Muchos de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro —sobre todo los ambientados en Lima— llevan al lector de hoy a experimentar un viaje en el tiempo, algo que en algunos casos también les brinda la oportunidad de descubrir y conocer los mismos rincones por los que pasearon sus personajes. En cambio, en su obra no ficcional —ensayos, diarios y prosas breves— la travesía se traslada a otro espacio, a uno interior, más íntimo, a la propia mente de Ribeyro.

Revisar las páginas de La caza sutil (ensayos y artículos de crítica literaria) o las Prosas Apátridas (conjunto de textos sin una definición precisa) permite el encuentro con el dueño de la voz y la mirada que nos guía en historias como "Los gallinazos sin plumas", "Tristes querellas en la vieja quinta" o "El rey de las azoteas", solo por citar algunos de los cuentos más difundidos.

Porque en esas páginas —y en especial en las de los diarios reunidos en La tentación del fracaso— hallaremos a un Ribeyro más diáfano y vulnerable, que no duda en recriminarse una y otra vez su desidia y descuido para escribir o para alcanzar las exigentes metas que se ha propuesto, y que vence cualquier clase de pudor y acepta sus conflictos con la palabra, con la memoria, con la vida. 

Disimulado detrás de apuntes y juicios sobre la obra de otros escritores o sobre los "grandes temas" de la literatura universal, aguarda un individuo enterado de sus límites, pero que a partir de ellos es capaz de ir más allá de sí, dejando —dejándonos a nosotros, sus lectores— en el camino una hilera de interrogantes que, antes que ser resueltas por completo, buscan estimular, atormentar la conciencia de quien esté dispuesto a acompañarlo. Veamos.


De La caza sutil:

El excesivo espíritu crítico hace del escritor limeño, por otra parte, escrupuloso y timorato. Juzga muchas veces sin razón que sus fuerzas son muy limitadas, que las dificultades de toda obra por emprender son insalvables, y que más vale la abstención que la tentativa. Por ello aplaza continuamente el momento de la creación, trata de estar al día mediante lecturas desenfrenadaso intenta concebir una idea genial que nunca llega. Por último, la escasa capacidad de trabajo del escritor limeño lo hace interrumpir la obra que hubiera decidido comenzar. El limeño es amigo de la improvisación, de las soluciones rápidas, de las componendas de última hora. Quisiera escribir en un mes una novela. Pero la novela es algo más que un chiste, no brota como los hongos, y quien no esté dispuesto a sacrificar en ella algunos años, no puede esperar encontrarla en su velador después de un sueño de grandeza.

("Lima, ciudad sin novela", 1953)

En realidad existe un amor físico a los libros muy diferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general el gran lector no ama los libros, así como el don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable (...) Un libro, para ser amado, necesita poseer otras y más delicadas cualidades. Necesita, en realidad, un mínimo de decoro, de gusto, de misterio, de proporción; en suma aquellas cualidades que podemos exigir, discretamente, en una mujer. Por esta razón es que entre las mujeres y los libros existen tantas secretas correspondencias. Hay libros que terminan su vida solitarios, que jamás encuentran un lector. Hay lectores que jamás encuentran su libro.

("El amor a los libros", 1957)

El artista tiene toda la libertad para elegir de la realidad los datos que le interesan y para ordenarlos de acuerdo a su propia sensibilidad. Tiene, además, una libertad más preciosa que es la libertad de inventar. El día que se suprima la invención de la literatura, ese día la literatura dejará de existir.

("En torno a una polémica: crítica literaria y novela", 1958)


De Prosas apátridas:

*** 

Ayer recordé súbitamente las noches de Miraflores y empecé a escribir una narración. Entonces y solo entonces me di cuenta de que esas  noches —dos o tres de la mañana— tenían una música particular. No eran silenciosas. En esa época, cuando vivíamos esas noches, decíamos incluso: "¡Qué tranquilidad! No se escucha nada".Pero era falso. Solo ahora, al rememorar esas noches con el propósito de describirlas, puedo darme cuenta de los rumores que la poblaban. Resacas de los acantilados, quejidos del lejano tranvía nocturno, ladridos de perros en las huacas y una especie de zumbido, de estampido persistente y ahogado, como el de una trompeta que gime en el fondo de un sótano. Comprendí entonces que escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos solo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacables de los signos alfabéticos.

***

Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir o será la prolongación de los juegos de infancia. Veo que tanto él como yo estamos concentrados en lo que hacemos y tomamos nuestra actividad, como a menudo sucede con los juegos, en la forma más seria. No admitimos interferencias y desalojamos inmediatamente al intruso. Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras. Ambos, con los medios que disponemos, ocupamos nuestra duración y vivimos un mundo imaginario, pero construido con utensilios o fragmentos del mundo real. La diferencia está en que el mundo del juego infantil desaparece cuando ha terminado de jugarse, mientras que el mundo del juego literario del adulto, para bien o para mal, permanece. ¿Por qué? Porque los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente remplazar los objetos por sus signos.


***

La única manera de comunicarme con el escritor que hay en mí es a través de  la libación solitaria. Al cabo de unas copas, él emerge. Y escucho su voz, una voz un poco monocorde, pero continua, por momentos imperiosa. Yo la registro y trato de retenerla, hasta que se va volviendo cada vez más borrosa, desordenada y termina por desaparecer cuando yo mismo me ahogo en un mar de náuseas, de tabaco y de bruma. ¡Pobre doble mío, a qué pozo terrible lo he relegado, que solo puedo tan esporádicamente y a costa de tanto mal entreverlo! Hundido en mí como una semilla muerta, quizás recuerde las épocas felices en que cohabitábamos, más aún, en que éramos el mismo y no había distancia que salvar ni vino que beber para tenerlo constantemente presente.

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El hecho material de escribir, tomado en su forma más trivial si se quiere —una receta médica, un recado— es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos que pueda concebirse. Es el punto de convergencia entre lo invisible y lo visible, entre el mundo de la temporalidad y el de la espacialidad. Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos, convertir en formas lo que era solo formulación y saltar, sin la mediación de la voz, de la idea al signo. Pero tan prodigioso como escribir es leer, pues se trata de realizar la operación justamente contraria: temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria aquello que no es otra cosa que una sucesión de grafismos convencionales, de trazos que para un analfabeto carecen de todo sentido, pero que nosotros hemos aprendido a interpretar y a reconvertir en su sustancia primera. Así, toda nuestra cultura está fundada en un ir y venir entre los conceptos y sus representaciones, en un permanente comercio entre mundos aparentemente incompatibles pero que alguien, en un momento dado, logró comunicar, al descubrir un pasaje secreto a través del cual podía pasarse de lo abstracto a lo concreto, gracias a una treintena de figuras que se fueron perfeccionando hasta constituir el alfabeto.


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