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El oscuro legado de Juan Pablo II

La historia del santo que negoció con tiranos y encubrió a criminales en busca de... ¿un bien superior?

Publicado: 2014-04-27

Juan Pablo II, nacido Karol Wojtyla hace 94 años en la ciudad de Wadowice, Polonia, fue, a decir de las grandes mayorías, un Papa de excepción: no sólo por su longevidad o por haber quebrado una tradición centenaria según la cual los Papas debían ser italianos, ni por haber destacado teniendo como origen un país ocupado primero por los Nazis y luego por el Comunismo, sino porque transformó una institución cada vez más decrépita e ineficaz en una fuerza geopolítica que poseía una verdadera influencia e inspiraba respeto en el mundo secular. Su legado, sin embargo, no se concentra únicamente en la serie de episodios inspiradores y milagrosos que sus hagiógrafos han seleccionado y editado con furiosa rapidez para justificar su canonización, permitiendo de paso que con ella el mundo termine olvidando los episodios grises, escabrosos -y en algunos casos francamente criminales- que fueron permitidos bajo su papado. 

Lo cierto es que Wojtyla empezó a desarrollar dos tendencias nada santas muy temprano en la historia de su rápido ascenso al poder, primero como cura y luego como obispo bajo el Comunismo en Polonia: la tendencia a negociar con el "enemigo" en pos de lo que concebía como un bien mayor (es decir, una forma de relativismo moral esperable en un político, más no precisamente en un santo), y una visión autoritaria de la jerarquía y el poder. Como Papa, permitió el crecimiento y afianzamiento de un núcleo corrupto que aún hoy, bajo el papado de Francisco, ejerce una cuota inaceptable de poder (cf. el polémico Tarcisio Bertone, que Juan Pablo II nombró secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1995), y, lo que probablemente es aún más grave, protegió a pederastas (cf. Marcial Maciel), todo ello para consolidar su visión de la iglesia. Una visión profundamente reaccionaria por cierto, especialmente cuando implicó defender ideas tan retorcidas como que los condones no protegen del Sida.

Sin embargo, o quizá por eso mismo, Wojtyla es el nuevo santo “bandera” de los conservadores de la Iglesia Católica, muchos de los cuales aún lo ven como "el" Papa a pesar de Benedicto XVI y de Francisco. En su sermón de las 3 horas este viernes Santo, por ejemplo, Cipriani se refirió a Wojtyla varias veces, a Francisco ninguna. Este solo hecho debería hacernos alzar una ceja. Pero, por supuesto, hay más.  

El legado político de Juan Pablo II

Juan Pablo II ha sido llamado “el cristiano más influyente de los tiempos modernos”, y es probable que la aseveración no sea exagerada. Pero es importante tener en mente que la extensión de su influencia, saludada por más de un comentarista, no se debe simplemente al carisma de un personaje que en efecto encendía masas, sino que se derivó principalmente de sus aptitudes de estadista, algunas de las cuales parecen ser incompatibles con el aura de intachable bondad que se despliega melosamente, por ejemplo, en cada uno de los segmentos que la televisión peruana le viene dedicando desde hace varios días. En realidad, Wojtyla fue una figura que combinó puntos de vista profundamente conservadores, tanto en política como en religión, con una considerable experiencia en el trato con Estados capitalistas y estalinistas por igual.

En cuanto al trato con el bloque capitalista, cabe mencionar que como arzobispo de Cracovia, Wojtyla matuvo una intensa correspondencia con el agente norteamericano de origen polaco Zbigniew Brzezinski, quien asumió nada menos que el cargo de consejero de seguridad nacional durante la administración del presidente norteamericano Jimmy Carter. Brzezinski y Wojtyla resultarían ser, en el contexto de los primeros años de la Guerra Fría, y mucho antes del ascenso de ambos a los puestos más altos de sus jerarquías respectivas, importantes nexos entre el gobierno norteamericano y la Iglesia en Europa del Este en una situación en la que ésta se veía acechada por la ocupación comunista. Brzezinski, que había asistido al funeral del predecesor de Wojtyla como representante oficial estadounidense, estuvo por cierto en Roma durante todo el período de la elección papal de 1978 que puso a Wojtyla a la cabeza de la Iglesia.

Esta cooperación, que en sus inicios podría haber sido quizá confundida con una simple amistad, se intensificó indudablemente bajo la presidencia de Reagan. El embajador de Estados Unidos ante el Vaticano en ese momento, James Nicholson, hablaba ya sin tapujos de una "alianza estratégica" entre Washington y el Vaticano contra la Unión Soviética. Según la información recogida por los periodistas Carl Bernstein y Marco Politi, quienes escribieron un libro sobre la diplomacia secreta del Vaticano, el director de la CIA William Casey y el subdirector Vernon Walters mantuvieron conversaciones confidenciales regulares con el Papa a partir de 1981. El tema principal de estos intercambios era, según ellos, el apoyo financiero y logístico de la CIA para la “Solidaridad”.

Que el gobierno norteamericano haya buscado ponerse en el bolsillo al Papa no debería sorprendernos, a menos que nos chupemos el dedo. Lo que debería parecernos más curioso, en cambio, es el hecho de que el Sumo Pontífice se prestara con tanta facilidad a esta suerte de estrategias, y que lo hiciera, como veremos luego, con ambas superpotencias, más allá de todo miramiento ideológico, siempre y cuando tuviera algo jugoso que ganar en el proceso.

Entretanto, la historia de la colaboración entre Wojtyla y el Estalinismo llama aún más la atención, sobre todo si tomamos en cuenta que el bloque soviético era considerado por la Iglesia como su principal antagonista terrenal. Y resulta por cierto interesante que, nuevamente, este contacto se haya dado tan temprano en la carrera de Wojtyla, quien, siendo arzobispo de Cracovia, no tuvo problemas en "negociar con el demonio" en busca de un objetivo estratégico, en este caso, la construcción de iglesias bajo el régimen comunista polaco.

Por extraño que parezca, el registro comunista sobreviviente de Wojtyla es una de las mejores medidas que ahora tenemos de su activismo juvenil. En 1958, al comienzo del ascenso del futuro Papa, los comunistas apoyaron su nombramiento como arzobispo auxiliar de Cracovia. Era conocido por su inteligencia, por ser agradable, y por ser un sacerdote que podía ser flexible con las autoridades. Él, en todo caso, no se consideraba radical, y los comunistas pensaron que podría ser manejable. Una vez en el cargo, Wojtyla demostró ser innovador, pero de ningún modo amenazante. Wojtyla se molestó mucho, sin embargo, cuando las autoridades requisaron el edificio del seminario diocesano para su uso por el estado. Él hizo entonces lo que nunca había hecho ningún otro obispo católico: se dirigió a la sala de comité del Partido Comunista para hablar con los encargados de esta decisión. Así negoció con sus principales enemigos un compromiso que limitaba el uso del edificio hasta el cuarto piso, y el resto del edificio quedó en manos de los seminaristas. Este acontecimiento temprano, que fue solo el inicio de una serie de casos de negociación para la construcción de Iglesias en territorio ocupado, fue colocado en un lugar destacado en el expediente que los comunistas tenían de Wojtyla - prueba de que era "su" hombre en la Iglesia Católica.

De la negociación con el enemigo al encubrimiento del crimen

Una vez papa, Juan Pablo II hizo valer nuevamente esta dotes de negociador -otros dirían, esta falta de integridad- para hacer un trato similar de consecuencias mucho más graves, con grupos corruptos al interior del vaticano, cuyo apoyo financiero y político necesitaba, irónicamente, en la cruzada anticomunista que había decidido emprender. En efecto, la turbulencia que rodea las finanzas del Vaticano es uno de los principales cadáveres en el clóset que el papado geopolítico de Karol Wojtyla ha legado a sus sucesores. En la Curia, Juan Pablo II cometió el injustificable error de concederle una la libertad de acción ilimitada a representantes controvertidos de la comunidad financiera que fueran capaces de apoyarlo en su histórica batalla contra el comunismo. A cambio de su ayuda en esta lucha, disfrutaron de una "exención" moral que otros han preferido llamar complicidad y encubrimiento, ya que la cúpula del Vaticano hizo todo lo posible por proteger a estas personas de los escándalos sexuales y de corrupción en los que estaban involucradas.

El caso más famoso y grave de todos estos encubrimientos es, por supuesto, el del sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de la asociación seglar Regnum Christi y de la congregación católica Legión de Cristo. Notemos sin embargo que, por más chocante que sea, sigue un patrón usual: barrer bajo la alfombra datos inconvenientes en aras de un "bien mayor" (apoyo político, captación de vocaciones, etc).

marcial maciel y juan pablo II

Cuando Wojtyla accedió al papado en 1978, la Legión de Cristo era apenas una congregación profundamente conservadora creada por un ambicioso sacerdote mexicano, que aún no tenía aprobadas sus Constituciones, y que, si bien era poderosa en México, su presencia internacional podía resumirse a una leve influencia entre las élites reaccionarias de los EE.UU. De unos cuantos países europeos. Con Juan Pablo II, la influencia de Maciel se extendería con una rapidez que años antes hubiera resultado inimaginable.  

Por un lado, es cierto que Maciel y Wojtyla tenían más de un punto en común: ambos creían en una Iglesia con un poder centralizado, sin lugar para la disidencia. Y decidieron que esa era la Iglesia que tenía que reevangelizar el planeta. Maciel sería por supuesto uno de los líderes de ese proceso.

Por otro lado, más allá de estas simpatías personales, había entre ambos un nexo mucho más fuerte: el dinero, naturalmente. En el capítulo “El padre Maciel, señor de la prosperidad”, del libro Las finanzas secretas de la Iglesia de Jason Berry, se plantea que el sacerdote michoacano “quería comprar poder”, por lo que gastaba en Roma “grandes sumas de dinero para aislarse de la justicia”, pero también para obtener el aval del Vaticano a los centros de formación que iban abriendo los Legionarios de Cristo en distintos países.

En 1995, por ejemplo, Maciel le entregó nada menos que un millón de dólares al Sumo Pontífice, quien además llegaba a oficiar misas privadas –en su capilla del Palacio Apostólico– para los acaudalados amigos de Maciel que solían recompensar al Papa con donativos de hasta 50 mil dólares en efectivo.

Desgraciadamente, este tipo de sumas garantizaron que a nadie en Roma le importara que corrieran rumores bastante graves sobre el superior de los legionarios: que era no solo un toxicómano, un corrupto y un manipulador, sino también pedófilo. De hecho, Juan Pablo II no solo decidió ignorar esos rumores, sino que lo llegó a definir como un "guía eficaz para la juventud" y durante casi tres décadas no dejó de recompensar su lealtad. Así, cuando las cosas se comenzaron a poner mal para Maciel tras la publicación en The Hartford Courant de las primeras denuncias por abusos sexuales, en febrero de 1997, el Papa hizo oídos sordos, y no solo él, sino también su sucesor Benedicto XVI, que para ese entonces era el encargado de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y que declaró: "Lamentablemente, no podemos abrir el caso del padre Maciel porque es una persona muy querida del santo padre, ha ayudado mucho a la Iglesia y lo considero un asunto muy delicado".

Sin embargo, y como era de esperar, el Vaticano ha realizado una intensa operación de relaciones públicas para transformar a Juan Pablo II de cómplice en víctima de los tejemanejes de Maciel, y no afectar así el proceso de canonización. El ex legionario José Barba, uno de los acusadores del ex líder de la Legión de cristo, señaló algo que debería hacernos pensar profundamente en lo está sucediendo: quizá la canonización sea en el fondo el último epítome del encubrimiento a Maciel. A lo que habría que añadir: de Maciel y de todo lo demás.

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Escrito por

Alonso Almenara

Escribo en La Mula.


Publicado en

Redacción mulera

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