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Héctor Abad Faciolince: ”Si la literatura no sirve para preservar la vida, entonces no sirve para nada”

El novelista colombiano presentará en la FIL de Lima (que arranca el 17 de julio) su más nueva entrega: "La oculta". Conversamos con él.

Publicado: 2015-06-20
Cuando Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) escribió El olvido que seremos (2007) —sobre la vida y muerte del doctor Héctor Abad, su progenitor— dio un golpe definitivo a la literatura del padre, a lo que significa la literatura del padre, incluso a lo que significa ser padre. En La oculta (Alfaguara, 2015), su último libro, que vendrá a presentar a la FIL, recupera ese mismo espacio entre crónica y novela para recrear la historia de una hacienda en las montañas antioqueñas y su hipnótico influjo sobre la vida de tres hermanos, sus últimos herederos. La tierra como paraíso perdido, con el telón de fondo de la violencia que ha asolado la región durante las últimas décadas; y el imperativo absoluto de no volver al olvido.

Aunque en más de una ocasión has reivindicado lo que La Oculta tiene de ficción, también has admitido que una parte importante de su materia está anclada en la realidad. ¿Te has enfrentado a ese momento en el que pensaste que la realidad venía ya con el empaque de ficción, en el que pensaste que esto no te lo iban a creer si te lo hubieras inventado?

Te voy a ser franco: lo inventado en esta novela es poco. Si algo aprendí de El olvido que seremos es que no vale la pena inventar porque lo más fantástico e increíble está ahí, ante tus ojos, quizá en tu propia familia. Basta tener una familia numerosa para que la vida parezca una telenovela. El paisaje de La Oculta, la finca, existe, y es el mismo paisaje de La Oculta, la novela. Es un paisaje en riesgo de ser destruido, pero todavía resiste y está ahí. Lo ficticio es que haya desaparecido y lo anuncio para que no pase. El hermano gay que vive en Harlem, Nueva York, con un artista negro, aunque no sea yo, existe, y es alguien que no digo. Pilar y Alberto existen y son mi hermana mayor y su marido. Eva soy yo, con alguna mezcla de mi hermana Clara. La finca la tenemos, se llama La Inés, y no es un latifundio ni tiene lago, pero unos primos tienen muy cerca una finca con lago donde Eva y yo vamos a nadar. Los ahogados (el poeta nadaísta, el seminarista) existieron: el pueblo, Jericó, sigue en su valle alto, y su colonización fue tal como la cuento. A veces pienso que he escrito una crónica en forma de novela, nada más.

"Cada uno intenta ser feliz a su manera; ninguno lo consigue completamente, pero se entiende que no podemos tener una receta ni un camino fijo para ser felices. Que cada cual se rasca a su manera, y es necesario aprender a convivir con esa libertad".
¿Qué pasa en el proceso de convertir todo eso en literatura?
Todo lo real es fantasía cuando se lo pasa a las palabras, así como una marina de Turner, una tormenta de Turner, tomadas fielmente de la realidad, tienen tanta persistencia como una ola: lo que se cuenta, como lo que se pinta de un modo realista, al poco tiempo deja de existir: las calles de París, las de Proust o las de Manet, eran reales, pero ya son tan irreales como cualquier invención. Hamlet describe una nube que vio Shakespeare: ¿qué fue de esa nube, por muy real que fuera? La casa de La Inés —la finca real en que se basa La Oculta— fue reformada, sus pisos de tabla los carcomió el comején y ahora son de baldosa amarilla. La cocina de leña la tumbaron, el cuarto de los avíos ya no existe, el abuelo se murió. La única que no se ha muerto es “Anita”, mi madre, que en verdad se llama Cecilia, y que vivirá 110 años y tendrá el castigo horrible de enterrar a sus hijos. También la mato en el libro para que en la vida real no se muera nunca. Si la literatura no sirve para preservar la vida, entonces no sirve para nada.
Los tres hermanos, últimos herederos de la hacienda La Oculta, que son además los tres narradores del libro, podrían representar, en efecto, visiones de un pasado, un presente y un futuro que, sin embargo, no terminan de engranarse, de fluir.
El siglo XX significó una gran aceleración del tiempo. Stefan Zweig en sus bellísimas memorias, El mundo de ayer, habló de una ilusión que dejó de ser con la primera y la segunda guerra mundial. Después del año 45 el mundo —al menos el mundo nuestro, el de Europa y su periferia pobre, América Latina—, arrastrados por los inventos de Estados Unidos (la píldora, el feminismo, las drogas, las vacunas, la liberación sexual, el ateísmo, internet, los teléfonos inteligentes, la aviación comercial, etc.), ha vivido una transformación tan grande en tan pocas generaciones, que no solo mi madre sino yo mismo tenemos que pellizcarnos cada rato para saber si seguimos estando aquí, en el mismo mundo en que nacimos. Un pueblo en el imperio romano, dos siglos antes de Cristo, no era muy distinto a un pueblo en el siglo XV después de Cristo: técnicamente hablando. Carretas, leña, pestes, animales, muchos hijos muertos, mugre, caries, dolores, pulgas, hambre. Así era Jericó en 1861, el pueblo de La Oculta, cuando la aldea fue fundada: casi un pueblo romano, o español, del siglo I o del siglo XVI. Por eso es normal que en una misma familia coexistan, hoy en día, tres tiempos distintos: un tiempo casi romano, o decimonónico al menos, en Pilar, y otros tiempos del siglo XX a finales, Toño, o del XXI a principios, Eva.
¿Hay algo de tragedia en esa dislocación del tiempo?
Es una experiencia bonita, tratar de seguirle el paso, de entender, en un mismo libro, en una misma familia, al pasado y al futuro. Quizá nada esté tan en jaque como lo más viejo y esencial, la tan denigrada “célula de la sociedad” que nos enseñaban en la escuela: la familia. Y sin embargo en algo así como familias siguen naciendo los niños: todavía no los hacen en las clínicas, aunque algunos empiecen su vida en un tubo de ensayo. La partenogénesis y los bebés en serie los dejamos para más adelante, supongo. Aun en las familias más raras siguen naciendo niños de la manera tradicional: una mujer recibe la donación genética de un hombre, ojalá por el método más placentero, y ese bebé se cría pasando mucho tiempo al lado de su madre.
Antonio, el hermano gay obsesionado con conservar la historia familiar para que esta no se pierda con él, como su apellido; Pilar, la hermana más conservadora y por ello más preocupada por las estructuras materiales y espirituales; Eva, la otra hermana, más desapegada y libre, pero que es capaz de conservar secretos oscuros como el lago en el que le gusta nadar… ¿Cuál de los tres es más “novelista” en La Oculta?
Ninguno de los tres es novelista. Esta novela consiste en hacer creer que la narran, la conforman, las historias de los tres hermanos, el deshielo de su mente trasladada a las palabras. Yo diría que las tres voces están equilibradas, y cada uno —en su mente— dialoga con los demás hermanos. Cada quien habla de la fiesta según como le va en ella, y como cada hermano tiene una experiencia distinta de la familia, de la maternidad o paternidad, de la finca misma, entonces el novelista puede contarlo todo sin tomar partido. El novelista debe ser fiel a lo que piensa cada hermano: defender su visión de La Oculta, su manera de buscar la felicidad. Cada uno intenta ser feliz a su manera; ninguno lo consigue completamente, pero se entiende que no podemos tener una receta ni un camino fijo para ser felices. Que cada cual se rasca a su manera, y es necesario aprender a convivir con esa libertad. No solo los católicos deben respetar y tolerar a los ateos: tampoco los ateos debemos juzgar sin piedad a los creyentes. Allá cada cual con sus fantasmas, con su alegría o su miseria.
¿Crees que esta especie de fijación tan americana con poseer la tierra tiene que ver con que en muchos sentidos todavía tenemos una mentalidad heredera de los colonos, de aquellos que, como en tu novela, vinieron en busca de la tierra prometida?
Hubo muchos tipos de inmigrantes a nuestros países: los conquistadores, que eran más bien depredadores. Pero con ellos venía un ejército más humilde. Un ejército de hombres que conquistó con la seducción o violó con la fuerza a las mujeres indígenas. En nuestro ancestro genético más común lo que hay es una madre indígena y un soldado español. Somos, como decía Baudelaire, el puñal y la herida, los hijos del violador y de la violada. Los nacidos de este injerto no eran depredadores que pudieran volver con los tesoros a la península. Se quedaron.
Luego vinieron los colonos.

Luego vino una inmigración más pobre, ya no de conquistadores, sino de colonos. Ellos sí vinieron con mujeres muchas veces, o se juntaron sin violencia en América con mujeres mestizas. De ahí venimos casi todos nosotros, los criollos: un menjunje de café con leche; unos con más café y otros con más leche, como decía un historiador colombiano. El tal mestizaje, que últimamente no les gusta a los sociólogos. Y en este grupo —en un territorio del mundo donde cualquier otra posesión es muy incierta o arriesgada pues hay muchos ladrones, bien sea a golpes de cuchillo o a cíclicas quiebras bancarias— lo único seguro es tener una casa propia, o un pedazo de tierra. Como dicen en Antioquia: tierra no vuelven a hacer, y no se la pueden robar llevándosela al hombro. De ahí el apego, las ganas de conservar lo único seguro.

”Los pueblos que yo cuento no se parecen a Macondo para nada. Uno está condenado a contar la vida de sus padres, quizá, esa es la sombra y la servidumbre, pero no el estilo del García Márquez, a quien le debemos tanto”
¿"La Oculta" funciona para ti como metáfora de una Colombia que se desnaturaliza a cada paso? ¿Crees que ese es un proceso irreversible?
Más que metáfora, sinécdoque, tal vez: la parte por el todo. Un sitio que sirva como resumen auténtico de otras cosas. Pero no creo que todo vaya camino de la disolución, que el abismo sea el único destino. En mi libro yo advierto del abismo como se les avisa a los niños de un peligro: para que no lo corran. Si uno es profeta de desgracias no es para que estas ocurran, sino para que se eviten. En la vida hay siempre síntomas de horror y de redención y la vida se nos va en esa lucha entre la búsqueda de algo mejor y la posibilidad de que ocurra una tragedia. En general gana, no por goleada sino por algo un poco mejor que un empate, la vida buena. Soy un optimista.
Podría decirse que, si le buscamos un fondo ideológico a la novela, hay una idea de “progreso”, de urbanización en el sentido más amplio del término, que se enfrenta a un persistente romanticismo del trópico como paraíso perdido. ¿En esa especie de dialéctica qué papel juega la violencia representada sucesivamente por el guerrillero, el narco, el para o las Farc?
Yo, curiosamente, creo en el tal progreso, sobre todo en el progreso médico y odontológico. No idealizo un pasado idílico en el campo virgen: para mí la idea de progreso se apoya, sobre todo, en la medicina y en la higiene, en las expectativas de vida: vacunas, agua potable, antibióticos, analgésicos, repudio a la violencia. Si bien la ciudad, la polis, es en general el depósito de lo civilizado, el lugar del buen ciudadano, creo que lo cívico se puede extender, en la aldea global, también al campo. Oponerse a la violencia en el campo y en la ciudad es igual de necesario, y llevar vacunas, escuelas, electricidad, agua limpia, es algo que se necesita en las dos partes. El mío, que puede parecer un campo bucólico, es un campo también civilizado, pero no urbanizado. Lo espantoso es urbanizar (en el sentido de convertirlo todo en ciudad) lo rural. Creo que debemos circunscribir el espacio urbano, ponerle casi murallas, para poder preservar también el espacio antiguo del que venimos: la montaña, el bosque, la selva, la playa, el río, la laguna. El futurismo urbano de algunos poetas debe convivir con el naturalismo campestre de los románticos. Necesitamos espacios para ser una cosa y la otra, o para que cada cual pueda ser lo que quiera, lo que se sienta. Hay poesía en el metro y también en el riachuelo; yo vivo en esos dos mundos, y ambos me exaltan. Quizá no haya nada mejor que poder alternar esas dos formas tan humanas ambas, de ser personas. El frenesí citadino del cine, el bar, el concierto, el restaurante, la universidad, la conferencia, el periódico, y el ensueño rural del valle, la montaña, el río, el acantilado, el lago, la poesía… ¿Por qué tendríamos que escoger? Hay que tenerlo todo.
Otro tema sobre el que se podría polemizar: la idea del gran poseedor casi feudal que solo puede ser reemplazado por el propietario capitalista, el dueño de condominios o pequeñas parcelas. Es casi como si, como decimos en Perú, saliéramos de Guatemala para entrar en Guatepeor…
A mí me parece que así como no nos hemos inventado nada mejor para criar hijos que algún tipo de familia, ojalá con madre, así mismo la idea de propiedad (el horror de los anarquistas y los comunistas: “la propiedad es un robo”), de pequeña o mediana propiedad, también es algo que se corresponde bien con la muy compleja naturaleza humana (que es difícil de apresar, pero existe). No la agroindustria de un solo propietario lejano, depredadora porque le importa un comino el paisaje o el campo; no el señor casi feudal que lo acapara todo para sí; tampoco una multitud de minifundistas que se pelean y corren los linderos por la noche. En cambio sí, dos cosas: parques naturales de propiedad pública, y medianos propietarios que quieran tener, cuidar y en parte explotar (cultivos, animales, bosques) propiedades medianas. No parcelas que imitan la ciudad, sino unidades agrícolas que protegen y preservan el campo. Esa sería la Guatemejor.
Por cierto ¿cómo se vive en Colombia la burbuja inmobiliaria y la especulación por parte de las grandes constructoras que tanto daño hicieron en países como España?

En España arrasaron con algunas de las costas más bellas del Mediterráneo. No podían ver algo bonito porque se lo cargaban construyendo edificios como colmenas. Hicieron esperpentos. Si no hay leyes feroces de protección del paisaje los especuladores lo invaden todo como un cáncer. Si hay enamorados del campo, de la playa, de la montaña, serán ellos quienes luchen contra los arrasadores del negocio tonto de las colmenas urbanas en un sitio campestre idílico que deja de serlo gracias a la trampa de su propio encanto. En Colombia y en América pasa lo mismo. Aunque en Colombia la larga guerra de baja intensidad nos ha dejado playas vírgenes y la Amazonia mejor protegida (involuntariamente) de los tres grandes países amazónicos: Perú, Brasil y nosotros. En Colombia hay zonas de reserva del tamaño de Suiza. Y las hemos respetado por miedo a la violencia. No hay mal que por bien no venga. También hay esperpentos al estilo español, claro, y en muchas partes.

”Yo soy bipolar, no literalmente, sino literariamente. Paso de la euforia más grande a la más honda depresión”.
Fundaciones míticas de pueblos, largas sagas familiares, un paisajismo que casi se huele entre sus páginas… Hay además en "La Oculta" dos o tres momentos en los que aludes, en alguno de manera directa, a García Márquez. ¿Por qué sentiste esa necesidad de mencionarlo? ¿qué tan larga es su sombra casi cincuenta años después de Cien años de soledad?
Lo cito serenamente, como se cita a un clásico. Yo creo que mi generación hizo las paces con Gabo, y ya no siente el deseo de imitarlo ni la imposible ilusión de superarlo. Tan solo lo imitamos en su dedicación al arte de la escritura, y usamos las puertas que él nos abrió cuando convenció al mundo de que en ese potrero inhóspito de Colombia también se podía escribir gran literatura. García Márquez era costeño; yo soy de las montañas y nací 30 años después. Nos amamantaron en muy distintas circunstancias. Los pueblos que yo cuento (el pueblo donde nació mi padre) no se parecen a Macondo para nada. Uno está condenado a contar la vida de sus padres, quizá, esa es la sombra y la servidumbre, pero no el estilo del García Márquez, a quien le debemos tanto.
Por otro lado, hay escritores colombianos que poco a poco se están haciendo imprescindibles, pienso en Santiago Gamboa o Juan Gabriel Vásquez, pero también en Jorge Franco o Mario Mendoza. ¿Crees que se puede hablar de un relevo generacional constante y saludable en tu país?
En Colombia hay buenos escritores y buenos ciclistas. Ya han ganado la Vuelta a España y el Giro de Italia. Si este año Nairo Quintana gana el Tour de Francia será como ganarse el Nobel del ciclismo. Tenemos la suerte de escribir en una lengua literaria muy antigua, lo que nos da recursos léxicos, retóricos, estilísticos, muy vigorosos. Tenemos la fortuna de que ha habido muy buenos poetas y narradores desde el siglo XIX y a lo largo del siglo XX. Y tenemos una realidad, una historia reciente, muy interesante, apasionante. Una literatura, como un buen ciclismo, se nutre de las buenas etapas de nuestros predecesores, y de las dificultades del ascenso. Gamboa y Vázquez son escritores muy buenos y muy jóvenes; y ya hay otros aún más jóvenes que empujan. La novela no se ha terminado. Supongo que un día sus lectores llegarán a ser tan escasos como los profesores de latín, pero todavía somos muchos los que queremos escribir novelas; casi tantos como los que las leen.
Has confesado más de una vez —de hecho lo dijiste en Lima, el año pasado— que padeces bloqueos, que hay periodos que no escribes… ¿Cómo te has quedado después de escribir "La Oculta"? ¿Con ganas de ocultarte?
Yo soy bipolar, no literalmente, sino literariamente. Paso de la euforia más grande a la más honda depresión. A veces todo lo que escribo me parece pura mierda; a veces me siento un buen escritor, pero muy poco rato. Eso me ha permitido dos cosas: no publicar todo lo que escribo, porque eso sería irresponsable e impúdico, y superar las parálisis que me llegan con frecuencia, con un ritmo que podría llamar menstrual. En fin, uno es así, uno vive en una sopa hormonal y química, y en una cantidad de estímulos culturales que te suben y te bajan. El bloqueo es normal en mí, y cíclico, así que lo que hago es esperar. También con la vida pública o el hecho de esconderme soy bipolar: tengo semanas y meses en que sólo quiero estar solo y vivir como un ermitaño en mi finca en las montañas, y días (muy pocos, por suerte) en que me dejaría tomar una foto para las revistas del corazón.

Escrito por

Gabriela Wiener

Es escritora y periodista. Colabora en El País Semanal, La República y en La Mula. Su último libro es "Llamada perdida".


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Redacción mulera

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