Esta noche los socios de la Peña Atlética comen tortilla de patata, muy tranquilamente, en su sede ubicada frente al Matadero, en Legazpi, uno de esos barrios de Madrid que aún conserva algo de su antigua aura proletaria. Ninguno de los socios tiene menos de 70 años. A esta hora en el bar solo hay un varios grupos de entrañables abuelitas jugando cartas. Claro que yo no sabía que era la peña más antigua de la ciudad cuando se me ocurrió citar allí a Santiago Roncagliolo para hablar de su última novela. Pero tampoco es tan grave teniendo en cuenta que, al llegar, Santiago —niño ajedrecista, víctima del bullyng en el colegio, escritor, en suma—, se pide una copita de vino blanco.

Le pregunto a Roncagliolo si sigue la liga peruana de fútbol y me confiesa que sería incapaz de autoinflingirse semejante pena. Pero sí recuerda el último momento en que sintió algo de entusiasmo por ella, en los días en que el Cienciano del Cusco encarnó el sueño imposible del pez chico que se come al grande y ganó la Copa Sudamericana.

—Fue nuestro momento Atletic —dice—. Era el Cienciano contra el mundo, como ocurre hoy con los colchoneros. Esto es algo muy simbólico para España, donde tras la crisis la gente tiene la sensación de que siempre ganan los grandes porque son grandes y los chicos pagan los platos rotos. Que venga un equipo con 400 millones de euros menos de presupuesto y le gane la liga al Barça y, posiblemente, la Champions al Madrid, es de locos.

Ganar en primera persona. Una especie de venganza poética, dice Santi. La gente grita “¡ganamos!”, aunque esté tirada en un sofá viendo la televisión con el mando en una mano y con una lata de cerveza en la otra. “El fútbol encarna todos nuestros temores y deseos” asegura.

Pero este fin de semana se deciden algunas otras cosas en el viejo continente. El gran partido se va a jugar horas antes de las Elecciones para el Parlamento Europeo.

—Cuando la gente está de buen humor vota más, sale más, está más activa. Cuando la gente está deprimida ocurre lo contrario. Te aseguro que esto lo ha calculado algún asesor—bromea. Y uno no puede dejar de pensar en algunos pasajes de su nuevo libro La pena máxima y en lo intrincados que van a veces los caminos del fútbol y del poder.

Roncagliolo ha vuelto a Lima tras los pasos de Félix Chacaltana, el atribulado fiscal de la exitosa Abril Rojo. Como en una especie de "Chacaltana begins", en este nuevo thriller retrocedemos hasta los días del Mundial Argentina 78 — es decir, 22 años antes de lo ocurrido en aquella novela—, cuando la selección peruana de fútbol está a punto de salir del túnel de vestuarios camino a uno de sus fracasos más estrepitosos. Y cuando, mientras la multitud rugía celebrando la inutilidad de los goles de Cubillas, nuestra dictadura oficiaba de aguatera de la de Videla, ganando por goleada en flacidez y servilismo. Ya pesar de todo, Roncagliolo se esfuerza en demostrarnos que así no (siempre) juega Perú. Y que el barbilampiño Chacaltana era tan inocente —pero también tan incorrupto— a los veinte años cómo cuando lo conocimos, ya de cuarentón. A Roncagliolo le preocupaba que los lectores pensaran que era inverosímil que su fiscal perdiera la inocencia dos veces.

—Pero a los latinoamericanos esto nos parece perfectamente razonable. Nos morimos por creer en cosas. También por eso funciona el fútbol. Los peruanos, por ejemplo, siempre sabemos que vamos a perder pero el día que jugamos siempre queremos creer. Nos gusta el futbol porque podemos vivir esta irracionalidad y nos decimos que esta vez sí vamos a llegar. Por eso creo que en el Mundial de Argentina vivimos la esencia del fútbol peruano. En el Perú todo es así: pierdes la inocencia y tu himen se regenera al día siguiente. Lo divertido es tenerla un ratito y perderla una y otra vez.

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En la Peña Atlética, las señoras de las cartas ya se han pedido unos cuantos vinos y en la televisión del bar no hay fútbol, hay noticias. Santiago, que lleva algunos años teniendo la doble nacionalidad, pide otra copa de vino blanco y dice que este domingo irá votar en las europeas. Por los socialistas. Para que haya un bloque gordo en Europa que defienda los valores en los que cree. Santiago ahora también es español pero hace 14 años era un inmigrante. No de los más precarios, pero sí que tuvo que hacer algunos trabajos sucios. Cree que los españoles están demasiado deprimidos para lo que hay, que el europeo sigue siendo un sistema aceptable. “No estamos en Africa, chicos” dice y explica su optimismo con una frase que es como un grito de guerra: “¡Yo viví en el Perú de los 80s!”

—Cuando viene algún europeo y me dice “estoy viviendo del seguro de desempleo…” yo les digo “¿Perdón? ¿tienes seguro de desempleo? ¿De verdad? ¡¡¡Guauuu!!!”

Un peruano de treinta y tantos años sabe perfectamente que ya no tiene mucho que temer. Ha sobrevivido a todos los traumas, incluso al futbolístico. Santiago recuerda que en pleno fujimorismo y cuando llegaba los lunes a la oficina de la ong de Derechos Humanos en la que trabajaba, la gente empezaba a hablar de política, “para animarse”. Era bastante preferible hablar a recordar como había quedado Perú en el partido de ayer. Para Roncagliolo el fútbol siempre ha estado asociado a caras largas y mal humor. Por eso, una de las primeras cosas que debe hacer un inmigrante peruano en España es hacerse hincha de un equipo de aquí, para saborear a menudo las victorias que se saborean en primera persona desde un sofá y olvidar al Alianza Lima. Pero Roncagliolo se hizo hincha de un equipo que hace unos años bien podría haber sido parte de la liga peruana, un equipo que llegó a pasar una etapa en las alcantarillas de la segunda división. ¿Y por qué se hizo del Atleti? Como el chico inmigrante de uno de los inolvidables spots publicitarios del eterno segundo equipo de Madrid, alguna vez Santiago Roncagliolo se puso esa camiseta y se hizo del Atleti, “porque el corazón tiene razones que la razón no entiende”.

—A mí me gustaba el Atleti porque perdía. Así que cuando empezó a jugar bien al principio desconfié: ¿qué es esto de empezar a ganar? ¡Este no es mi equipo! A mí siempre me gustó ser del Atleti porque al no ser una amenaza todo el mundo nos quería. Podía ver los partidos con mis amigos del Barça y se ponían de mi parte. Era como ser del Betis. Nadie estaba especialmente furioso contigo. Las cosas han cambiado, así que sería de muy mal gusto que viniera el Madrid a ganarnos la Champions, pero ya sabemos que los del Madrid tienen muy mal gusto así que no podemos descartarlo.

Santiago vivió en Madrid varios años antes de mudarse a Barcelona, donde cree que su pequeño hijo aprovechará el tener un gran equipo en casa. No quiere que Mateo tenga un padre que le diga apaga la tele, vamos a jugar ajedrez. Aunque a juzgar por el humor con que cuenta su fracaso como macho típico, uno no puede tomarse demasiado en serio que Roncagliolo quiera un hijo futbolero.

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Me pide un cigarro, armamos uno de liar y lo fumamos fuera. Rocagliolo era el peor en Educación Física y aprendió a montar bicicleta a los 35 años. Y eso porque cuando lo intentó de niño se cayó de la bici y ya no quiso volver a intentarlo. A su padre, el ex canciller Roncagliolo, esto le pareció bien. Si en el cole se burlaban de él porque no sabía jugar fútbol, a su padre tampoco le parecía grave. Pero eso de ir rodando por el mundo, huyendo de dictaduras y deseando hacer la revolución, eso sí se lo transmitió.

—Sí, ese era su deporte. Conspirar. ¡Para qué vamos a jugar fútbol, vamos a conspirar!

Uno de los temas que más motivaba a Roncagliolo para escribir La pena máxima fue contar la historia de cómo los fascismos europeos viajaron a Latinoamérica. Aunque siempre se estudien por separado, Roncagilio está convencido de que las dictaduras argentinas, chilenas o peruanas de los 70s, son herederas muy dignas de la estética, discurso y tradición de las dictaduras de España o Italia. Para él, el fascismo no terminó en las guerras mundiales, sino que se trasladó aquí.

En la novela, se cuenta además el episodio del supuesto soborno que aceptó el equipo peruano de la dictadura de Videla.

Se dice que el gobernante de facto argentino bajó al vestuario rojiblanco junto a Kissinger. Que hubo algunas “trampas” evidentes, como cambiar el horario del partido para que Argentina supiera cuántas goles necesitaba meter para ganar. Pero no hya ninguna prueba de que se comprara al equipo peruano. Además tres meses antes, Argentina ya nos había ganado tres a cero, en Lima.

–Oblitas dijo “algún día yo voy a hablar”…Pero nunca habló. No sé, a mí viene Videla a saludarme y… seguramente juego pésimo todo lo que haga falta.

Las revoluciones fueron derrotadas, pero hoy Latinoamérica ya no es el rancho de los dictadores y Santiago no deja de ver las paradojas:

—Tú vas a cualquier sitio y te cuentan del éxito macroeconómico de América Latina. Y los que la dirigen son: la hija de un muerto de la dictadura de Pinochet, el guerrillero que estuvo preso en Uruguay, el sindicalista de los choferes… Nuestros capitalistas son los subversivos de los 70s. El mundo se ha vuelto un lugar lleno de grises y de matices…

¿Puede hoy el fútbol determinar cosas de la política?, le pregunto.

—Yo creo que Brasil lo ha intentado, pero hasta ahora el Mundial solo les ha servido para que Brasil dé un espectáculo de corrupción y muestre sus problemas de infraestructura y protestas sociales. La gente ha salido a las calles. Más bien ahora sirve para que te vean. Es el mayor espectáculo de masas. Si quieres que tu protesta se luzca móntala durante un mundial. Si eres Brasil, claro. Si eres Rusia, en cambio, sale todo muy bien: tus olimpiadas salen perfectas, sin pobres, sin homosexuales, y luego invades otro país.

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El fútbol, ha dicho otras veces, es un juego político. Casi lo menos importante que ocurre entre dos equipos rivales, ocurre en la cancha, asegura Roncagliolo. La gente que hace suyos los colores de un equipo comparte ciertas cosas y rechaza otras.

—Los valores de los hinchas del Atletico no son los mismos que los del Real Madrid. El partido es el ritual, la misa, donde todo se pone en juego.

Él no va todos los domingo a “misa”, pero sí cada vez más, gracias a un fenómeno reciente:

—Estoy cada vez más enganchado al fútbol porque mis amigos se están divorciando. Y los hombres no hablamos. Las mujeres sí te cuentan cada minuto de su matrimonio, pero los hombres vienen a tu casa, abren una cerveza y ven un partido de fútbol. Luego se van seguros de que eres un amigo de puta madre.

Santiago Roncagliolo pertenece a la última generación que recuerda haber visto a Perú en un mundial, precisamente el de España, en el ya lejano 1982. Pero si las cifras macroeconómicas mejoraron, Sendero fue derrotado y hoy se vive cierta primavera democrática con platos gourmet, quizá algún día le ganemos un partido a España. O mejor a Argentina.