Cuando la estación húmeda está por terminar y las pasturas exhiben su más intenso verdor, un hombre de pelo corto y cushma colorada llega hasta el Gran Pajonal por la parte alta del río Shimaqui, a un lugar llamado Quisopango.

Era un sitio inexpugnable, alejado de las misiones del Ene y Chanchamayo, al que sólo se tenía acceso por una intrincada red de pequeñas trochas que atraviesan la montaña y que sólo los indios conocían y dominaban.

El hombre había llegado navegando por los ríos desde el Cusco, en compañía de un indio yine llamado Bisabequi.

Se dice –aunque nunca se logró demostrar– que venía huyendo de la justicia. Se sabe que fue educado por los jesuitas, que junto con ellos había viajado a Europa y al África, específicamente a Angola; y que en su alma de rebelde había venido barruntando la mayor rebelión indígena del Perú colonial desde que tenía dieciocho o diecinueve años.

Se había pateado entero del Cápac Nán, de Cusco a Cajamarca, pidiendo el apoyo de los caciques y los apus para cuando se internase en la montaña y él reclamase lo por derecho de descendencia le correspondía, todos los indios de la Selva Central se le plegaran.

Su nombre era Juan Santos Atahualpa, el último de los incas.

Y su momento llega, y cuando llega, lo hace bajo la forma de una danza extática, bajo el influjo del masato y de la coca, de la que dice:

– Es la yerba de Dios

Y se dirige a los indios que lo rodean, no en quechua ni en castellano (lenguas que, por lo demás, domina a la perfección) sino en asháninka.

Pocos días después del rito, las conversiones al cristianismo se detienen a lo largo del todo el Pajonal.

Santos Atahualpa ha invocado a todos los indios: a los del Perené, a los del Cerro de la Sal, a los de Chanchamayo y el Ene. Todos se rebelan contra contra las campañas de evangelización de los franciscanos. Todos acuden a su llamado: yenes, shipibos, cunibos, mochobos, asháninkas, amueshas y los simirinches. Y por si fuera poco, también lo hacen los quechuas corridos de los Andes hacia la selva.

El poder de su convocatoria no tiene precedentes.

Los indios llegan hasta él provenientes del Ucayali, de la Pampa de Sacramento, desde el Pachitea y, aún más al sur, desde el Urubamba, todos a una, como si durante siglos hubieran aguardado pacientemente la magnética señal que emite la figura de Juan Santos Atahualpa, y como si esa espera se hubiese transmitido de padres a hijos, por generaciones.

La más grande revolución del Perú colonial comenzó pacíficamente, y en sentido estricto, nunca fue derrotada.

Son los primeros días de 1742. Santos Atahualpa insiste en que el padre Manuel del Santo (un evangelizador franciscano) vaya a visitarlo. No quiere en un principio asustar a los españoles. Ni ponerlos de sobre aviso.

Cuando dos de los negros liberados por Santos Atahualpa llegan a Jauja, el padre del Santo transcribe el mensaje que el nuevo apu Inca les había ordenado llevar. El mensaje dice:

– Él no ha ido a robar a otros su reino. A los españoles se les ha acabado el tiempo. A él le ha llegado el suyo.

Durante los primeros años de la rebelión, entre 1742 y 1752, los españoles envían expediciones militares desde Lima para aplacar la revuelta.

Todas fracasan miserablemente.

En 1742, don Benito Troncoso penetra hacia el corazón del Gran Pajonal con un ejército de un centenar de hombres; y no encuentra a nadie.

Entre octubre y noviembre de ese mismo año, Troncoso y sus hombres vuelven a incursionar en la Montaña, hasta el Cerro de la Sal, a Eneno y Nijandaris, otra vez sin éxito. Santos Atahualpa parece haberse esfumado. Pero sigue allí. Sigue vivo. Se sabe porque durante los primeros días de 1743 sus hombres salen hacia Chanchamayo: yines, amueshas, asháninkas y mochobos invaden la región. Pocas semanas después el virrey envía de Lima a dos compañías de tropa con sus respectivas piezas de artillería: cañones, pedreros y mucha pólvora.

En Tarma se logran reunir hasta doscientos españoles, que se dirigen a Quimiri.

Nuevamente, de Santos Atahualpa no encuentran ni el rastro. Antes que volver, esta vez los españoles deciden construir un fuerte que contenga el avance de los rebeldes. El fuerte queda al mando del capitán Fabricio Bartoli. De las muchas versiones que hay sobre la batalla que toma lugar poco después, todas coinciden en un hecho: que el apu Inca ofrece al capitán español dos treguas de quince días, y diversas ocasiones para retirarse con dignidad, que Bartoli no acepta, esperanzado en que le enviaran unos refuerzos que sólo llegaran meses después.

Acabada la última tregua, Santos Atahualpa ataca en la oscuridad.

No se salva nadie.

Ejecución de misioneros franciscanos. mural del convento de ocopa

Cuando llegan los refuerzos pedidos por Bartoli, encuentran que en la otra banda del río Quimiri el fuerte español ha sido ocupado por los rebeldes.

En enero de 1746, el general de armas, José de Llanos, logra reunir un ejército de mil hombres; de los cuáles quinientos ingresan a territorios rebeldes por Huancabamba, y de allí emprenden hacia el Cerro de la Sal.

Las marchas forzadas por caminos dificilísimos, y el clima, se van cobrando a sus primeras víctimas. No han siquiera tocado contacto con las fuerzas de Juan Santos, y ya han muerto 14 soldados, todos por agotamiento. Pierden armas, animales, víveres y hombres, y sobre todo, pierden la confianza en cualquier solución militar al levantamiento indígena, mientras que la figura del Apu Inca se yergue por toda la selva central, cada vez más alta.

En 1751 la rebelión está llegando a su apogeo. Los españoles parecen incapaces de detenerla, y los asháninka y los yine avanzando río arriba por el Sonomoro. Lentos, pero sin pausa, recuperan la totalidad de sus territorios ancestrales. Lo mismo sucede en Pangoa, en Satipo y en Mazamari. Los éxitos militares consecutivos que Juan Santos Atahualpa consigue garantizan a los indios de la sierra y selva central una autonomía absoluta del Virreynato. Desde el tiempo de la Conquista, más de 200 años habían pasado. Y desde entonces, los indios no habían vuelto a gozar de una libertad como la que tienen bajo el cobijo del Apu Inca, una libertad que se extiende y se extenderá todavía muchas décadas en el futuro, y que trascenderá a la muerte de su propio líder.

Cuando los primero rumores de su muerte llegan a oídos de los españoles, creen que la rebelión acabará junto con su líder. Un párroco franciscano de apellido Salcedo llega a la antigua misión de San Miguel de los Cunibos, y de allí al alto Ucayali. Allí encuentra a dos hombres, seguidores de Santos Atahualpa, quienes le cuentan que, en verdad, el Apu Inca no ha muerto, que literalmente se ha esfumado. Que Juan Santos Atahualpa no ha muerto nunca, que tan sólo su cuerpo había desaparecido echando humo.

– Es verdad, yo lo ví.

Una apacheta de piedras apiladas que de tanto en tanto se mueve por los alrededores del Cerro de la Sal funge de morada para su espíritu.