemos nosotros (cortándoles el crédito y la ayuda de emergencia).

Aunque venga revestido de detalles técnicos, este es un ultimátum político. Lo que la UE, el BCE y el FMI ha buscado es deslegitimar a Syriza en Grecia, obligando a Tsipras y Varoufakis a hacer exactamente aquello que dijeron que no harían y forzando el fracaso de su proyecto político. 

Y lo han intentado no porque el recrudecimiento de las políticas de austeridad, que no han funcionado hasta ahora, sea la única posibilidad realista (no lo es) o porque la deuda de un país no sea negociable (sí lo es, y ha pasado muchas veces, por ejemplo en Alemania), sino porque quienes hoy gobiernan y controlan Europa no pueden permitirse la estabilización de un bloque anti-austeridad en su periferia ni el levantamiento de plataformas de defensa del estado de bienestar. 

Como están las cosas, la imposición de la austeridad y el desmantelamiento de los consensos de la socialdemocracia constituyen hoy la razón de ser de la Unión Europea. Europa no ha evolucionado hacia una verdadera comunidad política ni ha implantado una auténtica democracia supranacional, sino que ha hecho -especialmente al definirse como una unión esencialmente monetaria- todo lo contrario.    

El referéndum no soluciona el impase entre Grecia y "las instituciones", ni mucho menos. No es una respuesta a los problemas inmediatos (crisis de liquidez en el sistema bancario griego; default) ni a los de largo plazo (pago de la deuda). Eso debe seguir negociándose. Pero sí devuelve la discusión al campo de la política, y pone a los interlocutores en un nuevo espacio.

Hasta ahora, un hecho fundamental había permanecido implícito: al exigir la profundización de la austeridad y negarse a considerar las alternativas "las instituciones" están operando de manera completamente antidemocrática, convirtiéndose en un mecanismo de control autoritario sin ninguna consideración por las víctimas de sus demandas, ni ninguna obligación hacia ellas. Hoy, el pueblo griego lo ha hecho explícito y lo ha lanzado al primer plano.

Quizá para el Banco Central Europeo y el FMI esto no aparezca como un problema, pero tal explicitez es insostenible para la Unión Europea, que requiere mantener velada esta realidad -la de su corazón antidemocrático- para continuar funcionando. Pero esa es su realidad, y a partir de hoy nadie tendrá suficientes eufemismos para ocultarla. De esta forma, el referéndum altera significativamente las coordenadas de negociación y, aunque la ruta sigue siendo difícil, abre un pequeño espacio para cambiar los términos en los que "las instituciones" han enfrentado hasta ahora  la crisis griega. Y con ello es posible que abra también, por mínima que sea, una puerta a la democratización de la UE y al cumplimiento de sus originales promesas.