Ruth Zenaida Buendía Mistoquiari tiene 38 años. 

Cuando era apenas una niña de doce, su pueblo, los asháninkas, había quedado atrapado en una vorágine de violencia. Diez mil de los hermanos de Ruth habían sido forzados a desplazarse fuera del valle del río Ene, cinco mil habían sido convertidos en esclavos, y treinta asentamientos asháninkas habían desaparecido.

La misma Ruth fue una de las desplazadas.

La violencia había desperdigado a los miembros de su familia inmediata por los confines del país. Había asesinado a su padre, Rigoberto; su madre, María Soledad, se había quedado en Satipo a cargo de sus cuatro hijos menores: Rigoberto, Adelina, Clever, y Patricia, apenas recuperándose de una enfermedad que la tenía en los huesos; su hermana Rosa había sido puesta al servicio de una familia en Huancayo, y lo mismo había sucedido con Ruth.

Hoy, Ruth aun lleva dentro de sí aquellos dolorosos recuerdos.  La familia Buendía vivía en la misión de San José de Cutivereni. María Soledad y Rigoberto habían sido criados por los franciscanos en la misión de Puerto Ocopa. A Rigoberto lo habían enviado a terminar la secundaria a Sullana, y a María Soledad a un internado que tenían las misioneras en Ica. Pero se enamoraron poco después, al volver a la selva. Ya juntos, y con María Soledad en cinta, se habían mudado a Cutivireni, donde nacieron Ruth y sus cinco hermanos. Habían vivido con bastantes necesidades, pero contentos en el fondo, escuchando por las noches alrededor de un fuego, con la boca abierta, las viejas historias que el chamán solía contarles.

Todo cambió un día domingo a las 9 de la mañana. María Soledad había estado haciendo  las compras en una de las tiendecitas de la misión, cuando una mujer apareció gritando:

Churi, viene churi, churi

Churi es como los asháninkas llaman a los colonos que vienen de los Andes.

Una multitud de personas desconocidas se acercaba a la comunidad.

– ¿A qué vienen? –preguntó Ruth a su mamá.

– Lo están buscando al profesor Mario –respondió– el profesor de la escuela bilingüe.

Pero María Soledad tenía miedo, y su marido Rigoberto, también.

El padre de Ruth condujo a su familia de vuelta a casa, y antes de dejarlos, les advirtió:

– Yo voy a ver qué pasa. Si en una hora no he vuelto, váyanse a la chacra y quédense allí.

María Soledad, Ruth y sus hermanos esperaron la hora convenida, y corrieron a esconderse a las chacras. Allí estuvieron hasta que cayó la noche. Cuando Rigoberto fue a buscarlas, sobre las diez, les contó que unos colonos habían estado conversando con los curas de la misión y algunos líderes asháninkas sobre la ideología maoísta, algo acerca de todo el mundo marchando del campo hacia las ciudades.

Todas las familias de la comunidad de Ruth habían escapado hacia las chacras, donde Sendero Luminoso no podría capturarlos.

Era la temporada de mango, cuando las jugosas frutas, ya maduras, caen de los árboles y los asháninkas se acercan hasta aquellos claros del bosque a recogerlos, como es su costumbre. Rigoberto se había enterado que Sendero planeaba tenderles una trampa. Esperarían a que los asháninkas se acercaran a recoger los mangos al claro del bosque, y allí los rodearían y los capturarían. Con otros dos asháninkas, Rigoberto decidió acercarse al claro y alertar a los demás. Emprendieron el camino con sus arcos y sus flechas, para cazar a los animales que se les cruzaran. Al llegar adonde maduraban los mangos, encontraron que otro grupo de asháninkas los había visto llegar.

Los habían confundido con terroristas.

El corazón se le escapó del pecho a Rigoberto, cuando lo atravesó la bala que le dispararon por la espalda. “Conchatumadre”, fue lo último que Rigoberto escuchó en este mundo. A uno de los hombres que lo acompañaban le dispararon flechas y lo dejaron herido, agonizando de dolor, al otro lo empujaron por un barranco, pensando que caída contra las peñas lo mataría. Aquél fue quién sobrevivió para contar la historia a María Soledad, Ruth y los demás niños.

A los catorce años de edad, cuando llegó a Lima, Ruth no sabía hablar en español, no comprendía esta caótica ciudad, ni tampoco sabía cocinar. María Soledad había debido ponerla al servicio de una mujer que trabajaba en el Hospital Militar porque no tenía cómo darle de comer, en Satipo. Pero una cosa tenía Ruth muy clara: sobreviviría. Ya lo había hecho, meses atrás, cuando debió ponerse al frente de su familia y tomó la decisión de sacar a su madre enferma y a sus hermanos pequeños del campamento en el que Sendero había agrupado a varias familias asháninkas.

Al morir Rigoberto, la familia Buendía se había quedado sin dónde ir. No podían volver con el grupo de asháninkas que había asesinado a su padre, ni tampoco a la misión, que estaba amenazada por Sendero. La protección que buscaban la consiguieron de un colono que simpatizaba con los senderistas. Allí se habían agrupado bastantes otros asháninkas a los que la violencia también desplazaba. Muchos eran de las alturas. Allí escuchaba Ruth los rumores de la gente, que decían que Rigoberto era un cabecilla de Sendero Luminoso, y por eso lo habían asesinado, o que les serviría de guía a los senderistas; pero ella no entendía qué hubiera ganado con ello. No entendía por qué otros asháninkas habían matado a su padre. Que los hermanos asháninkas se hayan matado  entre ellos le causa la más profunda perplejidad.

En Lima, Ruth recordaba la hospitalidad del colono que las acogió, con gratitud, pero también que su madre estaba muy enferma, y que si no salían de allí y la llevaba a la Base Militar que se estaba estableciendo en Puerto Ocopa, posiblemente moriría. Además, temía que los demás asháninkas la casaran contra su voluntad con un viejo, o un viudo. Pero más tenía miedo de volver y cruzarse con los asesinos de su padre, así como los asesinos de su padre temían también que la familia Buendía quisiera vengar la muerte de Rigoberto. Las mujeres sospecharían de dos mujeres solteras, y no pasarían muchos días antes que comenzaran a correr nuevos rumores sobre las intenciones de Ruth y su madre; la gente las describiría como brujas que jineteaban con varios maridos al mismo tiempo; y la gente las mataría. Por fin, se decidió

– Si nos matan, nos matan. Moriremos nomás, como mi papá –dijo a María Soledad.

Su madre, por el contrario, le infundía esperanzas.

Fuerza.

– No nos van a matar –le decía María Soledad a su hija– vamos a hacer banderitas blancas, y así vamos a salir.

Días después de emprender el camino de vuelta las atajaron y un grupo de asháninkas se reunieron para deliberar qué harían con ellas. Uno de ellos abogaba por dejar que siguieran su camino a Satipo, donde María Soledad podría curarse, otro,  uno de los amigos de los asesinos de Rigoberto, las amenazó con matarlas también a ellas, y dejar con vida tan sólo a los niños varones, los hermanos menores de Ruth.

– Mátennos aquí –retó María Soledad. 

Pero nadie se atrevió a tocarles un pelo.


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