Estados Unidos: El lento suicidio de la democracia
Leyes secretas, reinterpretaciones radicales de la Constitución y un desembozado aumento de la desigualdad. USA no es lo que se cree.
En los Estados Unidos, muchos conservadores gustan decir que “la constitución no es un pacto para el suicidio”. La frase se le atribuye a diversas figuras de la historia, como Jefferson y Lincoln, pero en realidad fue escrita por el juez supremo Robert H. Jackson en 1949, en su opinión minoritaria sobre un caso de libertad de expresión. La idea (que sin duda los personajes citados compartieron) es esta: las leyes y las garantías constitucionales están muy bien, pero hay situaciones en las que una razón de estado debe primar sobre ellas. Cuando la seguridad nacional está amenazada, por ejemplo. Tal fue el razonamiento de Lincoln, por ejemplo, cuando suspendió el recurso de habeas corpus durante la Guerra de Secesión.
Pero uno puede preguntarse más bien si lo que conduce al suicidio de una sociedad democrática es en realidad este concepto, tan difundido y tan problemático. Y las evidencias no faltan: en estos días el sistema político de los Estados Unidos parece estarse subvirtiendo a sí mismo, y lo hace lejos de la mirada del público, de una manera que es en sí misma profundamente antidemocrática.
Un buen día (si es que no ha sucedido ya), los estadounidenses despertarán en un lugar que no es el que hoy sueñan como suyo, y la democracia modélica que su país proyecta al mundo se habrá transformado (de nuevo: si es que no lo ha hecho ya) en su contracara perversa.
De hecho, no pocos observadores hablan ya de un momento post-constitucional en la vida política norteamericana, donde el documento central sobre el que se ha asentado el sistema democrático (la Constitución adoptada en 1787 y sus diez primeras enmiendas, que constituyen la Carta de Derechos aprobada en 1791) han sido no ya reinterpretadas de maneras que no se justifican, sino enteramente dejadas de lado por quienes detentan el poder.
Una democracia vigilada en secreto
Hace apenas unas semanas, la presidenta de la Comisión de Inteligencia del senado, la demócrata californiana Dianne Feinstein, denunció un hecho singular: la Agencia Central de Inteligenca, CIA, ha estado monitoreando electrónicamente el trabajo de su comisión, encargada precisamente de supervisar a los servicios de inteligencia.
El contexto de esta denuncia de Feinstein es una investigación parlamentaria sobre las prácticas de tortura durante el gobierno anterior, el de George W. Bush. La investigación ya lleva cuatro años en curso y ha encontrado numerosas trabas y escasa colaboración de parte de la CIA, la NSA y otras agencias similares.
Es decir, aquí tenemos un organismo del ejecutivo, la CIA, espiando a una alta representante del legislativo (Feinstein), para impedir el cumplimiento de su labor fiscalizadora, democráticamente legitimada. Esto no solo viola la ley que rige las actividades de la Agencia (prohibida de espiar dentro del país), sino, claramente, la separación de poderes que la Constitución establece.
Y no es que Feinstein haya sido en estos años una firme crítica de los servicios de inteligencia y una opositora denodada de las prácticas secretas de los Estados Unidos. Por el contrario, se ha mostrado consistentemente favorable a ellas, tanto así que el propio Edward Snowden la llamó “hipócrita” por protestar tanto cuando la víctima del espionaje es ella en lugar de los ciudadanos.
Pero el punto es este: lo que la CIA busca, como buscan los demás servicios de inteligencia, es proteger el secreto de sus actividades. Esto es quizá natural en este tipo de labor. Lo que no lo es (se trata más bien de una innovación legislativa) es el secreto extendido también a las interpretaciones constitucionales y jurídicas que rigen el trabajo de los espías norteamericanos y la conducta del ejecutivo en temas de seguridad interna y externa.
Consistentemente, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos ha afirmado su voluntad de mantener esas normas en la penumbra, asegurando que los ciudadanos “no tienen el derecho” de conocer la ley. Numerosos analistas, desde la izquierda tanto como desde la derecha del espectro político, han comentado el absurdo de tal proposición, que califican como un desvío radical de las tradiciones constitucionales estadounidenses. No obstante, la práctica, iniciada bajo el presidente Bush y continuada con entusiasmo por Obama, persiste.
Y es un problema serio. Como se sabe, gracias a las revelaciones de Edward Snowden, la vigilancia y el espionaje de los ciudadanos estadounidenses y extranjeros por parte del gobierno norteamericano tiene proporciones descomunales (y lo que Snowden ha revelado es sólo la punta del iceberg; hay mucho más, que quizá nunca se llegará a saber).
La cosa es que la Cuarta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos garantiza a los ciudadanos de los Estados Unidos el derecho a la privacidad, y una larga historia de jurisprudencia sobre el tema establece claramente el contenido de esa garantía; el ejecutivo, amparándose en esas interpretaciones secretas del texto constitucional a las que he hecho mención (que parecen contradecir todo precedente establecido), está cambiando de forma profunda el significado de esas leyes, y lo hace lejos dela mirada del legislativo y del público en general. No como lo hacen las democracias, en suma, sino como lo hacen las dictaduras.
Pero quizá esta reinterpretación secreta de garantía constitucional de privacidad no sea lo más grave; quizá más grave aun es la reinterpretación de otra enmienda constitucional, la Quinta, que otorga a los ciudadanos de los Estados Unidos el derecho al debido proceso ante una acusación criminal.
Y es más grave porque lo que está en juego en ese terreno es el ejercicio de uno de los actos más radicales a los que puede abocarse un poder constituido: la eliminación física de sus ciudadanos. Hoy, y siempre de acuerdo a interpretaciones secretas de la ley y la Constitución, el ejecutivo estadounidense considera que le es legítimo matar a distancia a un ciudadano estadounidense sospechoso (porque lo dicen los servicios de inteligencia) de actividades ilegales, en particular de asociación con grupos terroristas. Sin un proceso legal abierto, sin una acusación formal, sin un juicio. Esto ha sucedido, y continuará sucediendo.
Hace un par de años, Eirc Holder, el Fiscal General de los Estados Unidos (ministro de justicia), aseguró que “una revisión de los hechos por parte del ejecutivo” es suficiente “debido proceso”, y que el mandato constitucional no requiere que el caso sea visto en las cortes de justicia. De más está decir que esta interpretación es por lo menos anómala. Y tiene una consecuencia concreta: para matar a un ciudadano acusado en secreto, basta, en esencia, con una decisión personal del presidente.
Para decirlo nuevamente: no como en una democracia, sino como en una dictadura.
Una democracia desigual
Todo lo anterior se da en un contexto de transformaciones económicas de largo aliento que apenas si están empezando a ser entendidas, pero que tienen ya una forma clara: tras un largo periodo en el siglo XX de ecualización económica, los Estados Unidos han entrado en las últimas décadas en un proceso de incremento de las desigualdades, con una proporción completamente desmesurada del ingreso y el capital concentrándose en manos de una minoría cada vez más pequeña, ubicada en la cúspide de la pirámide social.
Ciertamente, la ciencia económica estadounidense ha sido reacia a considerar la desigualdad, en particular la desigualdad en el ingreso, como uno de sus temas centrales; Robert Lucas, ganador del premio Nobel y quizá la figura más influyente en los estudios macroeconómicos a nivel mundial, dijo alguna vez que enfocarse en asuntos de desigualdad y distribución de la riqueza es “dañino y venenoso” para su ciencia. La idea es que, a despecho de las disparidades que se observan en el terreno, lo que realmente cuenta para mejorar las condiciones de vida de las personas, en el largo plazo, es el crecimiento. Y el crecimiento, según Lucas y muchos economistas como él, se ve impedido cuando se ponen en práctica políticas redistributivas.
Esta perspectiva está cambiando, al menos en lo que respecta al énfasis académico en el tema de la desigualdad. Y el presupuesto de Lucas (que, a pesar de toda su matemática, es en esencia un presupuesto ideológico) empieza a ser desmentido. Un buen número de estudiosos le dedica a él su atención en estos tiempos, quizá impelidos por la reciente debacle del sistema económico mundial y por las dificultades que está encontrando en su proceso de recuperación. Y lo que sus investigaciones han hallado es más que significativo.
Por ejemplo, Emmanuel Saez, un profesor de economía de la Universidad de Berkeley, ha demostrado ampliamente que la desigualdad en el ingreso en los Estados Unidos no sólo ha aumentado durante décadas, sino que ha revertido a niveles anteriores a la Gran Depresión. De acuerdo con Saez, en 2012, el 1% más rico de la población estadounidense aglutinó un 22.5% del total del ingreso pre-impuestos, mientras que el 90% inferior retuvo, por primera vez en 100 años, menos del 50%.
Y el problema es realmente estructural. En un libro reciente, Capital in the Twenty First Century (que según Paul Krugman “cambiará nuestra forma de pensar sobre la economía y la sociedad”), el investigador francés Thomas Piketty arguye que, dada la concentración del ingreso y del capital en manos e lo que para todo efecto práctico es una aristocracia hereditaria, los Estados Unidos (y Europa, dicho sea de paso) han regresionado a su “Gilded Age”, la del capitalismo salvaje de mediados y finales del siglo XIX (algo que, intuitivamente, otros comentaristas han notado antes, pero que Piketty muestra con abundancia de soporte matemático y análisis técnico).
El resultado de esta regresión es lo que Piketty llama un retorno al “capitalismo patrimonial”, donde una pequeña clase social tiene la capacidad hereditaria de generar ingresos suficientes (y excesivos) sin necesidad de trabajar, en virtud de su pertenencia al grupo privilegiado, y donde el trabajo de los demás grupos sociales es recompensado apenas con migajas de distinto tamaño.
Entre tanto, la inmensa mayoría de ciudadanos (incluso aquellos que gozan de un "buen" empleo) trabajan por una compensación que es menor tanto en términos absolutos como relativos. Y trabajan más horas. Y lo hacen sometidos a formas de control y de exigencia no vistas en mucho tiempo.
Este estado de cosas, por supuesto, no es sostenible sin mecanismos de control social y disciplina de la población; tales mecanismos contradicen los procesos de expansión de derechos y libertades que han caracterizado, con todos sus altibajos, la democracia estadounidense a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
Así, pues, la regresión política representada por la emergente “era post-constitucional” de los Estados Unidos corre en paralelo con una regresión económica del mismo calibre, y de consecuencias igualmente transformadores. El paralelo no es casual. Aunque la imagen sea aun borrosa (lo es cada vez menos), no es descabellado pensar que estamos asistiendo a un cambio profundo en el sistema norteamericano, al que quizá le haya llegado ya su futuro, caracterizado por la institucionalización de la vigilancia y la desigualdad.