La memoria que guardamos de Julio Ramón Ribeyro es, sobre todo, la de un ensayista y cuentista magistral. Y es una memoria justa, porque es en el arte del relato breve que Ribeyro descolló -con su apego a las formas tradicionales, su profunda agudeza psicológica y su mirada melancólica sobre la vida en Lima- como escritor de ficciones, y es en el ensayo (y los diarios) donde nos ha dejado sus mensajes más vigentes y donde nos habla con su voz más inconfundible personal.
Pero Ribeyro también fue novelista, por supuesto, y sus novelas merecen más atención de las que por lo general les suele dar el lector promedio. Son tres: Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976). Ahora, el nuevo sello Pesopluma ha reeditado la más temprana, y nos da una nueva oportunidad de reencontrar esta faceta del arte de un escritor cuya importancia y prestigio no han hecho otra cosa que crecer en los últimos años.
Crónica de San Gabriel ha sido siempre vista como una rara avis en el canon ribeyriano, por una razón tan simple como superficial: en la obra de un autor tan identificado con el surgimiento y el establecimiento de una narrativa urbana moderna en el Perú, este relato sucede en la sierra.
La génesis de la novela, cuenta el propio Ribeyro en la introducción que la precede (y que esta edición incluye) es el recuerdo de un viaje hecho por el escritor en la adolescencia, unas vacaciones pasadas en una hacienda andina a la edad de catorce o quince años. Este recuerdo le sobrevino una década después, en 1956 para ser precisos, cuando se hallaba becado y solitario en Alemania; Ribeyro escribió estas páginas de un tirón durante aquel invierno, hasta que pudo comprobar "que había comenzado el deshielo, que los árboles reverdecían y que muy bien podía ya salir no solamente de mi cuarto sino de mi libro. La novela estaba terminada". Algo después, en 1960, le añadió al manuscrito un capítulo y la publicó.
El propio autor remarca en esa misma introducción la extrañeza de Crónica de San Gabriel en el conjunto de su trabajo, anotando la discontinuidad entre los temas, preocupaciones e intereses que la informan y los otros que fueron suyos. Pero, en realidad, no es difícil ver ya en la breve descripción de su origen que tal extrañeza es tamizada por muchos puntos de contacto, más allá del escenario. Por ejemplo, la presencia de la memoria (distante, nostálgica, melancólica) como eje articulador del relato: lo vemos en la narración que hace Ribeyro de las circunstancias en que escribió su libro, y lo vemos también en el libro mismo, que tiene esa exacta estructura.
El narrador de la historia es Lucho, que ya adulto rememora una visita hecha a los 15 años (y a poco de la muerte de su padre) a San Gabriel, una hacienda en la sierra de La Libertad de la cual su tío Felipe es administrador. La visita a San Gabriel habrá de ser definitiva en la transición del personaje hacia la edad adulta: esta es una novela de aprendizaje en el sentido clásico, emparentada con los grandes ejemplos del género. Pero me interesa más anotar aquí el detalle que acabo de mencionar, y que podría pasar inadvertido: el tío de Lucho es el administrador de la hacienda, no su propietario ni mucho menos uno de sus peones. Viniendo desde fuera, desde la costa (Lima), Lucho no estará inserto más que como pasajero en ese espacio serrano; al no ser parte de ninguno de los grupos que definen el conflicto central de la vida en una hacienda (según la retrata, por ejemplo, la narrativa indigenista contra la que Ribeyro reaccionó desde sus primeras producciones literarias), esa desubicación se duplica. Podrá estar afiliado a los patrones, pero no es de ellos, y esa diferencia es sustantiva.
En otras palabras, Crónica de San Gabriel comparte con el resto de la obra de Ribeyro el énfasis tanto en un personaje que se halla en medio de los polos del espacio social, como una concentración en lo que tales circunstancias le hacen al individuo: no son para él aquí, como no lo son en sus cuentos o sus otras novelas, los grandes retratos de una era y un lugar, ni la narrativa social. El escenario será serrano (lo cual tiene consecuencias para la novela), pero el espíritu que anima la escritura es el mismo que encontramos en la narrativa urbana de los cuentos o las otras dos novelas.
Y este espíritu corresponde (según sugiere Peter Elmore en un interesante ensayo titulado "El tiempo de los hallazgos") no al fresco o al mosaico que son las aspiraciones de tanta narrativa de la misma época, sino al caleidoscopio: un instrumento para ver pluralmente los objetos, dice Elmore; uno que enfatiza no las afiliaciones grupales del personaje o los grandes conflictos que marcan el espacio social, sino la forma en que "el actor forja su identidad en la fragua del trato con individuos de diversos géneros, generaciones, etnicidades y clases".
Hay que anotar que esto, como reconoció hace tiempo Luis Loayza escribiendo precisamente sobre Crónica de San Gabriel, no es una despolitización de la mirada literaria, sino más bien una forma oblicua (y quizá por eso más efectiva) de politizarla. En última instancia, observó Loayza, el pesimismo de Ribeyro "no es una inclinación personal que pueda resolverse en datos psicológicos o biográficos, sino una manera de ser dignamente ante la realidad del sufrimiento". Como siempre, tiene razón, y esta novela (en la que la injusticia del orden de la hacienda, las relaciones entre la provincia y la capital y el dolor de los campesinos están todos presentes, aunque no sean centrales) es un claro ejemplo.
Todo ello alcanza para recomendar este temprano libro de Julio Ramón Ribeyro a los lectores, aunque podría decirse mucho más: la limpidez de la prosa, las evocativas y bellas imágenes, la sutil (y a veces, no tanto) ironía de la narración se cuentan también entre sus abundantes virtudes. Saludamos pues esta reedición, que inaugura la serie "Crisálida" de Pesopluma. Esta colección busca rescatar lo que los editores llaman los "primeros cuadernos" de escritores que luego se convertirían en pesos pesados de la literatura. Un esfuerzo más que loable, que saludamos también.
(Foto de portada: Baldomero Pestana)
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