Don Manuel Acosta Ojeda, no es un simple compositor criollo, es uno de los más valiosos personajes de nuestra cultura; cantautor, autor de investigaciones sobre nuestra música, co-productor y co-conductor de un programa de radio, y todo con su señero sello personal. Esta nota es una celebración conjunta por su onomástico 85, ¡un ejemplo de vida!
DON MANUEL

manuel acosta ojeda


Recuerdo la vez que acudí a la Sociedad de Autores y Compositores Populares (SAYCOPE) a entrevistar a Don Manuel Acosta Ojeda –M.A.O. para los amigos-, solo de verlo y estrecharle la mano, tomé conocimiento cabal de su personalidad, personalidad que le ha llevado a convertirse en una de las figuras emblemáticas de nuestra cultura. Tan firme como fraterno, severo como cariñoso, directo como chispeante, un digno representante de otros tiempos, menos mecanizados, más humanos, tiempos a los que no encuentro mejor manera que definirlos con una frase de mi inolvidable abuela: “al pan, pan y al vino, vino”.


85 años cumple Don MAO, como músico integró diversos conjuntos criollos, como el Trío Surquillo (de 1948 a 1950), y el dúo Los Dones entre 1951 y 1954, destacando en festivales y emisiones radiofónicas; encontrando la fama al ganar amplia popularidad dos composiciones suyas interpretadas por el Trío Los Chamas en 1955, los valses: “En un atardecer” y “Madre”. Es autor de numerosas canciones populares, es el caso de los valses “Cariño”, “Ya se muere la tarde”, “Si tú me quisieras”, “Puedes irte” y la marinera “Cuando esté bajo una losa”, popularizada en 1957 por Los Troveros Criollos.

En sus composiciones posteriores a 1960 incursionó en temas de crítica social. Destacan en su obra de cantautor las grabaciones: “Javier viven en el aire” (1963), cancionero en homenaje al poeta Javier Heraud; “Cantan los autores” (1965), realizado en colaboración con Eduardo Márquez Talledo, Pablo Casas y Luis Abelardo Núñez; “Canción protesta” (1966), “El nuevo día” (1974), álbum dedicado íntegramente a las luchas sociales y a los trabajadores, y “El poeta de la canción peruana” (1978).

Sus composiciones han sido grabadas por importantes artistas como Bartola, Los Chamas, Cecilia Bracamonte, Pedrito Otiniano, Alicia Maguiña, Eva Ayllón, Rafael Matallana, El “Cholo” Berrocal, Tania Libertad, Los Hermanos Zañartu, Óscar Avilés y su conjunto Fiesta Criolla, El trío Los Troveros Criollos, entre otras.



85 años cumple Don MAO y sigue produciendo y conduciendo -con su hija Celeste- uno de los mejores programas folklóricos del Perú: “El Heraldo Musical”, espacio más que musical, cultural, que ha cumplido en este mes, 14 años de existencia en Radio Nacional del Perú (se emite los días lunes, miércoles, viernes y domingos de 9 a 10PM).


celeste acosta y su padre mao. ambos realizan el mejor programa de folklore de la radiodifusión nacional


85 años cumple Don MAO y sigue dejándonos testamentos culturales. Ya no sólo puedes leerlo en sus colaboraciones semanales para el suplemento “Variedades” del diario “El Peruano”, sino también en la publicación que ha realizado la Facultad de Ciencias de la Comunicación, Turismo y Psicología de la Universidad San Martín de Porres de su obra: “Aportes para un mapa cultural de la música popular del Perú”. Dice la reseña de ésta: “Cada día encontramos más y más música en todo el país. Por ello hemos titulado ‘Aportes’ al presente trabajo, pues estamos seguros de que servirá para que estudiosos más jóvenes y doctos prosigan investigando y descubriendo nuestras milenarias raíces. Y ayudarán a hacer realidad el viejo sueño de que algún día exista un ‘Mapa cultural de la música popular del Perú’”.

EL MAO MÁS QUERIDO


Manuel Acosta Ojeda representa una forma de conciencia de nuestra época y su palabra, llena de conocimiento y lucidez, nos abre un camino para entender al Perú. Su existencia es la del personaje bohemio que en el trajín cotidiano por las calles no sólo de Lima, sino también del interior, ha ido recogiendo señales, lenguajes, miradas, reclamos. Pudo haberse solazado en el éxito de sus valses amorosos, pero se entregó con pasión a cantarle a los humildes, como nuestro gran Felipe Pinglo, y a levantar su voz en nombre de los desposeídos”, nos dice, alguien que lo conoce más, Marino Martínez Espinoza, músico, productor, autor y director de Yaku Taki (Centro Documental de la Música Tradicional Peruana – Región Cajamarca).

Decíamos que Martínez lo conoce más porque ha hecho un libro sobre tan insigne hombre de cultura, tomándole el pulso: “Manuel Acosta Ojeda. Arte y sabiduría del criollismo” (2008, ENSF José María Arguedas).


“Nuestra primera conversación con Manuel Acosta Ojeda data del año 2003. Durante largas tertulias, salpicadas con el fino humor que lo dibuja, hemos recogido su testimonio reflexivo, crítico y polémico, pero siempre honesto. Las largas horas de entrevista recogidas en la grabadora, constituyen un documento de primera fuente no sólo sobre su vida y las circunstancias múltiples en que se desarrolló, sino además, sobre lo que fueron los años más intensos del criollismo.

Este libro representa, finalmente, un intento por llevar a la escritura la oralidad, esa fuente sin tiempo ni rigidez que inexorablemente parece perderse ante el vértigo de lo que se denomina ‘modernidad’. La transcripción que aquí se incluye de una elección arbitraria de sus canciones, como toda antología, es también una manera de llevar a la escritura lo que se ha cantado y difundido en el aire desde hace mucho tiempo, para anclarlo con ahínco a un puerto acaso ilusoriamente más sólido que la memoria.

La construcción de un mundo justo y digno es el gran deber de los hombres nobles. Este mensaje se erige como la columna vertebral de toda la obra y la prédica vital de Manuel Acosta Ojeda. Al escuchar su llamado a una vida digna, uno sale a recorrer con él por los barrios y las calles limeñas, por los Andes, y de su voz uno también llega a creer… que algún día la espina se hará rosa y el hambre se hará pan –N. de. E.: Parafraseando parte de la letra de una de las canciones emblemáticas del cantautor-”.


LOS ORÍGENES DEL BUEN MAO


Marino Martínez Espinoza ha decidido obsequiarnos el primer capítulo de su trabajo sobre el querido MAO, la obra está a la venta en la Escuela Nacional Superior de Folklore José María Arguedas (Jr. Ica 143, Cercado de Lima, Lima – Perú).



El nacimiento a la música

Antes todavía de saber que la música era música, yo conozco los Barrios Altos. Mi padre era arequipeño, mi madre moqueguana, mis abuelos todos del sur. Cutimbo apellidaba mi abuela y como tenía vergüenza se cambió por Díaz. Cutimbo es un apellido colla, aymara. Antes de nacer escucho música en el vientre de mi madre. Luego, ya niño, he escuchado a mi padre cantar yaravíes, valses, tonderos y cosas que jamás había escuchado en Lima como zambas, cuecas, tonadas, temas de la parte sur de nuestra América porque él trabajaba en Iquique, un asiento salitrero a donde iban todos los muertos de hambre luego de la derrota del Pacífico, en 1879. En 1904 ó 1905 iba a trabajar ahí gente del Cuzco, de Puno, de Moquegua, Tacna, Arequipa. Había mucho trabajo pero por supuesto muy mal pagado.

En eso se equivocan mucho los historiadores; no fue el gobierno chileno si no el imperio británico el que hace la matanza de Santa María [de Iquique], donde mueren también trabajadores chilenos, bolivianos y peruanos sobre todo. También había gente de Tucumán. Esto permite que mi padre trajera esas cosas que escuchó allá, zambas argentinas, bagualas, vidalas, chacareras, cosas muy bonitas de Bolivia, antiquísimas, aparte de la música nuestra.

Mi madre cantaba huayno; mi abuelita cantaba vidalas, habaneras. Mi tío abuelo cantaba resbalosas, independientemente de la marinera limeña. O sea que tengo una buena formación de niño. Mis padres solamente eran cantantes. Mi papá tocaba la guitarra, pero muy mal; se defendía con el acompañamiento, sabía tocar el tundete y algunas cosas para el tondero. Se defendía.

A los cuatro años me matriculan en la Escuela 446 para que no moleste, pues era travieso. Me hicieron repetir. Había entonces una magnífica educación en los centros escolares y es que los profesores ganaban un aproximado de tres mil soles de ahora y los libros eran baratísimos para todos los “misios”, cholos, negros, zambos. Había una mística, ser profesor era un orgullo. Ahora es otra cosa.

Los profesores se preocupaban por un tipo que se sacaba 10. Le preguntaban qué pasaba a todos los que tenían esas notas. Pero no era por bruto sino porque se acostaba a las 2 de la mañana después de ayudar a hacer tamales, humitas a sus padres, para que vendan; entonces se levantaba con sueño, no podía estudiar bien y los maestros se quedaban hasta las siete de la noche para darles a esos muchachos una buena instrucción. Era emocionante.

La infancia en Miraflores, la dignidad de la pobreza

Hay un fenómeno interesantísimo para mi forma de autocriticarme o autoestimarme. Cuando estaba en segundo de primaria, a los seis años, vivíamos sobre la Calle Lima que ya no existe, estaba junto a la iglesia de Miraflores, Calle Lima 316-318, decía “Peluquería Acosta Hermanos”, la única que había en Miraflores. En esa época no había San Borja, ni Chacarilla; Miraflores era el sitio exclusivo de la “pituquería”. San Isidro era un sitio completamente residencial; El Olivar tenía aceitunas, nos íbamos a pie a recogerlas y nadie nos metía un balazo. Mi padre tenía el único teléfono comercial, el 266, recuerdo, y la venganza del explotado era cuando venían los señores: –Señor Acosta, buenos días–, así, de mala gana –Qué tal. –Su teléfono, por favor. –No, no. –… ¿está malogrado? –No, no está malogrado. Querían requintarlo, pero no les convenía, así es que procuraban halagarlo de alguna forma. Mi mamá era completamente diferente.

Esas gentes eran los Chopitea, los Álvarez Calderón, los Figari, los Fernandini, toda la clase altísima, la plutocracia nacional que vivía en esa zona. Para ellos yo era una especie de “ahijado” y le decían a mis padres “¡cómo lo has matriculado en ese colegio lleno de negros, cholos, zambos, muertos de hambre!”. Entonces me mandaron al Colegio Salesiano de Breña, en la segunda cuadra de Brasil.

En clase éramos cuatro hijos de artesanos: un sastre que apellidaba Cutipa, un electricista que era Yupari, un florista que era Condori y yo, Acosta, hijo de peluqueros. Y por el apellido no entraron estos tres muchachos que quizás tenían más capacidad que yo, pero es que eran apellidos “sucios” para ellos por el linaje que había ahí. Era un colegio espectacular que ahora está arruinado. Los niños llegaban en carro, en unos carros grandotes, Ford, Lincoln, Cadillac. Bajaba el chofer con guantes blancos y les abría la puerta.

Llevaban de propina un billete de cinco soles –que era como para comprar un mes de golosinas para un “misio”– y lo donaban a la Virgencita. Nosotros le llamábamos un “gordo” a la moneda de dos centavos, porque era de cobre grueso, y un “chico” le decíamos al centavo. Por eso a las personas que eran gordas y chicas les decíamos “tres centavos”. [risas] A los cinco centavos le llamaban “medio” y a los diez centavos “real”. Los veinte eran “peseta”.

No me sentía muy a gusto en ese colegio, pero uno salía de ahí con una formación sólida desde primaria. Así que los curas no sabían qué hacer para ponerme un 16. Me ponían veinte, no me equivocaba en nada. Me pasaron al aula del tercer año, me torturaban realmente, pero yo analizo el hostigamiento. Para mala suerte, era el primero en la lista y siempre respondía, por eso es que desarrolla todavía más la memoria y además está mi padre, que era mi personaje inolvidable. Me decía “la única forma en que usted sea más que los ricos es sabiendo más que ellos”. En su escasísima cantidad de conocimientos me enseñaba lo que podía, lo que sabía. Era aprista, pero entonces el Apra era otra cosa, era un partido de verdad. De esto hace muchos años, por supuesto.

La parte que me interesaba mucho más era la musical, lo que yo escuchaba ahí en el colegio me desagradaba. Era Palestrina, Vivaldi, Gaspar Sanz, Bach, Beethoven, aparte de la música gregoriana. Pero mis neuronas codificaban en un lugar especial todas esas cosas. No me gustaba la musiquita esa, prefería la música de mi barrio.

Mi mamá, que no terminó la primaria, mientras cocinaba –tendría unos 34 años– cantaba la Serenata de Schubert sin saber quién era Schubert; o si no tarareaba las Czardas de Víctor Monti, y así un montón de cosas que después me enteré de quiénes eran. También estaban las películas [tararea Pompas y circunstancias, de Elgar]. O La canción de El toreador, de Bizet, que yo jamás sabía de quiénes eran, sino hasta después.

La adolescencia en Surquillo, entre el bolerito y el tango

Mi influencia en esos años la debo a grandes gentes que he conocido, y que ya casi todos murieron: Pedro Buckingham, “Pedrucho” le decían –aparece en Los geniecillos dominicales junto conmigo, yo soy “el sabido”, me decían así – o Alfonso Delgado, que ahí aparece con no sé qué nombre. El único que queda vivo creo que es Francisco Bendezú. Todos estamos sobre los setenta y tantos.

La otra suerte es que en la secundaria estudio en el Eguren, donde me encuentro con gente rabiosamente de izquierda, por suerte; con profesores que lloraban cuando nos explicaban la revolución francesa y nos hacían llorar también. Ahí está el temple de mi padre que era un “bravo” –mi mamá era al revés, recontra mansa, catoliquísima– mientras que a mi padre casi lo matan por aprista.

Había un señor De la Puente, primo hermano de Lucho De la Puente Uceda, inolvidable para mí. Ahí empecé mi deseo de hacer algo mejor que un bolerito, aunque hacía boleritos pero muy para mí, como hacíamos todos los jóvenes de esa época. Querían cantarle a una mujer y como no tenían conocimientos de composición, entonces agarraban una cosa ya hecha y le ponían letra. Si usted ve los cancioneros del 25 ó 30 verá “Jacinta, letra de fulano de tal que debe cantarse con música de Caminito”. Yo hacía mis tonterías así, con música de algún bolero, de algún tango.


CARLOS HAYRE, MAO Y NICOMEDES SANTA CRUZ


La amistad con Carlos Hayre y el nacimiento de una música distinta

En el año 1947 conocí a Carlos Hayre. Yo tenía 17 y él es menor que yo, pero ya tocaba la guitarra muy bien para esa época. Entonces las radios pasaban mucha música buena, aunque no todos tenían una radio, a diferencia de ahora. Eran aparatos altos, inmensos, que más parecían un “friobar”.

Todavía no existían los tríos de guitarras, salvo en Argentina, donde estaban Irusta , El Trío Masta, Los Trovadores del Cuyo. Avilés aún no aparecía, por supuesto. Cuando se escuchaba música limeña no eran los Áscuez, ni los Govea: Eran Las Criollitas, por Radio Lima, Radio DUSA ,

Goycochea, que después fue Central. Después se escuchaba al Trío de […] Arévalo, Rosa y Alejandro Ascoy; aún no aparecían Las Limeñitas, eso fue por el 46. Después vienen las antiguas solistas como Rosa Pasano, Esther Cornejo; luego aparece Jesús [Vásquez], hacia el 38, 39; Delia Vallejos. Esther Granados sale hacia el 43. Alicia Lizárraga cantaba mexicano y también Delia Vallejos, Yolanda Vigil –que cantaba muy bien–. Era una suerte porque la gente no sabía lo que significaba rating; nadie quería ser súper famoso, superstar, simplemente trataban de hacer lo mejor de lo que conocían. Se hacía habaneras, tonderos, mazurcas, valses. Se escuchaba buena música. Además de esto, como casi toda la gente que tenía radio era gente de dinero, se escuchaba mucha música académica o “docta”.

En mis épocas se escuchaba acá las cosas de Gardel, tangos como Madreselvas que en una parte dice: “Así aprendí que hay que fingir/ para vivir decentemente/ que amor y fe mentiras son/ y del dolor se ríe la gente.” O si no cosas terribles como Cambalache: “que el mundo fue y será una porquería” o Yira: “verás que todo es mentira/ verás que nada es verdad/ que al mundo nada le importa.” Carajo, y encima había el escritor “maldito” , el colombiano Vargas Vila, prohibido pero de verdad, te veían con uno de sus libros y te llevaban preso. La gente le tenía que poner la pasta de otros libros.

Con Hayre aprendí muchísimo de casualidad; fue una cosa circunstancial, especialísima. Cuando lo conocí en el [Colegio] Eguren, él tocaba con “Chito” Valdivia, bastante bien, y la gente cantaba boleros pero de la radio, o sea temas de Gregorio Barrios, Leo Marini, Fernando Torres, Gerardo Salinas, Pedro Vargas. Y Hayre tenía otra formación, como todos los negros viejos, como Zelada o el “Pato” Cámpora: la cubana, la portorriqueña.

Nos hicimos grandes amigos por una casualidad extraordinaria. La gente que iba a casa de Carlos éramos yo, Humberto […], el “pata” Burgos, éramos 6 ó 7 que éramos sus hinchas porque él tocaba la guitarra en el colegio […] y le daban una propinita para las veladas. Pero en su casa tocaba a Tárrega, Albéniz, Granados, Chopin. Mis amigos se quedaban dormidos porque no era su música, mientras yo estaba “paradazo” porque había escuchado esa música ya, en otras formas de repente, pero los mismos intervalos, los mismos movimientos. Entonces Hayre se sentía muy agradado, muy contento de que hubiera una persona despierta.

Cuando lo conozco tuve mala suerte porque había muy buenos cantores. Yo también cantaba, pero estos cantaban mejor. Yo hacía unos panfletos tomándole el pelo a la gente de esa época: a Haya de la Torre –que ya me caía mal, sin conocer mucho de política pero no sé por qué– a Bustamante y Rivero, a José Gálvez, que era Presidente del Congreso y, en fin, a la gente de esa época. Carlos leía mis panfletos y se moría de risa. Me decía: –En lugar de escribir estas cojudeces ¿por qué no haces letras? Si quieres yo le pongo música. –¿De qué? –Lee y yo le pongo música. Así hice mi primera letra que fue Oro y virtud, a fines del año 1947, del que la gente dice “¡pa’ su madre!” pero no pues, nadie puede dar lo que no tiene, ¿no? Así que eso no lo considero mío sino de mis experiencias.

Benavides, el año 39, prohibió siete canciones de Pinglo creyendo que las letras eran de Haya de la Torre. Las canciones eran El plebeyo, La oración del labriego, El canillita, Pobre obrerita, Jacobo el leñador, Mendicidad y Aldeana. Y es que Mendicidad es rotundo; Pinglo le dice al mendigo “Tú con tus miserias y con tus harapos, vales más que el oro que el mundo te da.” O El plebeyo, que mucha gente confunde con un muerto de hambre. El plebeyo no es un pobre, es un hombre sin linaje, nada más, un tipo que no tiene escudo heráldico. Pero Pinglo conmueve, pues siendo católico y viviendo en Barrios Altos y ante dos mil callejones con Virgencitas y Corazones de Jesús, le dice a su Dios “Señor, por qué los seres no son de igual valor”. Nítidamente encuentro ahí Verdades que amargan del poemario español del siglo XVI creo que es, antiquísimo. Ahí está pues, mi canción. No es un plagio, pero hay una referencia. En la segunda parte dice “el terrible delito de ser pobre (si tuviera…) el juez se arrodilla y besa el puñal”. Mi canción dice “sólo un delito es grave: la pobreza. Ser bueno casi siempre es ser cobarde”.

Carlos le puso una música bellísima, pero después –muy inteligente él– se dio cuenta que no iba a funcionar porque la gente era muy pacata, muy temerosa. Entonces le puso música a Siempre, que es un valse inspirado seguramente en lo que había leído y escuchado y éste sí pegó, pero Carlos –muy inteligente– jamás decía de quién era. Se lo enseñaba a algún amigo o lo cantaba yo y los viejos comentaban “¡uy carajo, qué bonito! Eso parece de Sancho Dávila” “¡No, hermano, eso es de Alejandro Sáez!” “¡No, es de fulano!”, se peleaban, y en realidad era de Carlos y yo. Podía haber habido algún rechazo si se enteraban de quién era realmente, porque los viejos eran bien fregados.

Zelada, Hayre y Acosta

Cuando conocimos a Adolfo Zelada, el año 52, yo tenía 21 años, Carlos iba a cumplir 20. Yo cantaba, y dicen que lo hacía bien. Había escuchado muchas formas de cantar y como nunca me ha gustado ser cultor del lugar común –me gustaba hacer cosas diferentes en todo lo que pudiera– buscaba entonces cantar diferente pero tomando referencias de lo que había escuchado en cantores como Leturia, Eloísa Angulo, el “Cojo” Ballón –cantaba precioso– o Teófila Ramírez.

Llega Adolfo Zelada un día al Pinglo; no había casi nadie, estábamos tocando y cantando con Carlos y con [Augusto] Ballón y de pronto se sentó. ¡Pucha madre! Trajo dos cervezas.

– ¿Cómo te llamas?

– Manuel Acosta.

– ¿Y tú?

– Carlos Hayre.

– ¡Qué bonito, ah! ¿Y de dónde han sacado eso?

– Bueno, es que somos de Surquillo.

– ¡Son buenos muchachos! –decía Ballón, que era mucho mayor.

– ¡Salud! A ver, agarra otra. ¡…qué bonito!

Él cantaba con un estilo raro que ya no se escucha, sincopado, al estilo de Barrios Altos, pero con una languidez que es la que se usa en el Malambo, ese valse tristón. De repente pregunta – ¿y qué edad tienes, Manuel? –Yo, veintidós. – ¿Y tú? –Yo tengo veinte. – ¡Puta madre!, dijo. Cogió su cerveza y se fue. [risas] Para él era una barbaridad estar con un par de “mocosos de eme”. Dejó de hablarnos como cinco años hasta que después nos volvimos a encontrar, por el año 56 sería, cuando él tocaba con Los Galanes Criollos (N. de E.: Pepe Ladd precisa que Los Galanes Criollos integrados por Luis Pérez, Pepe Ladd y Adolfo Zelada, cantaron de 1951 a 1953. En el 1956, ya se habían desintegrado), un conjunto extraordinario que no grabó no sé por qué.

Esa vez Zelada nos miró y nos dijo “¿Ya cumplieron veinticinco, no?” De ahí nos hicimos grandes amigos. La gente era así de brava.

El celo de los mayores y los primeros aplausos

Cuando ya estuvimos seguros del aplauso de Siempre, Adiós y sombra, Triste ausencia, Ya se muere la tarde, como seis o hasta ocho valses… Un día hemos terminado en la casa de Porfirio Vásquez. Como siempre digo, había tanto negro que parecía un túnel [Risas]. Caímos después de una serenata. Habíamos estado antes en La Victoria. Mi compadre “Chazán”, un bandido de Surquillo, me dio cincuenta soles para una serenata. Fui con “Perico” Olivares –que cantaba precioso– Carlos Hayre, Rubén Vera, Olarte y yo. Dimos la serenata, nos abrieron la puerta y nos botaron porque la novia de mi compadre ya había cambiado de enamorado [risas] así que preocupadísimos porque había toque de queda, creo, tomamos un taxi a casa de Porfirio Vásquez, acá en Breña en la cuadra siete u ocho de Arica, en Huancabamba.

Entramos y nos miraban como a bicho raro porque todos eran negros y yo parecía blanco, pues el ron todavía no me había ennegrecido [risas]. La botella no me la pasaban bien, entonces Hayre se dio cuenta y, bueno, comenzó a pasármela; de repente, después de cantar varias cosas, los muchachos cantaron Siempre: “quiero que estés a mi lado cuando la hora…” Entonces los negros exclamaron “¡carajo, qué bacán!”, abrazos por aquí y por allá. “¡Carlitos...! mi sobrino” “Carlo” le decían a Hayre, le besaban y él, un señor, “no, no, suave nomás que el tono es mío pero las letras son acá de mi compadre” Y ellos no creían, “¿verdad?” “Sí” les dije. Trajeron una botella de pisco y me dijeron “¡menos mal, porque ya te ibas a ir ah!” [risas] A partir de ahí nos hicimos grandes amigos.

Sí, los viejos eran muy difíciles, muy amarretes y estoy sacando mi cuenta ahora y veo que aún no me da por esa maldad, esa mezquindad.

Otra ventaja era que lo que Carlos tocaba en la guitarra eran ejercicios de Sor, Tárrega, Albéniz, Granados, y eso yo ya lo había escuchado en el Salesiano. Íbamos los muchachos a casa de Carlos. No tenía luz, tenía un lamparín en la calle Inca, casi en la esquina con Gonzáles Prada, que era el “Jirón de la Unión” de Surquillo. Empezaba Carlos a tocar sus ejercicios, por ejemplo La perezosa, una mazurca bien bonita que empieza bien lento y luego va in crescendo, y los chicos se quedaban dormidos porque no era su guaracha, su rumba, su bolero. Yo estaba despierto porque me traía recuerdos. Entonces Carlos pensó seguramente que esa música me interesaba y me agarró un cariño fraterno. Somos grandes amigos. De ahí empezó a ponerle música a mis cosas, me llevaba a las jaranas y me hacía cantar.

¿Esa era la música que usted esperaba para sus composiciones? ¿Por ejemplo él decía “qué tal esto” y usted sentía que esa era la música adecuada para lo que usted había escrito?

…francamente, no estoy muy seguro porque hubiera preferido boleros porque yo cantaba boleros, pero la ventaja es que Carlos no tiene ninguna influencia de Pinglo y yo tampoco. Él no sabía quién era Pinglo, todo su aprendizaje es de la música académica y de la música cubana. Con él aprendí los boleros de Plácido Acevedo, el Trío Marcano, Mayarí, Pedro Flores, de “El Jibarito” Rafael Hernández y encontré otro mundo que yo ni sabía y empecé a cantar y como cantaba regular, me llevaba a las fiestas.

Los inicios del canto

Había tres conjuntos cubanos. Bueno, cubanos no, peruano-cubanos digamos: Camagüey, que era el más antiguo, Son Caravelí que era de acá de Risso, entonces una hacienda, y Pinar del Río que es el que hizo Carlos Hayre y donde yo cantaba, pero para mi mala suerte, el dueño de los instrumentos –el que compró los bongoes, la tumba, el güiro, el cencerro, las guitarras– también cantaba y no le convenía que otro cante mejor que él y encima yo tenía 17 ó 18 años y a esa edad hasta Chirinos Soto era pintón, ¿no? [risas] y este pata no era, lo que se dice, muy agradable. Pero Carlos me sacaba a otras fiestas.

Ahí conozco a Víctor Almenerio de los Barrios Altos. Interesantísimo porque él cantaba bien bonito y bien alto y Carlos me dice “hazle segunda” que para mí era como tirar a un niño a la piscina para que se salve, pues yo nunca había hecho segunda en mi vida. Así que lo escucho y por qué sé yo, empecé a hacerle la segunda, no muy buena pero Carlos con la guitarra me iba marcando sextas y yo escuchaba e iba colocando la voz. De repente hice una segunda creo que “de primera”, al extremo que ya empezamos a ir a fiestas en un momento en que Los Embajadores eran los engreídos, con Rómulo Varillas. Él nunca iba con su segunda ni con su primera guitarra: llevaba a Hayre para que le haga primera guitarra, y para que no le estorbe una segunda, cantaba él.


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