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Tentaciones de la impotencia

Acerca de La vida inevitable (Paracaídas editores, 2014), de Lenin Heredia Mimbela

Publicado: 2015-03-11

Mi querido Lenin

He querido acabar tu libro desde hace semanas, pero me han ganado las lecturas oficiales, bien sabes que el primer y más difícil deber es evitar, a toda costa, la barahúnda mohosa de lo oficial. Así que disculparás la lectura atrasada y que escriba, igualmente, a volandas esta carta. Por otra parte calibro en lo que tengo que decirte sin parecer tu amigo, es decir, para pocos es extraño la fuerte amistad que nos une y eso en principio generaría la expectativa de llenarte de elogios, de clasificaciones tranquilizadoras como la de “joven narrador” o cosas tan anodinas como “es dueño de sus recursos y posibilidades”. ¡Vitando panegírico fácil! Bien sabes que en nuestro campo literario muchas reseñas y entrevistas se resumen a favores de alumnos a profesores, de amigos, y así cada día nos parecemos más al país de los cariñositos. ¡Moloch en decadencia, hermano!  

Comienzo. Del cuentario me han parecido memorables dos títulos: “El espectáculo” y “Rudos”, acaso porque en ellos convocas y combinas tu destreza para narrar junto a una anécdota precisa. Para serte sincero “El espectáculo” es el remezón del libro, es una epifanía bien contada en pocas páginas: la incapacidad del chino, la crisis de la hermana y ese bofetón final. El golpe del padre a su hijo lo he entendido como una forma de confirmar esa incapacidad y, por lo tanto, de condenarlo a la impotencia. En este cuento reside la poética del libro: esa visión de los personajes espiritualmente tullidos, impotentes de actuar y casi siempre víctimas de sí mismos. Aquí hay sobre todo violencia espiritual, una violencia que reside en esos cabes, esas muertes que nos persiguen a diario al despertarnos, en el bus, en el trabajo, en el amor. Es la pura impotencia no saber cómo salir de ese miasma inevitable; nada peor que darnos cuenta de nuestra incapacidad y saberla invencible.

Hablo de la impotencia, pues a pesar de problemas de estilo que luego pasaré a detallarte, logras consolidar un tipo: el incapaz total, no el fracasado, no el outsider, sino aún peor aquel que nunca hace lo que debe hacer, que la hace larga o solito se liquida con tanta meditación (como el pata de “Inés y las noticias”). Por esto he sentido que el libro trata del mismo personaje: comienza con ese mocoso ingenuo de “Bajo la lluvia” y acaba con los monólogos de El Veneciano. Este es el personaje recurrente de La vida inevitable, el que te obsesiona y da unidad, tal como se expresa en frases como estas: “Quise decírselo, eso y muchas cosas, preguntarle tantas otras; no sabía cómo empezar” (15), “Él quería hacer más en verdad, pero no podía, o no sabía” (78), “Él la cuidaba, o intentaba cuidarla, tan torpe se volvía en ciertas ocasiones” (107).

Ante tantas tentaciones de la impotencia escribes esa orden que casi nunca se cumple: “«Desahuévate»” (“El espectáculo” 31). Y en verdad, qué difícil es desahuevarse, mejor sería que nos hiciéramos más nudos invisibles, ser los campeones de los nudos y reventar; sí, ese extraño arte de desahuevarse que quizá nunca terminemos de aprender, inevitablemente. Pienso así en el chino de “Rudos:" quiere rescatar a Clara, quiere vengarse, lo pintas decidido, bizarro y temerario cuando dice “para ser sincero, a mí siempre me gustaron los embrollos” (39), pero luego ya en el fragor de la vendeta, en medio de la tortura al marido, acaba diciendo: “¿En qué carajo me había metido? Busqué entre los quejidos de la Clara alguna señal, quise avivar mi rabia con sus muslos amoratados. Nada” (48). Esa inacción es la que contagia a todos tus personajes masculinos, que los hace podrirse en escenarios que detestan, pero de los que nunca se alejan, en medio de compañías que les son nocivas pero que siguen amando (Rita, Claudita, Inés).

Aún y así el libro me parece inconcluso, ya que en él siento más a un novelista que a un cuentista. Sé que la división podrá sonar muy estricta, pero no hay comunión entre las carreras largas de la prosa y la concentración calculada de una anécdota precisa con un remate que de por concluido ese mundo. Por esto es que “Bajo la lluvia” y “Ritos” son cuentos a medias, truncos. Del primero esa yuxtaposición de dos historias no añade nada al cuento y lo hecha a perder con una final que poco o nada tiene que ver con la cercenación de Maruja; en “Ritos” vuelves a mezclar dos historias que no dialogan, claro, hay esa sugerencia de la violación de Rita, pero su relación es floja, no cuaja con la escena sexual en la playa –su final es brillante, dicho sea de paso, pero hay mucho bálago para llegar a eso-.

Donde sí logras ese paralelismo de las historias, la sutileza de un final abierto que no se desconecta de lo que has venido narrando, es “Inés y las noticias”. Para Mermao se trata de un cuento netamente carveriano, quizá por esa simplicidad que va cobrando densidad sin distorsionar ni el tono ni la realidad, un proceso que ocurre como a escondidas y haces estallar en el momento preciso. A una historia pedestre le corresponde un tono, un estilo pedestre, y con esto no quiero sonar peyorativo, por el contrario, conseguir esa pedestridad me ha parecido el logro del cuento, redundante, claustrofóbico, terriblemente cotidiano.

La cotidianidad de “Inés y las noticias” es distinta al mundo vago y soso que presentas en “Los ángeles está listos para volar”. Acabar de leer este relato ha sido complicado, pues tratas de incursionar en un tono emotivo, tierno, en crear un “feeling” que resulta impostado e ingenuo. Es de esas piezas que hubiera sido preferible no incluir, no por la extensión del relato sino porque se aprecia un desequilibrio, una desigualdad de tus potencias: siempre admiraré cómo haces correr la prosa, pero aquí la narración no se termina de construir, no se llega a nada, las historias no conectan, quizá por los demasiados personajes que evitan ceñirte a lo que quieres contar, quizá porque la protagonista es casi invisible y un personaje como El veneciano se vuelve súbitamente imprescindible –sus monólogos son lo mejor de las casi ¡50 páginas! del cuento.

Te extrañara, pero al acabar el libro he sentido como hermanos a dos personajes secundarios, me han provocado una refrescante fascinación, tanto es así que pronto me veré impulsado a escribirles una carta (espero, mejor escrita que esta). Se trata de El Matocho y El veneciano, cuyos trajinar muestra la autenticidad de tu escritura: los bajos fondos piuranos, representados en toda su rudeza; los personajes a la zaga, habitados por tantas voces, con ese aspecto inerte salvo cuando están a solas y tienen que derramarse tanta muerte. Espero que los hagas vivir en tus libros venideros, pues en ellos se va distinguiendo la profundidad de tu voz, de tu mundo propio.

Te abrazo fuerte

                                                                                                                     Juan Vesania


Escrito por

Christian Elguera

Escritor y corresponsal de literaturas indígenas en Latin American Literature Today


Publicado en

Redacción mulera

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