Sólo el interés científico podría justificar —hasta cierto grado— que se llevara a cabo una práctica como esta: extirpar trozos de piel de cadáveres.

Desde el siglo XVIII, pero sobre todo en el siglo XIX, estudiosos de distintas disciplinas como la antropología, la medicina forense y la criminología se dedicaron a reunir sus propias compilaciones con el fin de estudiar el significado que podían encerrar las figuras representadas en los tatuajes.

En el caso de la Universidad de Jagiellonian, ubicada en Cracovia (Polonia), en su Departamento de Medicina Forense, existe una colección de centenares de pedazos de piel que se cortaron de los cuerpos de reclusos luego de su muerte, y que han sido mantenidos en frascos con formaldehído para preservarlos de la degradación natural.

La fotógrafa polaca Katarzyna Mirczak ha sido quien ha llevado a cabo un registro visual de aquellas piezas. 

Como se podrá observar a continuación, estos tatuajes, pese a lo macabro que resultan ahora como se encuentran expuestos, revelan en su trazo sencillo y casi infantil las inadecuadas condiciones en las que tuvieron que ser realizados. Es sabido que en las cárceles muchas veces los tatuadores se valen de instrumentos básicos, tales como navajas o punzones, y emplean carbón o tinta, por lo que terminan siendo, por supuesto, un cóctel de bacterias que generan una serie de peligrosas infecciones para los tatuados.

La contemplación de estas imágenes, además de evidenciar los deseos de sus poseedores originales (tener una compañera sexual o estar al aire libre), nos presentan como lo que realmente somos todos los seres humanos: lienzos parlantes y móviles sobre los que la historia deja su marca indeleble. 

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