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"Yo soy Patrimonio de la Nación, y sigo vivo"

Un encuentro con Jesús Urbano en 2010, luego de que el artista sufriera un derrame cerebral que no impidió su dedicación al retablo.

Publicado: 2014-05-25

En LaMula.pe seguimos recordando a Jesús Urbano, el gran retablista ayacuchano fallecido esta semana. Hace algunos años, Urbano sufrió un derrame cerebral que dificultó su trabajo. En esta crónica, publicada originalmente el años 2010 en la Revista Lado B, Fernando Cárdenas Frías dio cuenta de la continuidad de sus esfuerzos y la tenaz dedicación con que enfrentaba, en esas circunstancias, su arte. 

El último cruzado del retablo

por Fernando Cárdenas Frías

Ha pasado el tiempo y Jesús Urbano Rojas digue creando y, sobre todo, recordando escenas que compongan sus retablos.

–Este es el diablo –dice el hombre. En la mesa hay un cuchillo y una cruz roja con dibujos de rosas blancas y el rostro de un Cristo con una corona de espinas. El maestro artesano Jesús Urbano Rojas, ochenta y cinco años, chompa azulgrana, polo rojo y pantalón gris, se ha detenido a observar lo que hay en la mesa de su taller como un inspector forense que examina un cadáver. Un ligero temblor involuntario no le permite controlar las articulaciones ni los movimientos de sus manos. Se acerca a la mesa.

–Este es el diablo –repite como si nadie lo hubiera oído. Observa la pequeña figura blanca con cuernos del tamaño de un muñeco que sostiene entre los dedos como un padre a un hijo. Después, levanta otras dos:

–Estos son sus demonios.

Un leve calor de mañana veraniega inunda la pequeña habitación de paredes amarillas. Hay un intenso olor a pintura fresca.

–Voy a representar la fiesta del diablo. Es el que tienta a los hombres y mujeres a pecar –dice como si alguien le exigiera una explicación–. Su objetivo es destruir el matrimonio.

Así es como Jesús Urbano, el último de los maestros artesanos de retablo, ese arte que consiste en retratar escenas cotidianas en un cajón de San Marcos, explica una de las escenas que tendrá el retablo que viene trabajando. Son las diez de la mañana, y en su taller, una habitación anexa a la sala de su casa, sólo se escucha su voz entrecortada que dice que allí trabaja todos los días las figuras que componen los diferentes escenarios que tienen sus inmensos retablos, tan fuera de lo común. Porque lo común es ver retablos pequeños, como para adornar la sala de una casa. Lo de Urbano Rojas, por el contrario, es un asunto de diferentes proporciones: sus retablos tienen el tamaño de un niño de ocho años y una diversa cantidad de escenas y personajes como para poblar una película. Quien los ve puede sentir ese delirio de creerse un dios –o un apu– que observa desde las alturas.

Alturas

La casa de Jesús Urbano Rojas queda en las alturas de Huampaní, un pueblo de Chaclacayo que todos los días se despierta frente al río Rimac y la carretera central, y que parece tener la vista privilegiada de un gigante. Desde cualquier ventana de la casa, los carros que transitan la autopista se ven tan pequeños que parecen juguetes veloces, tan diminutos a la distancia como las figuras de un retablo. Allí vive desde hace veintidós años, donde se estableció lejos de la violencia del terrorismo –que le quitó a uno de sus hijos–, y lejos de su natal Huanta, Ayacucho, donde nació, y de Huamanga, también en Ayacucho, donde empezó su historia. 

Aprendiz suertudo de Joaquín López Antay, el máximo representante del retablo ayacuchano –un día, sin trabajo, se encontró con un señor a quien le regalaba tallos de rosas cuando era jardinero, López Antay, quien le negó su pedido para que le enseñara su arte, pero gracias a la buena disposición de su esposa fue aceptado como ayudante–.

Urbano Rojas tiene la obstinación de representar y combinar elementos de la religión católica, como los santos y las escenas navideñas, con la cosmovisión andina. Quizás, por ello, lo primero que se le viene a la cabeza cuando uno le pregunta por la obra que más recuerda sea la de unos danzantes de tijeras, de casi un metro de altura, que presentó en un concurso de artesanía en 1950, cuando tenía veintiséis años, y que superó al de su maestro.

Ahora, vuelve a colocar a las figuras en la mesa, y cruza el umbral de la puerta y entra a la sala de la casa. Es momento de las fotografías. Allí hay cuatro retablos inmensos, del tamaño de un niño de ocho años. Están sobre una mesa como si se tratara de una exposición. En realidad, los ha trabajado bajo pedido para una muestra en un museo de México, comenta mientras avanza por la sala. En la pared, hay dos fotos grandes, de cuando fue condecorado con la Orden del Sol en grado de Caballero y declarado Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Con pasos cortos se coloca alrededor de sus retablos. Jesús Urbano Rojas parece un niño gigante entre gigantes casas de muñecos. Los retablos le han tomado un trabajo de aproximadamente seis meses cada uno. En ellos hay escenas de la fiesta del tirajarro, o de los sacristanes siendo llevados a la celebración del pueblo, o de la cosecha de la tuna, o de un enfermo en plena sesión de curación.

–Yo mantengo la originalidad de mis retablos con lo que guardo en mi cerebro –dice.

Y lo que guarda en su cerebro es un mapa de recuerdos que no son pasajeros. Viajero inagotable y empedernido, ha paseado de provincia en provincia y ha captado lo que representaba a cada pueblo, cada canto, cada instrumento, cada leyenda, cada tradición. Sin embargo, la obra máxima de Urbano Rojas no parece ser un retablo de medidas extra grandes, sino su memoria de librero. Su oficio es el de artesano creativo, pero su verdadera vocación no es la de inventar, sino la de recordar. En sus palabras todo es un relato para contar. Pero más que vivir atrapado en el pasado y desempeñarse como gaceta histórica a tiempo completo, la obsesión por recordar su obra (de vida) es un pretexto para difundir (y defender) la artesanía. «Si no hubiera sido por mi, la escuela de Ayacucho hubiera desaparecido», alega con el tono de un profesor severo, alzando la voz y golpeándose el pecho. Por ahora, esa es la labor que desempeña: comparte su talento con un grupo de niños de Huampaní. «La enseñanza es para mí como una terapia de recuperación. Los alumnos con los que trabajo en mi casa me alegran la vida», dijo alguna vez.

Minutos antes de despedirse, Urbano Rojas lanza un único y último pedido. «Yo soy un Patrimonio de la Nación, y estoy vivo».

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Escrito por

Jorge Frisancho

Escrito al margen


Publicado en

Redacción mulera

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