(Canciones desolladas en un bar universitario)
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Por Cecilia Podestá

Fotos: Raúl García Pereira



Esta será una crónica inconclusa a la que le falten bares perdidos alrededor de San Marcos. Recorrer ahora las avenidas aledañas de la universidad, buscando los viejos lugares y hallando a los que sobrevivieron es recoger un poco los ochenta y de los noventa, para explicarse cómo fue estudiar para mi generación en el 2000. Busco fantasmas, cuerpos o rastros, verbenas perdidas, inútiles ahora. Recorrer los bares de San Marcos es volver a la historia de esos veinte años, al absurdo hecho de haber crecido para darme cuenta que quizá las cosas, la vida, la risa y más comenzaron en una mesa con un par de botellas, vasos y la ignorancia absoluta acerca del lugar que habitábamos: la universidad.


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-¿Quieres que diga tu nombre? 

-No. ¿Estás loca? Solo di que soy un sanmarquino añejo y pellejo.


Entonces, él destapa la primera cerveza y empieza a hablar de la desaparecida y mítica Ramadita, del tío de Las Cañas, de El Sky y de uno que otro hueco que duró muy poco. Empezamos con risas y después las lamentamos.


“Cuando ingresé habían básicamente tres bares. El Sky que no tenía techo y era un segundo piso cubierto por esteras. Se que funciona desde el 81. El cielo estaba ahí antes de que nosotros decidiéramos irnos al infierno. Las columnas eran de fierro, un escenario a medio construir. El segundo era el tío de Las Cañas. Cuando se te acababa la plata ibas a la curvita y el tío tenía un barril de este vuelo con harta caña, era de la firme porque tenía moscas. Pero nadie se quejaba. Queríamos chupar. Y el tío era mentiroso, decía que le ponía miel. Si la botella no traía mosca, no pasaba nada. Él cerraba su local hasta que muriera la gente. La tercera era La Ramadita, cosa seria. Los dos primeros estaban en la avenida Universitaria, pero La Ramadita estaba en plena avenida Venezuela, algo lejos, pero cerca del estadio. Era como un restaurante de playa, todo de paja, las sillas, las mesas, ostentosamente amplio, pero se empezó a malear. Los choros asaltaban estudiantes, a la gente que iba a La Ramadita los cuadraban feo. Se puso pendeja la cosa, pero si eras sanmarquino tenías que ir. Era obligación. Te hablo del año 94. Ya vendían cerveza de litro. Piso de tierra, luego le pusieron cemento. Era libre, abierto, público. Luego fue más que peligroso. A un pata le cortaron la cara.

Lo otro es que también estábamos entre milicos sin saberlo. A otro pata, uno de sociales, lo metieron preso. Era del MRTA. Chupaba como mierda y se le iba la boca, se jactaba de lo que hacía por su patria. Y cayó pues. Era la cantina de los monstruos de la guerra de las galaxias. Al lado de los martacos, los senderistas además estaban los de la otra especie: los infiltrados. ¡La cagada! Contenidos, invisibles, esperando su momento. Sapeando, sentados entre todos, poniendo chela como mierda, diez, veinte botellas, pagaban nomás. Y la gente hablaba huevadas. Por eso cayeron algunos a la mismísima cana y otros desaparecieron nomás sin querer queriendo. Todo eso fue mucho antes de los conciertos. En La Ramadita hasta tocó Cachuca, Daniel F, varios grupos. Ahí ya estamos en el 96, chibola. De pronto gente de Barranco también bajaba, actrices, groupies. Pero La Ramadita empezó a mutar. Había broncas. Incluso violaron a unas estudiantes de San Marcos. Esto jaló mucho choro, te cuadraban con cuchillo sin importar la hora. Se tumbaron los muros de la universidad, y a las estudiantes las violaron dentro. Se sospechó de los milicos, pero esa vaina venía de otro lado. Ya la gente no iba, andaba psicosiada. Empezaron a construir negocios alrededor. El Estado siempre cerca. Tú les mirabas la pinta y no eran bohemios, pues. Todo eso se tiró abajo a La Ramadita. Al final, implosionó, vino el cambio vial. Ya todos sabíamos que los bares estaban intervenidos. Era vox populi. Ya se manyaba la jugada. Sabíamos quiénes eran. Pero al inicio no.

Antes de todo esto, había un chibolito de 15 años, me acuerdo. Era un chiquillo que hablaba conmigo, atendía las mesas. El huevón quería estudiar literatura. Entonces vino el conflicto con Ecuador. De repente desapareció y cuando regresó era una pepa ¿no entiendes? ¡Esteroides, pues! Los milicos le metían esteroides para ponerlos punche. Para cuando regresó, él ya estaba quemado y tiraba piedras a los carros. Era un monstruo. Eso hacía el Estado. Daba miedo. Su carita desapareció. Él se dedicaba a tirar piedrones a las combis que pasaban por la avenida Venezuela.

Y no solo nos chequeaban los infiltrados sino también los senderistas. Veían quiénes servían y quiénes no para la huevada. Hasta te chalequeaban para que te sintieras protegido. Querían meterse en mi bronca a veces, alucina. Y tú los reconocías al toque. La cara del fanático, la mística, puta eran el diablo huevón, perdón, huevona. Había que estar al margen nomás, mirar para otro lado. Yo me la pasé borracho y fue lo más coherente que hice.

La Ramadita era desfogue. En El Sky en cambio la gente se preguntaba ¿hasta cuándo va a durar esto? Era la duda, ¿caerán o no? Donde el tío de Las Cañas había gente con pistola, era otro rollo. Convivían el estudiante que quería vivir su rebeldía, el choro, el infiltrado, y el adicto a la vida sanmarquina. Cinco años chupando te enseña a reconocer a todos. Ese lugar está maldito. Pero San Marcos no fue Cantuta, ¿por qué? Porque no se querían meter con la decana pues, así que en el 91 se lo advirtieron. Y entraron los milicos a la ciudad en el 94, 95 hasta el 98. ¿Tú en que año entraste? ¿99? No pues, tú eres otra generación, no has visto nada".


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“Vamos a chupar donde el mono Salazar”

“¿La Ramadita? No, la historia de los bares en San Marcos comienza antes y dentro de la misma universidad” comenta Jorge Luna, dueño del bar de Luna, tal como suena. “El mono Salazar... él tenía un bar dentro de la ciudad universitaria. Era aparentemente un trabajador que vivía en el lado lateral de la vivienda para estudiantes, mirando al Estadio. Aunque no lo creas, había un asentamiento humano desde el año 70 o bueno como se le decía en ese tiempo: una ranchería. Y esta tenía su bar. Recuerdo haber estado ahí como estudiante, año 82, 83. Los que formaron el asentamiento humano eran obreros, trabajadores, y bueno pues era como una ciudad dentro de otra, por lo tanto debía tener su bar propio. El mono Salazar era un señor del norte que vendía chicha y hacia platos, jaleas. Era casi una pulpería norteña que se fue llenando de trabajadores, profesores y estudiantes. Pero los desalojaron. Eso se veía venir. También había un auto bar, la bodega de un cajamarquino. Tú mismo te atendías y sin salir de San Marcos, imagínate. Era de adobe y esteras. También los desalojaron”

-¿Y cómo empiezas tu bar?

-Vamos por partes. En el 83, mi tía tenía un negocio de venta de comida. Y daba menú a los trabajadores de construcción. Los sábados que terminaban a medio día ellos mismos pedían su chelita, su banquita y su vaso para compartir. Así empezó La Curva que primero vendió atún con galleta después vino el ceviche. Ya en el 85, yo inicio mi propio negocio. Como me apellido Luna, todos lo llamaban el Bar de Luna. Vendí mi moto y puse mi bar. Aquí venían todos los profes de literatura porque yo estudiaba literatura. Era un ambiente para conversar, tranquilo, como lo es ahora también. Después aparecieron todos los bares de la avenida Venezuela, pero eran otra cosa. El Acuario, La Ramadita, La Tripa… ahí se bailaba y más. Hasta hubo un bar para troveros, el Carpe Diem pero el by-pass se los llevó a todos. El Tropicana sobrevive aun, La Rokola también. Eran al principio típicos restaurantes de menú pero la fuerza de la demanda por la chela los convirtió en bares caleta.



JORGE LUNA



El tío Bambi

Uno de los últimos bares en inscribirse en la tradición de los sanmarquinos es la gruta o simplemente el bar del tío Bambi, pequeño, para profesores, con la puerta siempre cerrada desde hace nueve años. Hay que tocar para entrar. Dentro del local, la mayor atracción es un cuadro que le regalaron al tío Bambi en el que unos delincuentes roban un volkswagen y se vanaglorian de hacerlo mientras van abriéndolo y destartalando sus partes, sin darse cuenta que están todos muertos y en el cielo. Ese cuadro es igual a darse cuenta que estamos todos ebrios y también en el cielo, otro, donde el tío Bambi destapa chelas con un tenedor. "¿Destapador? no. Se lo llevan en cambio este no"



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Base 99

Lo primero que hice después de descubrir el bosque de Letras como una jaula abierta, fue cruzar el parque entre San Marcos y El Sky. Nunca vi un cielo más deforme, nunca quise estar más perdida. Ni siquiera tenía DNI. Caminaba por la Facultad de Letras sin saber absolutamente nada del lugar que me contenía y me albergaba, guardando para mí su propia historia. Mi generación no llegó a ver a los militares cerca, se dedicó a fumar de la buena y a beber. No, no todos sabíamos lo que había sucedido en San Marcos veinte años atrás. Llegamos de inmediato al bosque de letras. Hice de él fumadero, hostal y refugio de mis ceremonias. Nunca faltó un chico o una guitarra que celebrara ingenuamente conmigo la entrada a ese lugar violento que era San Marcos. Porque ahí aprendí que el dolor estaba en todas sus paredes, en el mismo bosque que se hacía insoportable a veces y dejaba luz sobre lugares como el Sky lleno de botellas de cerveza, pero era ahí mismo donde la universidad quedaba más expuesta. Sin embargo volvía al mismo sitio, al cielo descendido, al Sky porque San Marcos se me hacía insoportable, pero aun más necesaria sobre aquellas mesas. Íbamos después de las clases, de las marchas, los parciales, las huelgas y las tomas, creciendo de a pocos para darnos cuenta que las historias de una universidad pueden contarse también desde los bares que la rodean y para refugiarnos un rato y  ser felices o infelices por ser parte ya de ella como otro nervio imposible de ser arrancado.    

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bar de luna

el sky!