La ley 30288, que buscaba normar el trabajo juvenil en el Perú, ha muerto. La derogó ayer el mismo Congreso de la República que la había aprobado el 11 de diciembre. Al menos, técnicamente eso fue lo que ocurrió: quizás sea más exacto decir que la derogó la intensa y sostenida presión de los colectivos juveniles, los grupos organizados y los individuos que decidieron que esta norma no pasaría, y salieron a las calles cinco veces en poco más de un mes para afirmarlo.

Vamos a dejar de lado por ahora el tema de la justicia o injusticia de esta derogación, y también las consideraciones sobre los méritos o deméritos de la ley tal cual fue promulgada y pre-reglamentada. Vamos a dejar de lado, así mismo, la pregunta por lo que debe hacerse desde el Estado sobre el desempleo juvenil, la informalidad, la productividad y todos los demás asuntos de fondo que, en teoría, la "Ley Pulpín" debía ayudar a resolver.

Concentrémonos, más bien, en algo que resulta esencial para el proceso de la política peruana pese a ser, estrictamente hablando, un tema de formas. O quizá sea esencial precisamente por ello, pues en una democracia representativa las formas del diálogo, el debate y la negociación están en la esencia de la vida pública.

La Ley 30288 era parte de un conjunto de medidas y reformas de más amplio espectro que el gobierno de Ollanta Humala ha venido dando de manera soterrada y fragmentaria, ya sea, por ejemplo, en la forma de "paquetazos" reactivadores que incluyen de soslayo la relajación de protecciones ambientales, o la de decretos supremos que modifican sin consulta el régimen administrativo de la propiedad comunal para "agilizar e impulsar" las concesiones mineras. En particular, esta ley era parte de un programa de reforma laboral que incluye, o debía incluir, uno de los más grandes pendientes del actual gobierno, la Ley General del Trabajo.

La maniobra del ejecutivo fue presentar al Congreso la Ley 30288 como un proyecto urgente, sin discusión previa en el Consejo Nacional de Trabajo y Promoción del Empleo (el "mecanismo de diálogo social" del Estado peruano en estos temas) y sin el visto bueno técnico del Mintra. Es decir, sin debate alguno, sin diálogo con la sociedad y sin la intervención de otros agentes que los tecnócratas del MEF y de Produce. Y el Congreso aprobó la norma, como ha hecho con otras de igual alcance reformista, de la misma manera: por confesión de los propios involucrados, sin siquiera leerla. 

Lo que ha sucedido desde entonces es lo que nadie parece haber estado esperando: una firme resistencia desde la sociedad civil a este intento de legislar a sus espaldas, en un tema que compromete directamente su futuro y sus derechos, y un rechazo indignado a la intención de convencer a base de engaños y medias verdades. El victorioso reclamo de derogación de la Ley 30288 ha sido en última instancia un ejercicio de resistencia ciudadana a esta forma opaca, oscura y fundamentalmente autoritaria de legislar y gobernar, más que sólo una lucha contra los contenidos específicos de la ley y las reformas que buscaba imponer. Aunque también, claro está, haya sido eso.

Así, la lección que todos los políticos peruanos y en especial el gobierno deberían aprender de estas últimas semanas (y que, lamentablemente, es poco probable que aprendan) es clara: ya basta de gobernar por la puerta falsa. Lo que el Perú necesita y lo que los ciudadanos reclaman es, por una parte, sinceridad y claridad en los proyectos políticos, y, por la otra, participación activa en el debate sobre las políticas públicas más trascendentes, las reformas más estructurales y la legislación que los afecta —nos afecta— más directamente.

Y lo que se ha ganado en las calles en estos días, gracias a la tenacidad y la valentía de los jóvenes manifestantes, es la posibilidad –por ahora mínima pero no irreal— de que esto suceda, y de que en ese proceso germine una reforma socialmente consensuada y negociada del régimen laboral peruano, más allá de los cabildeos y repartijas a los que estamos acostumbrados. Algo de lo cual, sin importar nuestra opinión sobre la "Ley Pulpín", todos debemos alegrarnos.