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"Para mí, la fotografía tuvo siempre implicaciones políticas, no estéticas"

Una conversación con el fotógrafo catalán Joan Fontcuberta, eterno defensor de la duda como estrategia . Exhibe en el Centro de la Imagen hasta el 24 de octubre. (Foto: Diego de la Vega)

Publicado: 2014-10-04

Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955) es uno de los fotógrafos españoles contemporáneos más importantes. Su trabajo es parte de las colecciones del Centro Pompidou de París, el Museo Metropolitano de Arte y el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Art Institute de Chicago, el Museum für Kunst und Gewerbe de Hamburgo, el I.V.A.M. de Valencia y el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Ha recibido numerosos galardones y reconocimientos internacionales por su trabajo; en 2013 recibió del premio de fotografía Hasselblad, considerado por muchos el más importante a nivel mundial. 

El trabajo de Joan Fontcuberta ha estado, desde el principio, relacionado a una preocupación por la fotografía como vehículo para la perpetuación y generación de discursos de poder y autoridad. Fontcuberta se apropia de estos discursos para cuestionarlos y reproduce sus mecanismos para demostrar lo arbitrarios y, en muchos casos, perniciosos que resultan. El fotógrafo está convencido de que la construcción ideológica está tan inserta en nuestra concepción de la realidad, que debemos ponerla en duda de manera radical.

Fontcuberta estuvo en Lima la semana pasada y conversamos con él sobre su obra, las condiciones de la era postfotográfica y su primera exhibición en nuestra ciudad, que va hasta el 24 de octubre en el Centro de la Imagen.


Su trabajo está marcado desde un inicio por un constante cuestionamiento de la veracidad de la ciencia, la historia y finalmente de la fotografía misma. ¿Cuáles son los orígenes de esa preocupación?

Tiene, hasta cierto punto, implicaciones autobiográficas. Yo nací en 1955 en Barcelona y mis primeros veinte años transcurren bajo la dictadura franquista. Entonces, cuando entré a la universidad, al igual que todos mis compañeros de generación, desarrollé un sentimiento crítico respecto a la climatología que respirábamos. A la falta de libertad, la opresión, la propaganda, la censura, en fin, a las dificultades que había para desempeñarse democráticamente. Me daba cuenta de que la verdad no era un concepto abstracto que preexistía a nuestra experiencia sino que no dejaba de ser un punto de vista impuesto desde una posición de poder. Empecé a interesarme en cuestionar todos los discursos de autoridad. ¿Dónde había discursos de autoridad? En la política, en los medios de comunicación, en la enseñanza, en la academia, en la ciencia, en la religión, etcétera. 

Me di cuenta de que la fotografía, que en ese momento todavía tenía prestigio en tanto que medio documental, no dejaba de ser otro discurso autoritario. En la medida en que imponía al espectador un sentimiento de veracidad. Que no venía dado por las características del propio proceso, sino por sus orígenes. La fotografía nace en el siglo XIX, fruto de la cultura tecno científica, del positivismo, de la revolución industrial, etcétera y canaliza toda una serie de valores: verdad, memoria, fragmentación, archivo, identidad, por nombrar solo algunos. Pero esos valores no son inherentes al medio por su propia ontología, sino por el contexto social, político y económico que le ha hecho nacer. Entonces yo, en tanto que fotógrafo, conocía los entresijos de la producción de la imagen. Entendía que una imagen fotográfica, como cualquier otro producto humano, era una construcción, no una transcripción literal de la realidad. No era un testimonio objetivo, mecánico, sin intervención humana. Todo lo contrario. Era algo absolutamente subjetivo e interpretativo. Entonces, ¿Por qué la fotografía gozaba de esa aureola? ¿Por qué era tan convincente como documento? Me interesó observarlo en la fotografía como un caso de estudio simbólico sobre otras situaciones en las que también dábamos por válidos ciertos discursos de autoridad. Para mí, el uso de la fotografía tuvo sobre todo implicaciones políticas, no estéticas.

Cala rasca, de la serie Herbarium / © Joan Fontcuberta & Pere Formiguera

¿Cuál es ese lastre que la fotografía arrastra desde el siglo XIX?

La fotografía es el resultado de conjugar toda una serie de conocimientos técnicos en el ámbito de la óptica, la química, la mecánica, etcétera. Podemos rastrear esos conocimientos muchos siglos hacia atrás: la cámara oscura citada por Aristóteles, las emulsiones fotosensibles, la Luna Cornata a la que se refieren los alquimistas árabes, los desarrollos en óptica del renacimiento, los lentes... Hay toda una serie de elementos que van a permitir la aparición de la fotografía. Pero eso solo sucede a principios del siglo XIX. ¿Por qué? Muchos estudios nos dirán que es el momento el que hace que una especie de sistema ortopédico, una prótesis de la mirada, sintetice el conocimiento como resultado de una experiencia empírica. La fotografía viene a ser el trasunto de esa manera de acercarnos a la realidad. La fotografía, entonces, está perfectamente enraizada en el naturalismo de la literatura, en el realismo de la pintura, en el positivismo filosófico, en el liberalismo económico... En fin, hay toda una serie de movimientos y doctrinas que dan cuerpo, dan sustancia ideológica a la fotografía.

Eso hace, para mí, que la fotografía nazca con lo que me gusta llamar irónicamente un pecado original. Cuando nosotros disparamos la cámara no estamos produciendo una imagen de manera inocente, neutral, sino que esa imagen lo que hace es activar todos esos valores. El fotógrafo debe ser consciente de esa situación y aceptarla, para que juegue a su favor o negarla, para desarticularla. Mi propuesta consiste en una advertencia respecto al escepticismo o a la crítica con la que debemos jugar con los resultados de la cámara.
Diría que hoy estamos en una era de tránsito hacia otra situación que, a falta de un término más adecuado, llamamos postfotografía; en la que el gesto fotográfico persiste, pero en cambio ya no hay esa persistencia de valores como verdad y memoria. En esa postfotografía tal vez se está dando respuesta a una nueva climatología política, filosófica, etcétera. Estamos siendo testigos de una transformación en el medio, que lo que refleja es una transformación de la sociedad y en la historia.
Pienso que usted no lo ve desde una postura nostálgica. Su trabajo es más bien una expresión de la ironía que carga ese contexto. En ese sentido, ¿no nos queda nada más por descubrir?

Hay dos posiciones antagónicas y las dos son defendibles. Una sostiene que hoy en día hay una masificación de imágenes tal, que no tiene sentido seguir produciéndolas. Porque lo que estamos haciendo es solo repetir lo que ya está hecho. De ahí derivan posiciones, digamos ecológicas, que proponen detenernos y reciclar lo que ya existe. Hay otra tendencia que dice lo contrario, que necesariamente toda imagen es única e irrepetible. Por lo tanto hemos de seguir haciendo imágenes, porque aunque se parezcan a las que ya existen, siempre aportaran por lo menos la propia experiencia de la creación de la imagen; el placer o la inquietud de la creación de la imagen. 

Yo me situaría en una posición intermedia. Estoy de acuerdo en que hay una avalancha de imágenes que nos ha llevado a una bulimia exacerbada. Pero, creo que esa masificación lo que debe hacer es dirigir nuestra reflexión hacia aquellas imágenes que faltan. Efectivamente hay muchísimas imágenes, pero también hay algunas que todavía no tenemos. Porque han sido censuradas, porque no han podido realizarse técnicamente, porque se han perdido, etcétera. Hay todavía un magma de información visual que es un territorio virgen. Hay que encauzar nuestros esfuerzos hacia esas imágenes faltantes.

Alopex Stultus de la serie fauna / © JOAN FONTCUBERTA

Estar en este constante cuestionamiento de la propia naturaleza del medio, tal vez dificulta el trabajo o por lo menos le da un carácter particular. ¿Cómo es ese proceso?

Para mi hay un compromiso con este tipo de problemáticas. Pero como en una cebolla, si ese sería el eje central, hay muchas capas alrededor. A mí me interesa mucho la dialéctica entre lo natural y lo artificial, entre lo verdadero y lo falso, entre la tecnología y la cultura. Hay toda una serie de elementos temáticos que se van solapando. Creo que cada uno de mis proyectos mantiene la coherencia con este compromiso a la cuestión de la verdad en la fotografía. Pero, en cada caso se despliega en un campo distinto de manera que me permite vivir otras situaciones.

De hecho, el título de esta exposición Metabolismos de la imagen se refiere a una cierta biología de la imagen, a una cierta vida de la imagen. Para mí, la fotografía vive vidas distintas según las habitaciones en las que se encuentra. Una habitación puede ser el periodismo, otra la publicidad, otra la ciencia, otra la religión, otra el arte y así. En cada una de ellas la fotografía adopta una naturaleza particular, entonces en mis proyectos lo que hago es ser una especie de turista: voy visitando estos diferentes habitáculos.
También los lugares intermedios entre esas habitaciones.
Porque siempre he pensado que lo interesante no está en lo que podemos considerar el corazón, sino en los intersticios, en las zonas fronterizas, en las no man's land. A mí siempre me ha gustado merodear por esas zonas en las que no sabes bien si es esto o lo otro.
Ha dicho hace un rato que la fotografía ya no es un medio inocente. ¿El público sigue siéndolo?

El público de hoy es mucho más educado que hace cincuenta años. Incluso, yo sostengo que la crítica al realismo fotográfico no ha sido propiciada tanto por la emergencia de la tecnología digital sino por la madurez creciente del público. Porque cada vez que alguien hace una fotografía es un paso adelante en una toma de consciencia de la subjetividad.

Diez fotógrafos en batería frente a la misma realidad ven cosas distintas. Por lo tanto, ¿dónde está la objetividad y qué es la realidad? Nos hemos de dar cuenta que la realidad no es algo que preexiste a nuestra experiencia sino que es una proyección de nuestra propia percepción, de nuestras propias herencias, ideología etcétera. Finalmente la realidad es un efecto de construcción intelectual. Por lo tanto en la media en que el público toma consciencia de ese planteamiento, es lógico que deje de ser un público inocente para ser cada vez conocedor.

Hay que decir también, que en la medida en que el público se educa y alcanza esos niveles de refinamiento, también los sistemas de manipulación se refinan y se sofistican. Por desgracia sigue habiendo una separación entre las posibilidades del engaño, del fraude y las posibilidades de advertirlo.

de la serie sputnik / © JOAN FONTCUBERTA 

De algún modo, esa conciencia de la subjetividad es algo que aparece más tempranamente en el pensamiento occidental y ahora dentro de la ciencia más avanzada. Es interesante pensar que su trabajo lo pone a la par con esa ciencia que tanto tiempo ha invertido en desenmascarar.

Más que desenmascarar la ciencia, desenmascaro la arrogancia de la ciencia; el hecho de que la ciencia se presente como un monopolio para explicarnos la realidad. 

Además la ciencia no es más que un conjunto de verdades provisionales. Hoy tenemos unos conceptos y validamos determinadas leyes según los fenómenos de la naturaleza. Pero cuando cambian nuestras posibilidades de observación nos damos cuenta de que hay que hacer ajustes a estas leyes, que parecían absolutas e inmutables. La ciencia muchas veces se arroga una pretensión y mi trabajo lo que hace es devolverle la humildad necesaria.
En algunos casos, el mecanismo que utiliza es también una forma de demostrar que un individuo es capaz de replicar las operaciones discursivas de la ciencia.
Sí, pero es como una especie de guiño, de acotación a la autoridad científica, al sistema canonizador que tiene la ciencia. Pero no solo la ciencia, pueden ser también los medios de comunicación o la política en otras instancias de nuestra vida. Porque también plantean un esquema en el que se establecen jerarquías y sistemas de autoridad.
Usted ha insistido bastante en la idea de que dentro de este contexto, lo importante no es el medio o la discusión técnica sino lo que se está diciendo, el contenido. ¿Es siempre necesario estar diciendo algo?

No es obligatorio. Pero yo entiendo que lo que prevalece en el arte es la intención. Es decir, qué se quiere con lo que se está haciendo. Hay diferentes filosofías del arte, yo defiendo la que me resulta más plausible. En el contexto de la filosofía o de las metodologías de trabajo que yo defiendo, el artista se caracteriza por sus propósitos. En mi caso, quiero hacer muchas cosas, pero todas ellas dan vueltas alrededor de esa crítica de la verdad o de esa crítica de la autoridad. Ese planteamiento me permite toda una serie de desarrollos. No tenerlos es perfectamente factible. 

Hay artistas que trabajan desde la intuición y desde una búsqueda sin una dirección fija. Mi mujer es escultora y ella empieza a trabajar con materiales sin saber a dónde va a conducir eso. Yo en cambio, procedo del arte conceptual, del estructuralismo, de la semiótica y necesito una hoja de ruta. Tengo libertad para sobre la marcha ir variando mi dirección, pero necesito como primer paso saber más o menos a donde me encamino. Alguien puede prescindir de esa hoja de ruta, puede no querer decir nada al principio y a medida que va balbuceando, salen palabras. 

En ningún momento voy a ser dogmático, porque lo que cuentan finalmente son los resultados. Tanto en un sistema como el otro, hay magníficos resultados como grandes fiascos.

de la serie Karelia: Milagros & Co. / © JOAN FONTCUBERTA

Su trabajo ha sido en muchos casos una especie de hibrido entre la literatura y la fotografía. ¿Cuánto peso tiene la palabra dentro de su obra?

A mí me ha interesado la idea del storytelling. Como la fotografía puede contar historias. Porque normalmente la fotografía nunca se presenta aislada y autónoma, siempre son series o la fotografía con el texto o el espacio, etcétera. Hace falta toda una constelación de elementos para que la fotografía cobre sentido. Entonces, para mí, el texto y la escritura han sido importantes. Me siento cómodo escribiendo tan cómodo como me siento fotografiando. 

En esta evolución de la fotografía, que mencionaba antes, la fotografía analógica tenía una relación más directa con la descripción, en cambio, la postfotografía tiene una relación más directa con la narración. Seguramente porque su sustrato íntimo, su ontología la acerca más al sistema estructural de la narrativa, de la escritura. Por ejemplo, en una fotografía tradicional nosotros disparamos y es toda una superficie la que se genera. Entonces podemos modificarla, controlarla, desenfocarla, filtrar, aumentar el contraste, pero siempre son efectos sobre la superficie entera.
En la postfotografía, en la imagen digital tenemos una micro unidades, los pixeles, que permiten ser operados individualmente como grado cero de la escritura fotográfica. Eso es como una especie de transcripción a la imagen del sistema lineal de la escritura. La escritura es juntar palabras, hoy en día la fotografía es juntar pixeles. Eso le da una cierta proximidad con el texto y la narración. Por eso es normal que haya cada vez más esa proclividad a la narrativa.
Usted se ha dedicado también al trabajo teórico. ¿Es eso una traba en su proceso creativo?
Cuando a mí me tratan de teórico, yo lo niego. Que más querría que ser teórico. Yo soy un fotógrafo curioso y lo que me limito a hacer son establecer ciertas poéticas creativas que en principio me son necesarias para mi trabajo. En realidad lo que yo escribo, lo que yo digo y las clases que imparto son maneras de clarificar para mí, mi propio discurso. Si haciendo eso puedo irradiar también claridad a otros, fantástico. Mi pretensión no es establecer doctrina, sino entender lo que yo hago. Establecer estas hojas de ruta que en principio son válidas para mí, por eso las entiendo como poéticas. Ahora bien, si pueden ser útiles más allá de mi propia actuación, pues muy bien, pero no esa no es mi prioridad.
Su trabajo es una forma casi subversiva de promover el escepticismo. ¿En qué cree usted?

Más que el escepticismo, que es una filosofía, yo lo que promuevo es la duda. Recuerda que la duda cartesiana es el fundamento de la modernidad, del conocimiento racional. Dudar implica negar la fe, el fanatismo, la aceptación acrítica de la información. En ese sentido, yo si soy un abogado de la duda sistemática. Pero sin llegar a la fatalidad de que la duda niegue la acción. Porque llega el momento en el que si estamos siempre dudando, ¿qué hacemos para tomar decisiones? Y hay que tomar decisiones. 

Simplemente se trata de tener el máximo de información, verificar la procedencia de nuestras fuentes y al final con todos esos elementos extraer la conclusión que nos parezca más racional. En el fondo es no aceptar la credulidad, la fe ciega ni la aceptación mesiánica. Cuestionar, problematizar la información que recibimos, para asegurarnos que se acerque lo máximo posible a la realidad o que no nos ha sido entregada con intenciones colaterales.

Orogénesis: Derain, 2004 / © JOAN FONTCUBERTA

Quisiera hablar ahora sobre las piezas que presentas en esta muestra. En la serie Orogénesis vuelves sobre la idea de la simulación, de que la realidad es una construcción de la percepción. También la imagen es tanto una construcción del que la genera, como del que la observa.

Esa serie problematiza la noción misma de fotografía y la noción misma de realidad. Esos paisajes que vemos se refieren a lugares que no existen y esas imágenes que parecen fotografías, no lo son. Tienen un estatuto icónico próximo a la fotografía, pero no han sido logradas con los procedimientos ortodoxos de lo que llamamos fotografía. Hace años me interesé por unos programas cuyo origen había sido la necesidad de militares y científicos de crear modelos de realidad virtual de paisajes a partir de imágenes de satélite o datos cartográficos. Estos programas decodifican las imágenes por satélite y nos dan una experiencia virtual, como si estuviésemos sobre el terreno. Básicamente estos programas se basan en un sistema muy sencillo que es la transformación de códigos de color de los mapas en altitudes de una malla de relieve. 

En los mapas corrientes las alturas están codificadas según cartas de colores, el verde por ejemplo representa cien metros de altura y así. El programa lo que hace es escanear el mapa y cada vez que encuentra un punto que corresponde a un color, le asigna la altura establecida. La malla de volúmenes resultante puede ser recubierta con texturas como roca, pasto, etcétera. Es decir que lo que hacemos es transformar al mapa en el territorio. 

Una representación no fotográfica pero si con cierto grado de realismo. Yo lo que hago es engañar al programa. En vez de darle un mapa, le doy una obra maestra de la historia del paisajismo. Como la computadora es tonta pues lo interpreta como un mapa y hace lo único que sabe hacer: paisajes. Le demos lo que le demos, ese programa nos dará un paisaje.

Para mí eso está más allá de la discusión sobre la ontología de la fotografía; porque es la ilustración de ese precepto postmodernista que nos dice que hoy para representar la naturaleza, ya no hace falta una experiencia directa sino que basta con recurrir a las imágenes previas. No hay que recurrir a nuestra experiencia directa, sino a aquellas experiencias que ya se han dado y que son una mediación entre nosotros y el mundo tangible. 

Que vendría a ser una recombinación de la idea de la caverna platónica. Nosotros manejamos las sombras porque lo que produce esas sombras nos resulta inalcanzable, debemos entonces conformarnos con ese manejo de la sombras. Así pues, debemos conformarnos con el manejo de las imágenes, porque la realidad se ha desvanecido, en parte disuelta en su propia imagen.

Googlerama: Última cena, 2006 / jOAN FONTCUBERTA

En Googlegramas, el uso de la palabra vuelve a ocupar un lugar central. El criterio de búsqueda es lo que se usa finalmente para formular la imagen.

Esa serie lo que nos indica es que, a pesar de nuestra sensación de la preminencia de las imágenes, seguimos anclados en una cultura logocéntrica. En una cultura basada en la palabra. Porque para acceder a las imágenes necesitamos palabras. Palabras de búsqueda que a través de los motores de Google nos dan como resultado imágenes. Pero también hay una consideración sobre la crítica de una noción ingenua de internet como una archivo exhaustivo, universal y democrático, cuando en realidad no deja de ser un cumulo de información muchas veces caótica. Para manejarnos en esa jungla de datos, los motores de búsqueda toman una importancia exacerbada. 

A mí me interesa Google por lo que podríamos considerar su dimensión metafísica. De la misma manera que el daguerrotipo es en el siglo XIX un dispositivo que acredita la realidad de las cosas, Google es esa fuente de crédito. Si queremos confirmar un dato, lo buscamos y si encontramos información pues nos da confianza. Si no hay resultados pensaremos que es un engaño. Google es hoy, una herramienta que nos permite modelar un cierto concepto de lo real para nosotros. 

En el orden concreto de las imágenes, lo que hago es explorar la relación entre palabra e imagen. Entre la imagen fuente y las palabras de búsqueda, relaciones que pueden ser políticas, causales, poéticas o irónicas. Hago una serie de juegos entre la imagen inicial y las palabras que puedan tener una relación con esa imagen.

A través del espejo / foto: Diego de la vega

En la serie A través del espejo, la cámara es el protagonista de las imágenes. Es una discusión sobre la desaparición de la relevancia técnica.
Claro y eso nos lleva a una situación revolucionaria, que consiste en decir que hoy la creación ya no radica en la fabricación de la imagen sino en nuestra capacidad de darle sentido. Entonces las imágenes son tan fáciles de hacer que ese aspecto de artesanía en el que hemos fundamentado el valor del arte o de la creación hoy deja de tener sentido. Lo importante es dar a las imágenes significación, sentido. Eso es en cierta medida lo que trato de hacer con esta serie. Es un trabajo que también tiene muchas capas, yo lo entiendo como una radiografía de la sociedad hoy. En la era postfotográfica la intimidad es una reliquia. Aparecen también una serie de cambios en el uso de la cámara, la gente ya no documenta tanto lo externo sino que lo que hace es inscribirse, con esos retratos, en la realidad. Por lo tanto, no hay una voluntad de mostrar sino una voluntad autobiográfica. Puede parecer un trabajo hasta cierto punto frívolo, porque las imágenes dan la sensación de poca seriedad, pero cuando uno las lee en clave sociológica o antropológica permiten tomar el pulso a nuestra situación actual en relación a la imagen.
¿Cuáles son sus intereses actuales? ¿Tiene miedo a repetirse?

De momento no me faltan las ideas y los proyectos. El problema es que necesito varias vidas para hacer todo lo que quiero hacer, para leer todos los libros, mirar todas las películas y hacer todas las fotos. No es un problema repetirse. Los artistas son obsesivos: lo que hacen es dar vueltas alrededor de un mismo eje. Tal vez que pasa es que son vueltas en espiral. Estás dando vueltas pero cada vez desde puntos de vista distintos o haciendo énfasis en cosas distintas. Últimamente he abierto menos puertas hacia territorios nuevos y lo que he hecho es revisar territorios viejos. A mí me gusta volver de vez en cuando sobre lo que hecho y rehacerlo, reconsiderarlo o darle una vuelta de tuerca adicional. Mis proyectos nunca están cerrados. Por lo tanto me gusta ver si puedo añadir cosas.  

Esta mañana, por ejemplo, he visitado el museo de los cerebros en Lima. Es una maravilla, tiene 2910 cerebros de personas enfermas, de un hospital psiquiátrico. Una vez muertas, conservan sus cerebros y los exponen. He tomado fotos, no se para que me servirán. A lo mejor estas fotos las integro a otras cosas sobre monstruos. Para mí el proyecto es armar fotografías que extraigo de su contexto y coloco en otro. Es como si estuviese componiendo un archivo, que luego me permite articular diferentes relatos.


Metabolismos de la imagen de Joan Fontcuberta va hasta el 24 de octubre en el Centro de la Imagen (Av. 28 de Julio 815, Miraflores). El ingreso es libre.


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Escrito por

Andrés Hare

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Redacción mulera

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