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foto: Ryszard Kapuscinski

Las Ucranias que vio Kapuscinski

El famoso periodista polaco recorrió la Unión Soviética antes de que se desintegre.

“Recorrí más de 60 mil km, atravesando la Unión Soviética desde Brest a Magadán y desde el círculo polar hasta la frontera con Irán y Afganistán; visité todas y cada una de las repúblicas de la Unión. Viví inviernos muy crudos y veranos calurosos, condiciones en las que la mera supervivencia física representaba un problema. En algunas ocasiones estuve a punto de hundirme y retornaba a mi país, aunque luego volvía a reanudar el viaje”

Ryszard Kapuscinski

Publicado: 2014-03-19

"Viajero infatigable, maestro del llamado reportaje literario" le decían a Ryszard Kapuscinski, el escritor polaco más traducido en el mundo. Murió hace siete años, pero las nuevas generaciones de reporteros siguen leyéndolo. Y aunque últimamente una biografía puso en entredicho algunos de sus reportajes, su viaje por la Unión Soviética -El ocaso del Imperio- sigue siendo materia de crónicas y estudios, como lo hace en esta oportunidad el periodista español Joaquín Armada, quien a propósito del conflicto entre Ucrania y Rusia por la península de Crimea, lo recuerda en su blog.

Lo leí, lo olvidé. Recorrí la URSS en desvencijados trenes que recorrían el inmenso y agotado imperio mientras se rompía por todas sus costuras. Y lo hice a través de la mirada de uno de los grandes viajeros de nuestro tiempo, el periodista que defendía que los cínicos no servían para un oficio que, precisamente, está lleno de admirados amorales con tirantes. Leí ‘El imperio’ mucho antes de que la ética de Kapuscinski fuese cuestionada, cuando decir que él era el mejor de los mejores era una frase hecha y vacía que repetíamos sin parar. Sin salir de mi habitación, Kapuscinski me llevó de ciudad en ciudad, de frontera a frontera, por aquel imperio soviético que ahora nos cuesta imaginar y que durante décadas rivalizó con Estados Unidos por el control del mundo hasta morir oxidado.

Ahora que Putin acaba de quedarse con Crimea sin iniciar una guerra, he vuelto a las páginas de mi viejo ejemplar de ‘El imperio’ para intentar saber más de este país que tiene poco más de veinte años de vida, pese a su lengua y cultura centenarias. Kapuscinski recorre Ucrania en vísperas de su independencia, meses antes de que la URSS se desintegre para siempre, y, como en todos sus libros, cuenta lo que la mayoría de los periodistas elude: cómo vive la gente corriente que no protagoniza los titulares, hombres y mujeres tan agotados por el sistema que se derrumba, que son todavía soviéticos y que, probablemente, lo seguirán siendo el resto de su vida aunque intenten evitarlo.

“Simplificando mucho las cosas – escribe Kapuscinski -, puede decirse que existen dos Ucranias: la occidental y la oriental. La occidental (la antigua Galizia, territorio que formaba parte de la Polonia de entreguerras – y antes del Imperio Austrohúngaro, añado yo -) es más ‘ucraniana’ que la oriental. Sus habitantes hablan ucraniano y están orgullos de sentirse ucranianos hasta la médula. Aquí se ha conservado el espíritu nacional, la personalidad y la cultura del pueblo. La situación es muy distinta en la Ucrania oriental, con un territorio más grande que el de la occidental (…) aquí la rusificación fue más intensa y más brutal, aquí Stalin asesinó a casi toda la intelligentsia (…). La cultura ucraniana se ha conservado mejor en Toronto y Vancouver que en Donietsk y Járkov”.

Las dos Ucranias

Kapuściński nos muestra que para los ucranianos la Unión Soviética es Rusia. Desprenderse del yugo soviético es liberarse de una colonización que ha perseguido la lengua y la cultura ucraniana desde la época zarista. “La mitad de los cincuenta y dos millones de habitantes que tiene Ucrania o bien no hablan ucraniano o bien tienen unos conocimientos muy pobres. Los trescientos años de rusificación no han pasado en balde”. El periodista polaco cuenta cómo las maestras enseñan a los niños en los parques la lengua prohibida en los colegios, cómo la mayoría de los ucranianos no sabe quiénes son “sus escritores más preclaros del siglo XX”: Mykola Jvílov y Volodymir Vynnychenko, desconocidos también por nuestros editores.

Someter a los ucranianos es una de las pocas cosas en las que Stalin estuvo de acuerdo con los zares. Miles de intelectuales fueron fusilados o enviados a Siberia. En esa Ucrania que recupera su libertad, Kapuscinski encuentra un mapa que muestra los 254 edificios que los bolcheviques destruyeron en Kiev para borrar la huella burguesa de la ciudad. El resto, lo arrasaron los alemanes unos años después. Pero la crueldad más atroz la sufrieron los campesinos ucranianos. Stalin mató a millones condenándoles a una muerte terrible por hambre. En 1929, había decidido todos los campesinos soviéticos perderían sus tierras y se integrarían en grandes granjas colectivas. En Ucrania, cuyas tierras negras son de las más fértiles del mundo, los campesinos se opusieron con gran determinación y el dictador decidió someterlos a través del hambre. Millones murieron mientras los comunistas del resto del mundo no se enteraban o no querían enterarse.

“El hambre se convirtió en ley de vida. A lo largo y ancho del país sólo unos pocos tenían víveres suficientes: los altos cargos y los caníbales. Sin embargo, ambas categorías constituían una parte muy insignificante de la sociedad. Millones de hambrientos estaban dispuestos a todo con tal de hacerse con un trozo de pan… El hambre dividía a la gente. Muchas personas perdieron la capacidad de sentir compasión, de socorrer a otros… En las fotografías de aquella época contemplamos a personas que pasan indiferentes al lado de un niño abandonado en una alcantarilla, vemos a mujeres que charlan tan tranquilas junto a cadáveres desparramados aquí y allá, vemos a carreteros sentados en unos carros de los que asoman inertes brazos y piernas…”

Este holocausto antes del Holocausto se llama ‘Holodomor’, aunque Kapuscinski no emplea la palabra. Tampoco viaja por Crimea. Es una pena, porque su viaje por la península más famosa de la actualidad le habría permitido contar el destierro forzoso de los tártaros a Asia central, el regalo caprichoso de Kruchev apenas un año después de la muerte de un Stalin. El 27 de febrero de 1954, ‘Pravda’ publicó un comunicado en su primera página con la noticia. 

La entrega de Crimea a Ucrania se justificaba por sus “vínculos culturales y económicos” y se aludía al trescientos aniversario del tratado de Pereyáslav. Si fue un gesto de perdón por la crueldad de Stalin, el comunicado olvidó mencionarlo. El regalo parecía inofensivo: Crimea pasaba a Ucrania sin salir de la URSS, y la URSS era Rusia. Quizá por eso Putin cuenta una media verdad cuando afirma que “Crimea siempre ha sido y será siempre parte de Rusia”. Quizá por eso cuando los ucranianos identifican a la Rusia actual con la antigua URSS sólo dicen una media mentira.

En La Mula tenemos todo sobre la crisis política en Ucrania.


Escrito por

ALBERTO ÑIQUEN G.

Editor en La Mula. Antropólogo, periodista, melómano, viajero, culturoso, lector, curioso ... @tinkueditores


Publicado en

Redacción mulera

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