"Porque su mamá no tiene dinero para comprarle zapatos" fue la respuesta de mi madre cuando pregunté por los pies descalzos de un pequeño de tres años que una mujer andina arrullaba con una suave voz.
Era 1992. El Perú empezaba a derrotar al terrorismo y la hiperinflación empezaba a quedar en el pasado. Yo tenía cinco años cuando hice esa pregunta y llevaba más de cuatro en la Clínica San Juan de Dios. Poco sabía de la historia del país. Desconocía las guerras independentistas, los golpes de Estado, las masacres de Sendero Luminoso... En cambio, me era familiar la pereza que nace a las siete de la mañana, conocía la neblina limeña que iniciaba su desplazamiento en el mar, el olor del desinfectante de los pisos hospitalarios me era indiferente; y, por supuesto, ya sabía que el Perú era un país pobre.
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"Y sigo mi vida/ Con risas y penas/ Con ratos amargos/ Y con cosas buenas". La música de Héctor Lavoe acompañó, más de una vez, el trayecto de la línea 31 desde mi casa hasta la Clínica, ubicada en San Luis. Durante el recorrido se sucedían, una tras otra, varias postales limeñas: las carretillas de ambulantes ‘invandiendo las calles’, los perros callejeros saboreando los montículos de basura, y el smog de los micros colándose en los pulmones de los peatones.
Cuando llegabas por primera vez tenías que pasar por un médico especialista, luego con la asistenta social. Porque en San Juan de Dios no todos pagan igual. El color de tu tarjeta de atención marcaba el precio de la terapia. La espera de la atención podía demorar días hasta meses (había lista de espera). Y es que la Clínica era el Perú: hijos de obreros, campesinos, burgueses… Todos estábamos unidos por la desventaja, por la malvada estadística que depositó en nuestros brazos y piernas, un atareado destino, la inscripción a una larga carrera que no tenía reservada ninguna medalla de oro, tan solo el advenimiento del respeto propio y la construcción del honor. Ese que los samuráis conocieron a plenitud.
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Diagnóstico: Disminución (en grado leve) de la fuerza motora en pierna y brazo izquierdo. Nombre médico: Hemiparesia izquierda. Tratamiento: terapia física y ocupacional.
Un parte médico escueto esconde varias bifurcaciones. Desde los 7 meses hasta poco antes de entrar en la adolescencia desplegué lentamente, bajo la mirada de las terapistas, los movimientos de nuestra especie: gatear, caminar, desabrocharse la correa, abotonarse la camisa, amarrarse los pasadores, hacer planchas, levantar pesas (llenas de agua o arena), aprender a usar cuchillo y tenedor...
Pero aprender a dominar tu cuerpo, exige, aunque suene contradictorio, templar la mente. Y para ello ayudó la poesía. Cuando tenía 10 años hubo una tómbola en la Clínica. El costo de ticket era dos soles. Cuando mi madre me preguntó que quería, la vista se posó sobre cuatro libros: la Poesía Completa de César Vallejo (había escuchado a un profesor de colegio hablar de él), editada por la Universidad Católica, la casa de estudios donde ingresaría 8 años después. Juguetona, la literatura cruzaba la calle, en forma de verso, hacia mi biografía.
Me tomó muchos años ‘acercarme’ a la poesía del autor nacido en Santiago de Chuco. Y es un proceso que continúa hasta el día de hoy. De cuando en cuando agarraba mis libros y leía un poema en voz alta. “[..]pelear por todos y pelear…para que todo el mundo sea un hombre, y para que hasta los animales sean hombres”.
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Mientras avanzaban los años era más consciente de mi entorno. Las mejores clases de Realidad Social Peruana las recibí en la Clínica. En ellas se configuraron, sin saberlo, las futuras palabras de un expresidente: “No son ciudadanos de primera clase”. Nadie puedo serlo, porque siempre te faltará algo: las fuerza de tus extremidades; la tonalidad correcta de piel; dinero para comprar zapatos; el dominio de la 'lengua oficial'...
Y en medio de esa mediocridad discriminadora aparece la microhistoria. El relato silencioso de las “masas de a uno”. Pueden tomar cualquier forma. A veces el de una voluminosa terapista que se ríe del miedo de 'estrellarte contra suelo' mientras retuerce tus brazos. “Si te caes no vas a pasar del suelo”. Hay que reírse de los moretones, del sudor, de la sangre... Y si tienes que devolver los moretones en forma de puñete, dale nomás. Total en este país, para llegar a consensos, a veces, hay que dar primero un golpe. Como mi madre que 'cacheteó' a un neurólogo porque le dijo que sufría retardo mental y debía enviarme a un colegio especial. Una semana después, el galeno fue desmentido por una colega: “El retrasado es él, señora”. Y claro, la señora Rosa no se quedó tranquila y ‘aplicó’.
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Este domingo 8 de marzo la Clínica San Juan de Dios cumplirá cincuenta años de fundada. Han pasado poco más de 27 años desde que ingresé a ese recinto médico. De esa experiencia conservó cinco cicatrices (superar la hemiparesia requiere operación), el respeto por la música de Héctor Lavoe, la admiración por Vallejo, pero sobre todo la consciencia de que este país es indiferente con muchos de sus ciudadanos. Y a veces hasta miserable. El mismo país que le niega a las comunidades indígenas su derecho a vivir en un ambiente saludable; el mismo Estado que le niega a la parejas homosexuales casarse. La misma sociedad que pretende disminuirte por un diagnóstico médico. Al final, todos se visten con la misma indumentaria: el miedo a la diferencia.
Pero también fui testigo de la solidaridad, de la determinación de quienes creen en su semejante. Pude conocer compatriotas que en silencio, sin la ostentación del reconocimiento, edifican un país integral. Ese que no se construye con cifras macroeconómicas, sino con la convicción de que todos poseemos la misma dignidad. Y ese es el país que debe prevalecer.
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