El infierno son los libros
Como diría mi hermana: deja de leer y ponte a escribir, mi estimado
Si Sartre afirmaba que el infierno son los otros no estamos lejos de afirmar: el infierno son los libros. No parte este juicio de los memoriales de Don Quijote, quien ya sabemos se desquició de tanto leer, tampoco de la dificultad que se genera cuando tienes que mudarte y brotan cajas tras cajas de tu biblioteca (tantos que ni los señores de la mudanzas las quieren cargar).
Me detengo más bien en superabundancia textual que al final pareciera una conversación infinita e ininteligible, ociosa y monolingüe. A esto además se circunscribe esta breve nota, a lo cuantitativo de los libros y su final banalización (como, por ejemplo, comprar libros solo por la moda y que nunca leeremos, amontándose y empolvándose). La firme uno anda algo embotado y harto de la visión estético-romántica-académica de los libracos.
Borges consideraba que los libros eran un paraíso, anécdota que algunos vez llegué a mencionar a mis alumnos de colegio, pero ahora que paso mis días en una biblioteca y veo miles de estantes y tomos lo único que siento es un miedo por aquella aglomeración, tan vasta que hasta me parece inútil. ¿A quién le hablan estos libros?, ¿por qué los hemos almacenado? Es aquí donde se delata un fetichismo como cualquier otro más: el coleccionista de libros, factualmente, no está lejos de un coleccionista de álbumes Panini.
Vuelvo a la cantidad y pienso en la imagen ideal que nos legó Ray Bradbury en las páginas finales de Farenheit 451: que los libros físicos hayan desaparecido obliga a interiorizarlos, de tal manera que cada uno se convertiría en un libro. La relación libro-hombre deja de ser objetual y entramos en una síntesis íntima con el discurso. Se trataría de una praxis discursiva carnal: un devenir-libro.
Esto además implica un proceso de interiorización del libro en cuestión y que dejaría, en segundo plano, la fetichización, es decir, si un libro es ya parte de nuestras combinaciones interiores entonces el objeto en sí es lo de menos. Al respecto, recuerdo el mecanismo de un viejo librero, guía de lecturas: pagabas un precio determinado por un libro y te decía que cuando lo acabaras podías intercambiarlo por otro del mismo precio –o aumentabas la diferencia dependiendo del ejemplar- y así tú nunca te quedabas con el libro, solo lo tenías de prestado y ciertamente ese código te exigía leerlo más rápido y más profusamente.
Un ejemplo de lo dicho podría encontrarse en la escritura de Mimesis, el clásico de Erich Auerbach: Mimesis. El filólogo alemán se vio obligado a salir de Europa ante el avance nazista y tuvo que exiliarse en Estambul, años durante los cuales se dedicó a producir los ensayos que integran Mimesis. Lo curioso es que, según él anota, no tenía su biblioteca personal a mano y que todos aquellos trabajos sobre Homero, sobre Stendhal, Balzac, entre otros, lo hizo en su mayoría solo recordando lo leído, a pura memoria, sin materiales para consulta ni bibliografía secundaria a mano. Como Auberbach reconoce en el epílogo del libro no contar con especializada bibliografía fue lo que le permitió que brotara la redacción y el estilo, pues de otra forma hubiera sucedido un “atoro”, esto es, el obstáculo que significan las lecturas acumuladas para escribir fluidamente (cualquier alumno que esté escribiendo una tesis sabe a lo que me refiero).
Entonces en interiorizar un libro reside el rumbo correcto, literalmente tragarlo. Quizá así aprendamos más y mejor y nos ahorremos algún espacio en nuestros estantes.
Enlaces relacionados:
De cómo el amor por los libros se convierte en una moda superficial
Escrito por
Escritor y corresponsal de literaturas indígenas en Latin American Literature Today
Publicado en
Aquí se publican las noticias del equipo de redacción de @lamula, que también se encarga de difundir las mejores notas de la comunidad.