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El totalitarismo de la felicidad

Un reflexión a próposito de los jovenes chinos que pasean verduras en los parques

Publicado: 2014-05-12

La felicidad debe ser aburrida. Acaso por ello García Márquez nos recuerda, en su Diatriba de amor contra un hombre sentado, que "¡Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz!". No obstante se busca estar feliz todo el tiempo. La publicidad nos ha impuesto la noción de una felicidad siempre con fuegos artificiales, brillante, dulce. Esto, en muchos casos, conduce a una frustración ante la expectativa. Expliquemos: la gente, al ver que no es tan sencillo ser feliz, tal como nos lo venden los mass media, comienza a sentirse frustrada, alterada, desorientada. 

Y así se cae en el absurdo de los jovenes chinos cuyo grado de desequilibrio -ante la imposición de las expectativas que nos venden- los ha llevado a pasear lechugas, coles y cuanta verdura se pueda. Esta terapia (¿risible, original?) es un síntoma de cómo se hace obligatorio recobrar la normalidad, que la felicidad sea la meta y que las humanas oscuridades (soledad, tristeza, etc.) deben ser evitadas de cualquier manera. 

Es como con el amor: se está más pendiente de los estallidos, de los apasionamientos que de la paciencia o la mesura. Un problema de velocidad el de nuestra alma, que la incapacita para comprender otros valores más fecundos en medio de la cotidianidad, de la que más bien huimos (como me recuerda Lenin).  

Esto conlleva a una búsqueda ansiosa por ser feliz rápidamente. Para este procedimiento el entretenimiento (en todas sus variantes) se presenta como una oferta seductora, lo mismo que los medicamentos para la depresión o los libros de autoayuda. 

Sertralina y El secreto se convierten en símbolos de una cultura que quiere ser feliz a toda costa, sin siquiera conocerse a sí mismos, sin meditarse, sin destruirse. Nadie se toma su tiempo para comprender la termodinámica emocional, así en lugar de buscar los cruces, los puntos de fuga, los contrastes, se aspira a un solo estado siempre estable. La felicidad es temiblemente totalizadora.  

La otra opción es lo que Peter Sloterdijk ha llamado la razón cínica: desentederse de los problemas y vivir al ritmo de la corriente, en piloto automático e indiferentes ante cualquier compromiso. Se consolida así el reino de la vida automáta, siempre de espaldas a toda acción, a todo acontecimiento.

De acuerdo a este panorama el dolor se ha convertido en el némesis, en el "cuco", en la puerta que siempre se debe cerrar. No obstante, como bien ha señalado Carl Jung -a través de la metáfora de la sombra- esquivar el dolor solo producirá un estancamiento que en algún momento se derramará.

Hemos olvidado las lecciones de Nietzsche acerca de la fecundidad de los abismos, la enseñanza que nos brinda Proust acerca de alcanzar una nueva comprensión del mundo solo mediante trances de angustia; desconocemos los consejos que escribió Viktor Frankl respecto de que uno de los medios para lograr un sentido de vida solo es posible mediante el aprendizaje del dolor.

Claro que la ideología de la felicidad de la que hablamos nos ha creado el hábito de negar las alteraciones de ánimo y al menor riesgo de "aquello que Occidente ha llamado depresión" (frase cara a Octavio) pensamos en la forma de exocirzarlo ipso facto. Los medios de "curación" en lugar de aliviarlos o devienen en adictivos o en algo aún más destructivo. Sorprenden los caminos a los que nos lleva un deseo por la "normalidad", rechazando nuestras crisis humanas, temiéndolas, considerándolas anormales. Hay que deseducarnos de esta noción occidental de felicidad para volver a nosotros mismos. 


Escrito por

Christian Elguera

Escritor y corresponsal de literaturas indígenas en Latin American Literature Today


Publicado en

Redacción mulera

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