Katherine Roberts Hite* es profesora de ciencias políticas en la cátedra Frederick Ferris Thompson de Vassar College en Poughkeepsie, Nueva York. Es la autora de Política y arte de la conmemoración: memoriales a la lucha política en America Latina y España (Santiago de Chile: Mandrágora) y coeditora con Cath Collins y Alfredo Joignant de Política de la Memoria en Chile: De Pinochet a Bachelet (Santiago de Chile: Universidad Diego Portales 2014). Tras una visita a Lima, reflexiona sobre el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social, el proyecto aún inconcluso para memorializar la historia del conflicto armado interno en el Perú entre 1980 y el año 2000.

A continuación, la nota escrita por la especialista.

Una reflexión sobre el LUM

En julio pasado tuve la oportunidad de visitar al Lugar de la Memoria (LUM) con su directora, Denise Ledgard, y conocer a la gente que ha estado involucrada en el desarrollo de este lugar. También me encontré con algunas personas que eran muy críticos de todo el proceso de creación del LUM. Así, leyendo la reciente entrevista con Ledgard en La Mula, y algunas de las reacciones que han surgido alrededor de ella esta semana, sentí algo muy familiar; pues parece que las tensiones, dudas y preguntas girando en torno al LUM no han cambiado desde mi visita hace un año. Ahora, dada la salida de Ledgard y siendo alguien que ha estudiado procesos comparables en América Latina y Estados Unidos, deseo compartir algunas breves reflexiones sobre esto. 

Primero, es un hecho básico, que todo proyecto importante de memoria nacional trae serios conflictos -sobre el control, el presupuesto, la selección del diseño, el contexto, la cronología, las narrativas, etcétera-. Esta es la Política de estos espacios; se trata del poder y de los intereses, en todas partes. Todos los proyectos de memoria nacional reciben apoyo, mayor o menor, de los estados, de los actores de la sociedad civil, y de la sociedad misma; pero parece que al momento el LUM no recibe el apoyo de ninguno de ellos. Sin embargo, en el mejor de los casos, hasta los proyectos de memoria más exitosos han seguido procesos de desarrollo frustrantes, complicados y desiguales.

Por ejemplo, la construcción del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago de Chile, fue un proyecto personal de la Presidenta Michelle Bachelet, y por ende, desde el comienzo tuvo un presupuesto significativo del ejecutivo chileno. Su creación fue un proceso rápido, un año desde la concepción a la inauguración, y excesivamente insular, pues todas las decisiones fueron controladas en absoluto por un puñado de personas nombradas por Bachelet, alienando a los activistas de derechos humanos chilenos. Además, cuando el museo abrió en enero del 2010 (y luego cerrado por varios meses debido al terremoto), era claro que a la mayoría de chilenos no les importaba nada el museo.

Sin embargo, cuatro años después y a pesar de las críticas justificadas de la narrativa del museo y otras dimensiones, éste se ha convertido en uno de los dos museos más visitados del país, con más de 10,000 visitantes mensuales, la mayoría de ellos ahora escolares y familias chilenas. En mi opinión, ese museo ha abierto conversaciones importantes en los colegios, en los hogares, que sin ello no ocurrirían. Los niños cuestionan a sus padres sobre el pasado. Y más allá de la exhibición en sí, en el museo hay eventos culturales, desde películas, teatro y foros, hasta talleres de arpilleras liderados por la Agrupación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos. Entonces, a pesar de las críticas pasadas y presentes dirigidas al museo chileno, éste se ha convertido en un aporte importante a la memoria y a los debates sobre los derechos humanos en Chile.

En Colombia, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) del gobierno, ha lanzado una gran iniciativa de museo en Bogotá. El Centro es liderado por el respetado intelectual de la Universidad Nacional, Gonzalo Sánchez Gómez. Como muchos, fui escéptica sobre la construcción de un museo de la memoria en medio de la violencia y el conflicto armado que se vive en Colombia, resultando en más de 200,000 muertes y 25,000 desaparecidos en las últimas décadas. Sin embargo, el proceso del CNMH ha sido impresionantemente consultivo y sus líderes han colaborado con activistas de la memoria alrededor del país. Sánchez y sus colegas están comprometidos con escuchar a las bases, y los planos de diseño hasta ahora reflejan ese compromiso. Así, el proyecto cuenta con apoyo tanto del estado colombiano como de la sociedad. Otra vez, esto no significa que el proceso es tranquilo y sin controversia, al contrario. Pero queda claro, que hay un núcleo en Colombia que exige tener voz, reconocimiento y responsabilidad, tanto en términos simbólicos como legales y sociales, por las tremendas pérdidas e injusticias cometidas.

En mi propio país, Estados Unidos, el museo de la memoria más visitado es el Museo del 9/11, construido en el “sitio sagrado” donde las torres derrumbadas del World Trade Center una vez estuvieron. El Museo del 9/11 abrió el año pasado, y ya ha recibido a más de un millón de visitantes. Por cierto, este museo es estadounidense en toda su esencia: un lugar altamente comercial, nacionalista, asombrosamente tecnológico y, por momentos, un proyecto indudablemente conmovedor. La tarifa de admisión para adultos cuesta US$24, y la tienda del sitio ofrece una gama de recuerdos increíbles. Siendo un museo dedicado a ese día en sí, no hay virtualmente ningún contexto histórico. Es un proyecto intensamente político, y yo encuentro el museo altamente ofensivo; pero a la vez me siento golpeada emocionalmente por las dimensiones mostradas. Tengo que creer que el museo cambiará, como lo hacen todos los museos.

Entonces, ¿que constituye un museo de la memoria “exitoso?” No es difícil ser cínico sobre la proliferación de los museos alrededor del planeta. Dado la adopción de la nueva énfasis de la museología de hacer visible lo invisible, y con diseños interactivos y dinámicos, la proliferación es en parte un reconocimiento de la atracción popular del museo y su potencial reparador y pedagógico. Como el Museo del 9/11, los museos de la memoria pueden ser esfuerzos oficiales de capturar, controlar y limitar a las memorias más atroces, como una nueva instancia de valores impuestas por el Estado, tanto para silenciar como recuperar.

Y yo estoy bien consciente de la costumbre de EEUU de convertir todo en commodity, en mercancía, transformando hasta los pasados más chocantes en trivialidades y souvenirs, a través de polos, tazas de café y llaveros. Pero también podemos pensar en la proliferación de estos espacios como una respuesta a las preguntas que surgen, y como una posibilidad que se ofrece para reflexionar.

Mientras no podamos sacar conclusiones absolutas sobre qué es lo que los visitantes van a experimentar y llevar consigo en un museo, hay un conjunto de enfoques básicos que parecen quedar con los visitantes más allá de sus encuentros dentro del museo. Respecto a la representación y la narrativa, la literatura sobre estos temas generalmente sostiene que “menos es más”, en términos de texto; que la imagen y el sonido importan más, y que el poder del cuento, de individuos narrando sus propias historias, resuenan mejor. Los estudios también han demostrado que las visitas familiares que incluyen padres e hijos, o que son inter-generacionales, demuestran las experiencias más sentidas más allá del museo. Similarmente, los pequeños grupos escolares que incluyen un profesor activo y sus alumnos, especialmente los que discuten la visita antes y después de que ocurra, parecen crear una experiencia pedagógica que dura más. Estas técnicas básicas están en juego en museos de la memoria al nivel internacional.

Muchos lectores de esta nota recordarán qué tan fuerte fueron afectados cuando vieron por primera vez la exhibición de fotografía de Yuyanapaq. Creo fuertemente que los sitios de la memoria, aún aquellos cuyas políticas son malas, abren la posibilidad de encuentros importantes, siendo no sólo sitios de reparación simbólica sino también espacios de conexión, diálogo, acción colectiva, y a veces cruzando diferencias de poder innegables.

El LUM podría ser utilizado para trasmitir un mensaje, una sensibilidad, y tal vez, una responsabilidad. Obviamente, esto requiere el compromiso de muchos, de asumir el desafío de hacer esa transmisión. Y por más problemático y politizado que sea, requiere el apoyo del Estado. No conozco un museo de memoria nacional que sea exitoso y sostenible, sin el respaldo del Estado además de la sociedad civil.


* Traducido del inglés por Aldo Miguel Panfichi Sanborn.


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