En 1990, el gobierno de transición de Chile creó una Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, para esclarecer "las graves violaciones a los derechos humanos cometidas entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990 bajo la dictadura militar".

Bautizado con apellido del presidente de la Comisión, el resultado de ese trabajo es conocido como "El Informe Rettig"

Ese es también el nombre que eligió Pedro Lemebel para un manifiesto sobre esos mismos hechos, desde el punto de vista de los familiares y deudos de las víctimas de la dictadura de Pinochet, al que subtituló "Un recado de amor al oído insobornable de la memoria".

"Señora, abúrrase"

En ese texto, Lemebel asume la voz del dolor y de la testarudez con que las familias chilenas -en particular, las mujeres chilenas- reclamaron y buscaron a los suyos, los caidos durante el gobierno militar:
"... después de tanto traquetear la pena por los tribunales militares, ministerios de justicia, oficinas y ventanillas de juzgados, donde nos dicen otra vez estas viejas con su cuento de los detenidos desaparecidos, donde nos hacian esperar horas tramitando la misma respuesta, el mismo: señora, olvidese, señora, abúrrase, que no hay ninguna novedad..."

Sumidas en la oscuridad de no saber el paradero o el destino que se impuso a sus hijos/nietos/esposos/hermanos/compañeros, las voces que Lemebel lleva al texto no son las de las consignas en las marchas, ni las de los formulismos del papeleo judicial, menos las del aparato discursivo de la memoria (al menos no en ese momento). Son voces que provienen de un desgarro interior pero que hablan con dulzura:

"Nos gusta saber que cada noche los exhumaremos de ese pantano sin dirección, ni número, ni sur, ni nombre. No podria ser de otra manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus cejas"


También apuntan a los culpables

Pero Lemebel, como siempre, fue más allá. Buscó incomodar. Su poética se coló en las fisuras que generó el Informe en la sociedad chilena para hacer notar la inconformidad con la salida política que el establishment pactó para dar viabilidad al gobierno de transición:

"Ellos son invitados de honor en nuestra mesa, y con nosotros rien y con nosotros cantan y bailan y comen y ven tele. Y también apuntan a los culpables cuando aparecen en la pantalla hablando de amnistia y reconciliación"

Refiriéndose a los orígenes de su compromiso por la causa de los detenidos- desaparecidos en su país, uno de los materiales fuertes de las performances de su colectivo Yeguas del Apocalipsis, Lemebel dijo alguna vez:

"Hubiera sido muy obvio que hubiéramos abrazado la causa de los homosexuales, pero estaban pasando cosas más terribles en Chile: creo que fue lo mejor en términos éticos, que dos locas reivindicaran el tema de los detenidos-desaparecidos y poner el corazón en el dolor de nuestro pueblo"

La alianza con el movimiento de familiares de Chile -y luego, más allá de sus fronteras- permeó toda la obra de Lemebel y llegó a uno de sus momentos más sensibles (y transmisibles) en la forma textual El informe Rettig o recado de amor al oído insobornable de la memoria, incluido en el volumen De perlas y cicatrices (LOM ediciones, 1998). Testimonio de esta alianza es el video que compartimos abajo, preparado en el marco de un homenaje a los derechos humanos organizado por la Asociación Madres de Plaza de Mayo (Argentina) en el que podemos verlo y oírlo leyendo su texto, que compartimos completo a continuación:

El informe Rettig (o "recado de amor al oído insobornable de la memoria")


Y fueron tantas patadas, tanto amor descerrajado por la violencia de los allanamientos. Tantas veces nos preguntaron por ellos, una y otra vez, como si nos devolvieran la pregunta, como haciéndose los lesos, como haciendo risa, como si no supieran el sitio exacto donde los hicieron desaparecer. Donde juraron por el honor sucio de la patria que nunca revelarían el secreto. Nunca dirían en qué lugar de la pampa, en qué pliegue de la cordillera, en qué oleaje verde extraviaron sus pálidos huesos. 

Por eso, a la larga, después de tanto traquetear la pena por los tribunales militares, ministerios de justicia, oficinas y ventanillas de juzgados, donde nos decían: otra vez estas viejas con su cuento de los detenidos desaparecidos, donde nos hacían esperar horas tramitando la misma respuesta, el mismo: señora, olvídese, señora, abúrrase, que no hay ninguna novedad. Deben estar fuera del país, se arrancaron con otros terroristas. Pregunte en investigaciones, en los consulados, en las embajadas, porque aquí es inútil.

Que pase el siguiente.

Por eso, para que la ola turbia de la depresión no nos hiciera desertar, tuvimos que aprender a sobrevivir llevando de la mano a nuestros Juanes, Marías, Anselmos, Cármenes, Luchos y Rosas. Tuvimos que cogerlos de sus manos crispadas y apechugar con su frágil carga, caminando el presente por el salar amargo de su búsqueda. No podíamos dejarlos descalzos, con ese frío, a toda intemperie bajo la lluvia tiritando. No podíamos dejarlos solos, tan muertos en esa tierra de nadie, en ese piedral baldío, destrozados bajo la tierra de esa ninguna parte. No podíamos dejarlos detenidos, amarrados, bajo el planchón de ese cielo metálico. En ese silencio, en esa hora, en ese minuto infinito con las balas quemando. Con sus bellas bocas abiertas en una pregunta sorda, en una pregunta clavada en el verdugo que apunta. No podíamos dejar esos ojos queridos tan huertanos. Quizas aterrados bajo la oscuridad de la venda. Tal vez temblorosos, como niños encandilados que entran por primera vez a un cine, y en la oscuridad tropiezan, y en el minuto final buscan una mano en el vacío para sujetarse. No pudimos dejarlos allí tan muertos, tan borrados, tan quemados como una foto que se evapora al sol Como un retrato que se hace eterno lavado por la lluvia de su despedida.

Gervasio Sánchez

Tuvimos que rearmar noche a noche sus rostros, sus bromas, sus gestos, sus tics nerviosos, sus enojos, sus risas. Nos obligamos a soñarlos porfiadamente, a recordar una y otra vez su manera de caminar, su especial forma de golpear la puerta o de sentarse cansados cuando llegaban de la calle, el trabajo, la universidad o el liceo. Nos obligamos a soñarlos, como quien dibuja el rostro amado en el aire de un paisaje invisible. Como quien regresa a la niñez y se esfuerza por rearmar continuamente un rompecabezas, un puzzle facial desbaratado en la última pieza por el golpetazo de la balacera.

Y aun así, a pesar del viento frío que entra sin permiso por la puerta de par en par abierta, nos gusta dormirnos acunados por la tibieza terciopela de su recuerdo. Nos gusta saber que cada noche los exhumaremos de ese pantano sin dirección, ni número, ni sur, ni nombre. No podría ser de otra manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus cejas. No podríamos nunca mirar de frente si dejamos evaporar el perfume sangrado de su aliento.

Por eso es que aprendimos a sobrevivir bailando la triste cueca de Chile con nuestros muertos. Los llevamos a todas partes como un cálido sol de sombra en el corazón. Con nosotros viven y van plateando lunares nuestras canas rebeldes. Ellos son invitados de honor en nuestra mesa, y con nosotros ríen y con nosotros cantan y bailan y comen y ven tele. Y también apuntan a los culpables cuando aparecen en la pantalla hablando de amnistía y reconciliación.

Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre en un eco subterráneo que los canta, en una canción de amor que los renace, en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la humedad Porfiada de su recuerdo.

[foto de cabecera: Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Chile, por Kena Lorenzini, tomada de aquí]

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