"De más está decir que todo lo narrado en estas páginas es verídico, incluso la ficción", advierte Mark Willems en la nota introductoria a su libro "La patria del alma" (Ríos Profundos Editores, 2014).
En una reciente entrevista para LaMula.pe, Willems cuenta que como tantos otros jóvenes europeos de los años 60, él y su compañera Lieve Delanoy, llegaron a nuestro país convencidos "que el hombre nuevo del que hablaba el Che Guevara lo iban a encontrar en Latinoamérica". Las más de tres décadas de vida en las serranías de Lima, Ayacucho y Apurímac que siguieron a esa decisión, son materia de las anécdotas y estampas que componen su libro.
Uno de estos relatos llama especialmente la atención, pues se trata de una nueva versión de de la muerte de un personaje icónico: Edith Lagos, la joven ayacuchana protagonista de los años aurorales de la guerra que Sendero Luminoso declaró al estado peruano. Su multitudinario entierro en Huamanga la convirtió en mito, y como todo mito, en algo difícil de rememorar sin entrar al fango de la polémica.
Poco es lo que se sabe con exactitud de las circunstancias de su muerte, ocurrida poco después de su espectacular fuga de la cárcel de Huamanga. "Fue abatida en un confuso tiroteo con un grupo de policías en Umaca. Según versiones de la prensa, un hombre que la acompañaba huyó cuando a su vez los policías se retiraron a buscar apoyo a Andahuaylas", señala el historiador Ricardo Caro en su estudio sobre la construcción de la imagen de Lagos.
Bajo el título "Hierba silvestre", Willems propone su mirada personal, y su participación en los hechos que conducirían a ese "confuso tiroteo" en el que muere Edith, a los 19 años apenas. "Las personas aquí mencionadas son reales y ficticias, porque han existido y existen en mi vida con otros nombres -nos recuerda el autor- A todas les debo gratitud por las lecciones aprendidas, y porque también, como yo, fueron y son víctimas de sus propios engaños".
- hierba silvestre
Escribe: Mark Willems
(...) Mark conducía, un auto bonito, Nissan Patrol, en aquellos años el todoterreno más moderno de la provincia. Lógico, ¿cuándo las ONG tienen algo en común y corriente, 4x4? No lo había comprado y no le servía mucho. Un carro en la sierra debe ser como una mula, donde uno pueda transportar cosas, llevar gente en la tolva, y no una camioneta cerrada. Parecía más un carro de un pichikatero que de una ONG.
- Cuidado ingeniero. ¡Frena! - gritó Feliciano, pálido, con la carar aterrorizada.
- Tranquilo compadre, ya les he visto- dijo Mark.
Freno en seco, aparentemente calmado. La procesión iba por dentro. Miraba a los quince encapuchados armados que estaban en la trocha, justo antes de una curva cerrada y un badén natural, donde corría un riachuelo.
- ¡Bajen del auto, c... de su madre!- gritó una chata que parecía dirigir el grupo. Todos tenían medio rostro cubierto con una capucha de tela roja, con la hoz y el martillo amarillos en la frente.
- ¡Gringo! ¿Qué haces por acá? Seguro agente de la CIA eres- proseguía la chata. Los demás, calladitos les apuntaban con sus armas. Armas cortas, unos máuser viejos. Y tres de ellos portaban metrallas cortas, Star, como las que manejaban los policías en la provincia.
Por lo grotesco del calificativo, "agente de la CIA", Mark perdió su temor. Se daba cuenta de que ya no era dueño de su vida, y que dependía de la voluntad de la chata, pero a la vez le calmaba pensar que él no era quien ella creía. Y esto le ayudó. Tener miedo nunca te sirve, un poquito sí, para no hacer tonterías, pero Mark ni siquiera tenía eso.
- ¡Dame las llaves gringo de m...! Y vamos adentro de la casa.
Un compañero alto, que andaba al costado de la chata, recibió las llaves riendo y les acompañó adentro. Una casa, campesina como todas. Una campesina cocinando sobre un fuego en el piso y una mesa rústica de madera de eucalipto en un rincón. Mark y Feliciano se sentaron allí. La chata cambió de humor, les invitó a comer. Los compañeros habían comido ya. La campesina trajo dos platos, un poco de papa sancochhada y lentejas, con su mote.
- No te preocupes gringo, no te vamos a hacer nada. Hemos venido para ajustar a un tinterillo, abusivo de la gente, el profesor Domínguez. Podrás ir mañana a tu casa, con tu mujer y tus hijos, cuando hayamos cumplido nuestra tarea- dijo, y Mark no pudo reprimir su sorpresa.
- ¿Cómo sé que tienes familia, gringo? El partido tiene mil ojos y mil oídos. ¿Cómo te llamas, qala? ¿Imata sutiyki?- le interrogaba la chata, riendo.
- Mark, compañera-, contestó el gringo, la boca llena de lentejas que le shabía servido la campesina, una mujer de edad. Seguramente, la madre del profesor.
- Te vas mañana,a ver a tu familia. Los comuneros vana darte de comer algo esta noche. Y no te preocupes, no es a ti al que buscamos.
Mark conocía al profesor. Conocía el pueblo donde enseñaba, La Cabaña, comunidad chiquita a la espalda de Occobamba, mirando hacia la Oreja de Perro, en Ayacucho. Y sabía que no iba a venir ahora mismo, recién era jueves y le tocaba todavía un día de clase mañana. Y el prfesor Domínguez no era de los profesores del campo que llegaban el martes y se iban el jueves, no por ser buen profesor, sino porque vivía en La Cabaña como un rey. Como un pequeño gamonal. Tenía todo lo que necesitaba a su disposición, hasta mujer de turno, alumnas que por coincidencia le traían huevos o papas en la noche, cerveza boliviana en latas, galletas. Y aquella única vez que se vieron, se jactaba ante Mark de ser muy buen conocido de los compañeros, que tomaban trago con él en las noches o jugaban ajedrez. Él no tenía miedo de ellos.
- Gringo, ven. Explícanos los cambios de tu carro, cómo funciona la doble- ordenó amistosa la chata a Mark.
Los compañeros iban en dirección contraria, hacia Occobamba, y habían logrado poner el auto en ese rumbo. La chata y el muchacho alto, que parecía su enamorado por el trato confianzudo que ella le daba, muy distinto a la jerarquía mantenida con los otros, querían ir a pasear a solas en el carro.
- ***
La beata Santa Rosa de Lima es la patrona de la Guardia Civil, y días antes tuvo su fiesta. Todas las comisarías en los pueblos tienen una pequeña estatua de Santa Rosa en el patio, donde devotamente los policías se persignan cada día. Y el día de su fiesta, después de la misa en el templo de San pedro, a donde acudieron los efectivos en uniforme de gala, sus damas y amantes con su mejor ropa. Y luego del almuerzo de camaradería, los que no estaban borrachos se alistaron para jugar una pichanga, en la misma comisaría.
Pero les faltaba un jugador, debía haber dos equipos de seis. ¿Qué hacer? No había problema, buscaron a Juan Chocce de la comunidad de Occobamba, para que participe. Juan estaba en la cárcel, al costado de la comisaría, por rompe. Pero jugaba bien al fútbol, así que le dieron libertad provisional.
Después de jugar unos cuatro partidos se pusieron a tomar. Las cervezas circulaban de dos en dos, e invitaron también a Juan a celebrar. La verdad, estaban tan alegres y borrachos, que ni siquiera se acordaron de Juan. Y Juan aprovechó para escapar, después de agradecer a Santa Rosa, y no se detuvo hasta llegar a su pueblo.
Dos días después, una patrulla de cinco policías, bien armados con sus FAL, metralleta belga de largo alcance, se movilizaba a Occobamba para buscar al futbolista pófugo. A las cuatro de la tarde, regresaban por el camino angosto hacia Andahuaylas, sin el preso. Vestidos como campesinos con poncho y sombrero, los policías viajaban en la tolva de la camioneta, y casi saliendo del pueblo de Umaca, se encontraron con otro carro. No había pase, alguien debía ceder, dar paso, como es costumbre. En el otro carro había dos jóvenes, con capucha roja.
Mark y Feliciano seguían en la casa, custodiados por unos tres muchachos. El resto de compañeros seguramente vigilaba el camino por donde sus líderes partieron, de paseo con el carro bonito de la ONG.
De pronto, estalló la balacera. Asustados, arrojaron sus capuchas al piso, dejaron sus libros de estudios en el suelo y gritaron al unísomo:
- ¡Salgamos de aquí! ¡No son de nosotros!
Mark y Feliciano se vieron obligados a salir corriendo de la casa, como todos, por la parte de atrás. Cerro arriba, vieron pasar a toda velocidad los dos carros y escucharon las ráfagas de las balas estallando contra la roca del badén. Y después, silencio. Los compañeros habían escapado, y Mark y Feliciano, sentados en el cerro, no sabían qué hacer.
- ***
Tomás apareció en la casa, con una moto que hacía bulla por dos. Tomás siempre iba a visitar a la familia, pero esta vez se portaba extraño, distinto, como queriendo y no queriendo decir algo.
- Pero -preguntó Lieve- ¿qué te pasa Tomás? ¿Algo ocurre con tu señora, con tus hijos?
- No, nada, olvídate.
- No te creo. Nunca te he visto así, te conozco. Las mujeres presentimos cuando hay algo, y a ti te pasa algo- insistió Lieve.
- Está bien, te diré. El auto de Marcos está donde la policía, con las lunas rotas, y no quieren decir dónde está tu esposo.
Lieve se puso pálida, pero como era una mujer de armas tomar, mandó a sus hijos mayores a cuidar la casa. Y con el pretexto de que había algo que hacer en Andahuaylas, montó en la moto de Tomás.
- ¡Vamos a la comisaría! ¡Quiero saber qué pasa!- reclamó Lieve, vehemente- ¡Apúrate Tomás!
Lieve era temeraria, pero no le gustaban las aventuras sobre ruedas, prefería caminar, pero esta vez no lo pensó dos veces, porque quería llegar lo más rápido posible. Ni cuenta se dió que los ocho kilómetros para llegar a la comisaría pasaron como un suspiro, tanto pensaba en su compañero y en qué sería de su vida si algo desagradable le hubiera pasado. Llegaron, saltó del motor y se acercó hasta la puerta de la comisaría. Un policía le cerró el paso.
- Tu marido es flaco y alto, ¿no?- dijo. Como únicos gringos en el pueblo, eran bien conocidos.
- Sí, ¿le pasó algo?
- Está muerto.
- ***
Mark y Feliciano estaban esperando, sin saber qué hacer, y un poco aterrorizados. Dudaban si debían regresar a pie, porque los tucos le habían advertido que no podían salir. ¿Qué hacer? De pronto vieron a unos comuneros con sus acémilas, tomando un camino hacia la ciudad. Al instante, decidieron seguirles. Después de caminar cinco horas, Mark encontró a su compañera, abrazada a sus tres hijos, llorando. Lágrimas que se convirtieron en alegría por la resurrección del muerto.
Al dia siguiente le tomaron preso, y dos días más tarde escapó con toda su familia hacia Cusco y Lima, subiendo a las cuatro de la mañana en un carro contratado. Una amiga, casada con un policía, les avisó que tenían preparada una celada para hacerle daño.
Y así se concretizó una etapa más en el engaño, con la idea de que eran terroristas. En un breve lapso Mark pasó de ingeniero a agente de la CIA, terruco, preso, refugiado.
La marca de ser un terrorista les iba a perseguir años, como un estigma. Cada cierto tiempo aparecían acusaciones, y hasta juicios y amenazas vía internet. Mark vivía a salto de mata. ¿O era eso lo que buscaba?
Porque no dejó de buscar situaciones complicadas. Se metió en política, asumió la defensa de los derechos humanos, siguió trabajando en zonas de emergencia. Y Lieve también, trabajaron en teatro alternativo. desafiaban paros armados yendo a trabajar, organizaron y ayudaron en los procesos de retorno. No era raro entonces que las sospechas continuaran.
¿Y qué pasó con el profesor? Lo mataron meses después, tras torturarlo bien feo. ¿Y qué fue de los jóvenes que parecían enamorados, el encapuchado alto y la chata? Ella salió del auto, pereciendo acribillada en el acto. Su nombre de guerra era Lidia. El alto, Javier, que parecía cubano, escapó. Meses después murió en Kishuara, tratando de volar el puente Pachachaca.
A la camarada Lidia la trasladaron al hospital de Andahuaylas. Se rumoreó que luego de la autopsia, la ropa interior de la muerta se convirtió en un trofeo.
No hubo reposo para su cadáver. La enterraron tres veces. Primero, en una fosa común. Luego en un nicho, pagado por las monjas de Andahuaylas. Y la tercera vez, convertida en leyenda, Edith Lagos fue sepultada en Ayacucho, con la presencia de más de diez mil personas y con una misa en la catedral, adelantada por el obispo de Huamanga.
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