#ElPerúQueQueremos

Paisana de nadie

Publicado: 2014-03-15

Jacinta no es mi paisana.

Quizás debería serlo. A fin de cuentas, vengo de una familia de migrantes con raíces en el altiplano puneño y en la costa agrícola de Moquegua: soy parte de la primera generación cuya infancia no transcurrió mayormente en el campo y la segunda que no es funcionalmente bilingüe (o trilingüe, porque también hay aymaras en ese árbol genealógico).

Y sin embargo, Jacinta no es mi paisana. Me pregunto cuál es la razón de esa distancia.

Tal vez se trate de una cuestión de clase, algo bastante obvio: migrantes o no, mis abuelos acumularon propiedad y títulos universitarios, un cierto poder político en su provincia, una cierta presencia profesional, y eso cambia las cosas.

Pero creo que no las cambia tanto: aunque fuera la paisana pobre, Jacinta podría ser parte de un grupo al que un peruano como yo también pertenezca; no lo es (no puede serlo), de modo que la explicación debe ser otra.

Tal vez se trate de un asunto generacional. La mía es una familia de migrantes antiguos, asentados en Lima desde hace al menos seis décadas, y Jacinta es presentada como un arribo reciente. No será mi paisana, pero sí podría ser la de millones de otros peruanos que llegaron a Lima, como ella, en épocas más próximas y en circunstancias distintas.

Y sin embargo, ese tampoco es el caso. Jacinta tiene ya casi dos décadas en la capital, aunque no sea fácil saberlo dada la forma en que su creador la representa (para Jorge Benavides, está claro que Jacinta no ha aprendido nada en el intervalo de su resurrección televisiva, ni siquiera a usar un teléfono; tal vez lo que el “humorista” quiere decirnos es que no puede hacerlo).

En otras palabras: en una ciudad hecha de migrantes, hecha por sus migrantes -una ciudad cuya identidad es fundamentalmente la de la migración, el arribo y la construcción de espacios nuevos-, Jacinta es alguien que no acaba nunca de llegar, alguien que está pero no ha llegado todavía, alguien que vino pero no pertenece. Es un sujeto congelado en el tiempo de su arribo y su no pertenencia.

En realidad, es difícil escapar a la sospecha de que Jacinta no es la paisana de nadie. Si un peruano como yo y tantos otros no reconoce al personaje y no se sabe su coterráneo o su compatriota, es porque Jacinta no ha sido creada para generar ese reconocimiento, sino su opuesto.

De todas las características que la definen -su “fealdad”, su “torpeza”, su “mal hablar”, su “suciedad”- esta es quizá la más insidiosa: Jacinta es irremediablemente singular. En el universo que habita no hay una sola persona como ella. No tiene familia, ni grupo, ni vínculos de solidaridad. Es decir, Jacinta no es nuestra paisana porque sus creadores no quieren que lo sea. (No se lo pueden permitir; si se lo permitieran, el “chiste” les habría salido por la culata).

Singularizada de esa manera, lo que Jacinta enfatiza es, por oposición, una identidad ajena (la “nuestra”): al mirarla, somos lo que ella no es, lo que no puede o no sabe ser. Y la risa que el programa solicita de sus televidentes es la marca de esa diferencia.

A fin de cuentas, la palabra “paisano”, usada en el Perú como parte de una larga herencia colonial, no designa necesariamente un vínculo solidario o una identificación con el otro, sino su exclusión. En ese uso del término, un paisano no es nunca totalmente un compatriota, mucho menos un ciudadano: una persona como Jacinta debe dejar de ser “paisana” para obtener el reconocimiento y el respeto que les damos a nuestros iguales, y para no provocarnos hilaridad.

El que nos sigamos riendo de su supuesta diferencia (y los puntos de rating que este aborrecible programa televisivo ha obtenido en su retorno confirman que es así) indica quizá hasta qué punto este país no ha dejado de imaginarse a sí mismo como se imaginaba cuando era una colonia. Y lo que eso debería causarnos en realidad es tristeza.


Escrito por

Jorge Frisancho

Escrito al margen


Publicado en

Redacción mulera

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