"Otros tienen el deber de ser el men, pero en la calle cualquier cosa puede suceder" — Flaco Dogg

Daniel Moreno tenía 22 años cuando, volviendo a su casa en Santa Cruz (San Isidro), lo atropelló un auto. Era la madrugada del jueves, y Daniel iba en su skate, como siempre. Lo que pasó después fue igual de veloz: tras 24 horas con muerte cerebral, y con la familia reunida, se decidió que lo mejor era dejarlo ir. Daniel murió el viernes, aun a tiempo para donar todos sus órganos.



Él y yo no éramos amigos en el colegio, en Cusco, pero nos conocíamos y nos reíamos. Daniel era bromista, confianzudo con los amigos de amigos, pero serio en la calle, taciturno a veces. Tenía sus medios para hacer las cosas, parece, y a los 22 años ha dejado más para mostrar de su trabajo de lo que se esperaría de un joven que está todo el día en la calle. 

El skate, como deporte, implica justamente eso: estar todo el día en la calle, pensar en el barrio como una gran playa y en la vereda como sus olas. Surfear las gradas, las varandas, los bancos. Sacarse la mierda y sonreír diciendo 'conchasumare'. Siguiendo con el paralelo, el skate, como el surf, es ver en un medio hostil, lleno de carros sin velocímetro y serenazgos sin sentido del humor, en un medio hostil, digo, como es la calle y como puede ser el mar, el lugar para la inspiración y el reto de la belleza.

Daniel aún no era un skater de nivel internacional, pero en su rostro se ve ese amor por lo que hace que normalmente está reservado para la privacidad del estudio o el hogar. Lo que estaba haciendo era enseñarles a sus amigos a sentir lo mismo: a sonreír al lograr un objetivo, a sonreír también al caerse. A sentir cariño por la urbe que, tirándonos al piso, recompensándonos poco, nos acoge. No es una enseñanza exclusiva para skaters


Foto de portada: Gonzalo Noriega


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