Joe Sacco se dibuja con una nariz y unos dientes mucho más grandes que los reales. Se pinta en ocasiones con la boca abierta y una gota de saliva escapando, como si su gesto contuviera el gesto perplejo de todos nosotros. Es complicado saber lo que piensa detrás de esos lentes redonditos y empañados, pero sí sabemos que para contarnos una historia ese gracioso personaje que representa a un reportero de carne y hueso, ha tenido que hacer muchas cosas, algunas temerarias, como llegar hasta un lugar en el que cualquiera podría morir, o donde ya todos están muertos. Ha tenido también que hacer muchas preguntas, a los buenos y a los malos –que a veces son la misma cosa– y, sobre todo, a los muertos. Y no ha dudado en detenerse a escuchar a la gente al pie de temibles muros de diez metros de alto y grandes púas; o en las orillas a las que llegaron con los pies rotos aquellos que preferirían ahogarse en el mar antes que seguir donde están; y hasta en ciudades desoladas junto a más víctimas y sobrevivientes de nuestra trágica historia reciente.
Detrás de una larga mesa, hoy Joe se ve casi tan bajito como en sus viñetas, con los brazos a los lados y pegados al cuerpo, los hombros relajados, el gorro de rigor y aquellos lentes redondos que ocultan un par de ojos desde los que otea lo que acecha más allá. Como me ha ocurrido más de una vez al conocer a gente que ha tenido contacto con las zonas más desgraciadas de la existencia humana, al verlo por primera vez me sorprende la poca desesperación que hay en su mirada y la calma y parsimonia de sus movimientos.
La suya es también la mirada de quien quizá sea el mayor responsable de que el cómic periodístico se haya convertido en uno de los acontecimientos de la década en lo que respecta a nuestro oficio. Fotografiando escenas, tomando notas y haciendo entrevistas, es decir, usando buena parte de las herramientas de un cronista que podría escribir para el New Yorker o Etiqueta Negra –y sin llevar acreditación alguna, más bien mezclándose con sus propias historias–, Sacco recoge estas experiencias sobre el terreno en historias gráficas y testimoniales, tan universales y abarcadoras como modestas e íntimas. El recorrido vital de un dibujante notable que estudió periodismo pero que pronto se aburrió del simple trabajo de corresponsal de guerra, culmina soberbiamente con ya clásicos del género, libros como Palestina: en la franja de Gaza, una inmersión en los territorios de Gaza y Cisjordania o Gorazde: Zona protegida, sobre la guerra civil en Bosnia Oriental (mejor comic del año para Time y Premio Eisner).
Un puñado de colegas en la sede del colegio de periodistas acorrala esta mañana al reportero dibujante con preguntas sobre la objetividad. ¿Cómo alguien que se hace llamar “periodista” hace depender toda su versión de un dibujo con bocadillos? ¿Cómo un dibujo que incluye el propio autorretrato del autor puede dar cuenta de una realidad dramática y espera que le creamos que se trata de periodismo, de verdades con mayúsculas? Sacco, que no pierde la calma ni por un minuto, se remanga apenas la camisa de color camuflaje y hace una declaración: “El dibujo es un acto subjetivo. Incluso lo es la fotografía. Yo tengo mis empatías y mis prejuicios, y esto se pone de manifiesto en aquellas cosas sobre las que escribo, pero me interesa ser honesto en mi relato y no objetivo. Soy consciente de que escribo sobre personas y que ellas no son siempre ángeles. Hay que acercarse lo más posible a la verdad pero tampoco creo que debamos engañar a la gente asegurando que la verdad se encuentra entre esas dos partes relatadas, esas dos versiones que difunde la prensa como un intento casi siempre fallido por esclarecer y revelar esa verdad”. Para él, en sus cómics el lector solo puede ver la realidad a través de sus ojos, como a través de un filtro, o una lupa.
Muchas de las historias de Sacco tienen un componente autobiográfico. Cuando se sienta en un bar de una tumultosa calle del centro de Ferhadija, en Sarajevo, lo vemos esperar a su contacto, cuya cara busca en los rostros de sus habitantes, mientras se suceden las reflexiones. Pero en su último trabajo la perspectiva cambia radicalmente. En La Gran Guerra (Reservoir Books), su último libro, Sacco –nacido en Malta y criado en Estados Unidos– retrocede a un conflicto mucho más antiguo, un episodio negro del pasado europeo: la célebre batalla de Somme, durante la Primera Guerra Mundial, en la que Gran Bretaña y Francia intentaron romper el cerco alemán de una manera desbocada, que acabó con un millón de bajas y la demostración de lo lejos que puede llegar el delirio de la guerra y lo poco que aprendemos las lecciones.
¿Quién está viendo este poema que Sacco ha grabado en metros de metros de silenciosas ilustraciones, panorámicas, como desde una vista aérea? ¿Quién es el testigo? Según él, el testigo es esta vez un alien. Sí, una criatura que nos observa en el año 1916 y nos comprende, o nos deja hacer hasta cierto punto. Inspirándose en los dibujos de los viejos tapices medievales, el fresco de Sacco supone una incursión más radical que en anteriores trabajos en el territorio de lo colectivo. Pero la guerra, después de todo, sigue siendo la misma, invariable en toda su fealdad. En cambio él, antes de irse ha declarado que a medida que pasa el tiempo es “más guapo en el dibujo que en la realidad”.