Me permito un vaticinio: no habrá este año un libro más importante que Los rendidos. Sobre el don de perdonar, de José Carlos Agüero. Publicado por el IEP en su serie de “Lecturas contemporáneas”, este breve volumen recopila una serie de textos escritos por Agüero como parte de un blog personal (muchos de ellos no llegaron a publicarse hasta ahora) y combina la exploración autobiográfica con el ánimo ensayístico, buscando en los entresijos de la experiencia personal algunas claves para aproximarse a la historia peruana reciente. Específicamente, a los años de violencia política iniciados en 1980 y a sus consecuencias, que siguen con nosotros.
Agüero dedica el libro a sus padres, cuyas presencias tensan sus relatos, sus recuerdos y sus reflexiones con un peso difícil de calibrar: Silvia Solórzano Mendívil y José Manuel Agüero fueron activos militantes senderistas, y ambos murieron en ejecuciones extrajudiciales, el padre en la matanza de El Frontón, en 1986, la madre en una playa limeña, en 1992.
Este es el nudo autobiográfico del que parte la escritura de Agüero y al que retorna con insistencia, página tras página. Pero no lo hace obedeciendo simplemente al prurito confesional o a la mera necesidad de reconstrucción subjetiva, ni lo hace a la busca de explicaciones o justificaciones; no quiere hacer historia (o hacer memoria, término este último con tanta sobrecarga en el contexto peruano actual), sino, en buena medida, deshacerla: en su intento de construir la posibilidad del perdón que su subtítulo anuncia -el perdón como don y donativo, como actitud antes que como proceso institucional vinculado a los modos y órdenes de la justicia-, el obstáculo al que el libro se enfrenta es el lenguaje, y en particular el lenguaje (o los lenguajes, porque no son uno solo) con que los peruanos nos hablamos sobre lo que le ocurrió a nuestro país en las décadas de 1980 y 1990.
Desestabilizar los lenguajes de la memoria es, pues, la tarea central que este libro parece haberse impuesto, y en ella lo ayudan tanto su carácter fragmentario (que se niega a convertirse en una narrativa totalizante) como su pertinaz apego a la experiencia concreta, la propia y la ajena (pero sobre todo la propia). En el lugar desde el cual Agüero escribe, el lenguaje “inevitablemente traiciona” (p.23) al hablante, pues porta y vigila los parámetros de la certidumbre histórica y el juicio moral; desde ese lugar, marcado por el estigma (título del primer capítulo) y la vergüenza, se requiere un “lenguaje endeble” (p.24), menos plagado de certezas y saberes, que haga posible la aceptación, primer paso hacia el perdón.
Aceptación de los hechos y aceptación de las culpas, sí, pero sobre todo aceptación del otro, incluso (o sobre todo) cuando el otro es el perpetrador de crímenes terribles, para los que no se ofrece excusa ninguna. Pues el libro no suspende los juicios morales (“¿A cuánta gente mataron mis padres?”, se pregunta desde el inicio, y no abandona nunca esa perspectiva), sino que intenta hablarnos desde un terreno distinto. Uno que se resiste, ahí donde el lenguaje lo obliga a hacerlo, a deshumanizar a los sujetos y convertirlos en categorías dicotómicas: víctima y perpetrador, culpable e inocente.
En ese trámite, incluso los discursos al uso en la comunidad de Derechos Humanos son sometidos al tamiz de la duda y el debilitamiento, pues ni siquiera sus categorías, de tanta utilidad política, alcanzan para el perdón: desde el discurso de los DDHH, escribe Agüero, “inocencia” y “culpa” no son categorías estables sino constructos resultantes de una negociación política, atribuciones hechas desde fuera de la experiencia de la guerra que posibilitan la defensa de la vida y la libertad, pero tienen un costo, una “frontera”: el abandono de los culpables (los senderistas) a la tortura y la muerte (p. 78).
Más aún, en el reclamo hoy frecuente en el activismo de los DDHH y en la academia de abandonar el “victimocentrismo” y recuperar las impurezas de la guerra para dotar de agencia a los sujetos, aparece igualmente insuficiente. Las agencias reales en el contexto de una situación de tal violencia, dice Agüero, son “agencias miserables” (p.98) que fuerzan a las personas a situaciones imposibles, y aún esta forma de hablar sobre el pasado impide la constitución de los protagonistas de la guerra como ciudadanos: "Si tenemos razón y debemos salir de la víctima, ¿en qué páramo sin nombre quedan estos sujetos? ¿En qué lugar sin nombre dentro de nuestro mundo de memorias y derechos?" Son, escribe, “fantasmas que ni siquiera pueden ser víctimas, que son no-enunciables en el lenguaje convencional, semisujetos". (p. 104).
El reclamo de humanización del otro ejercido por Agüero se da en el punto en el que los lenguajes privados, las experiencias subjetivas, y las realidades concretas e intransferibles de la vida individual se intersecan con el habla pública, y en el espacio en el que ambos planos se cuestionan mutuamente. Y existe afincado en una narrativa personal que no busca ser icónica pero no por ello (más bien, al contrario) pierde significado histórico. Ese es, quizá, su logro más importante: construir, desde una intensa mirada sobre sí mismo y sus circunstancias, la posibilidad de hablar de un modo distinto, y al hacerlo instalar también un tema distinto, al que no estamos acostumbrados. Perdonar, perdonarnos, como un fin en sí mismo. En ello, contribuye a fundar un nuevo discurso, más allá de los entrampamientos de la memoria que hasta ahora tenemos. Un libro esencial. Hay que leerlo.