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El fin de la democracia

Hoy es el Día Internacional de la Democracia. ¿Hay algo que celebrar?

Publicado: 2014-09-15

Desde 2007, el 15 de septiembre es el “Día Internacional de la Democracia”, de acuerdo con la ONU. La celebración es agridulce, y vista de cierta manera tiene un aire de nostalgia.  

El mundo no está repleto de democracias, ni siquiera de las tímidas, mediatizadas democracias que siempre fueron el paradigma de la ideología liberal (el “Día de la Democracia Directa”, me parece, no es lo que la ONU quiere festejar hoy).

El mundo más bien está, como han notado recientemente Thomas Meaney y Yascha Mounk (en un artículo significativamente titulado “¿Qué fue la democracia?”, cuya lectura recomiendo) repleto de otras cosas: oligarquías haciéndose pasar por democracias sociales (Indonesia, por ejemplo), autocracias antiliberales con una pátina de formalismo democrático (Rusia), gobiernos populistas enfrentados a revueltas internas de su propia ciudadanía insatisfecha (Brasil o Argentina), repúblicas plutocráticas,  supervigiladas y enteramente bajo el control del capital (Estados Unidos), y toda una tipología de versiones perversas, completamente desdibujadas, de aquel ideal. Incluyendo por cierto la versión peruana, que, como otras en lo que antes solíamos llamar el “tercer mundo”, parece incapaz de solventar sus taras más persistentes, y en lugar de irse descorrompiendo se corrompe cada vez más.

Incluso en Europa, que por décadas hizo posible para muchos imaginar un modelo alternativo al capitalismo más salvaje y un proceso de democratización con mayor responsabilidad social, el impulso dominante hoy es otro, no sólo “desde el llano” (con la desarticulación de las coaliciones políticas de la socialdemocracia y el resurgimiento de fuerzas nativistas y nacionalistas), sino desde la élite, con la construcción de instancias burocráticas supranacionales que han demostrado ya un carácter que es no solo antidemocrático sino, en palabras de Giorgio Agamben, antipolítico.

Este estado de cosas no no deja de ser irónico. Hace apenas 25 años, el consenso y la propaganda oficiales querían convencernos, más bien, de que lo que estaba sucediendo era lo contrario: de acuerdo con la vagamente Hegeliana (o Kojeviana) idea-fuerza de aquella época, la historia de la humanidad había llegado a su “fin”, en el sentido teleológico, con el triunfo de la democracia liberal tras la Guerra Fría, y el único camino por delante era el de administrar lo conseguido. Hoy, ya ni siquiera el principal propulsor de esta noción se cree el cuento.

En el interín han pasado muchas cosas, pero sobre todo ha pasado esto: el supuesto triunfo de la democracia liberal en Occidente se ha revelado como un triunfo del neoliberalismo, que no es la misma cosa. Y entre las muchas operaciones que el neoliberalismo ha convertido en norma está lo que la canciller alemana Angela Merkel alguna vez llamó una “democracia adecuada al mercado”. Una democracia, es decir (para citar al economista Wolfgang Streeck), donde la principal responsabilidad de los estados no es hacia los ciudadanos o hacia los votantes, sino hacia los dueños del dinero. Es a estos últimos (en particular alos dueños del dinero en forma de deuda pública, que tienen una enorme capacidad de presión sobre los aparatos burocráticos y no están constreñidos por frontera nacional alguna, dice Streeck) que responden en el mundo actual las políticas públicas y las burocracias estatales; los intereses del demos ni siquiera aparecen en la fotografía.

En realidad, este proceso de entronización del neoliberalismo ha disuelto un mito que ganó verosimilitud durante el próspero período de posguerra pero resulta cada vez más obviamente insostenible: la idea de la compatibilidad entre el ideal democrático y el sistema capitalista. El crecimiento económico de la segunda mitad del siglo XX ha sido reemplazado hoy por un horizonte de estagnación a nivel global (aun si las perspectivas de crecimiento varían de localidad a localidad); al mismo tiempo, en lugar de los consensos keynesianos de aquella era lo que tenemos es un hayekianismo desembozado y sin atenuantes. 

El resultado es que el sistema político, cuya promesa esencial era la de garantizar estabilidad mediante la redistribución de la riqueza y el valor económico de arriba hacia abajo (mediante servicios sociales, inversión pública y políticas de bienestar) está hoy orientado a garantizar la continuidad de las rentas y las ganancias en el sentido inverso, de abajo hacia arriba. Y esto requiere, casi por definición, un abandono de la utopía democrática y su reemplazo por otra, en la que los mercados, aislados de la política y de la voluntad de los votantes, ejerzan su disciplina sobre poblaciones que existen cada vez más exclusivamente como “capital humano” y cada vez menos como una ciudadanía.

El programa neoliberal, en otras palabras, ha minado sistemáticamente en el terreno político la posibilidad de una agencia colectiva que, desde el Estado, contrapese la lógica del sistema productivo, cuya tendencia no es democrática sino todo lo contrario (su tendencia es la de generar posiciones de dominio y ventajas acumulativas, mercantilizar de maneras cada vez más absolutas la fuerza de trabajo y asegurar la continuidad del proceso de acumulación de valor). 

Con sus prácticas de privatización radical y su ideología de individualismo posesivo, el neoliberalismo ha vaciado la forma contemporánea de la democracia de todos sus contenidos igualitarios, sin los cuales, así sea como ideal, la mera palabra deja de tener sentido.

Este proceso no es irreversible. Pero su reversión requeriría de transformaciones cada vez más difíciles de imaginar, y lo que esa dificultad nos propone para el futuro no es una reafirmación del ideal democrático hoy tan desmentido, sino su perversión final en un sistema político que podrá seguir usando ese nombre, pero será (y quizás ya lo es) completamente distinto.

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Escrito por

Jorge Frisancho

Escrito al margen


Publicado en

Redacción mulera

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