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La Montaña Rusa de la Feria del Hogar

La legendaria feria está de vuelta, y a propósito un recuerdo de su juego mecánico más celebrado.

Publicado: 2014-03-14

Con los años me volví más temerario, pero nunca pude sobreponerme al vértigo y la languidez (piernas que tiemblan, corazón que se acelera como un tambor tropical, manos sudorosas e inquietas) que me producen los juegos mecánicos.  Es un trauma de niñez del que culpo a mi madre. 

Debo haber tenido nueve o quizá ocho años. Caminábamos bajo la bóveda plomiza que suele ser el cielo limeño  durante los meses de invierno. Miles de personas -padres, hijos, abuelos, parejas de adolescentes mimosos- paseaban por los pasadizos de la Feria del Hogar como una horda de salvajes, frenéticos de alegría.  

En el ambiente planeaba un aire dulzón, que atribuía a las manzanas acarameladas y los algodones de azúcar. Mi hermano, dos años mayor que yo, y mi padrino compartían un apasionamiento por los juegos mecánicos, sobre todo por la Montaña Rusa. Ese armatoste metálico y enrevesado se me figuraba desde mi metro cuarenta o quizá cincuenta de estatura como un lagarto prehistórico y rugiente.

Aquel día no era la primera ocasión que iba a la Feria del Hogar, pero sí era la primera vez que había alcanzado la estatura mínima para subir a la Montaña Rusa. Cuando surgió la idea de subirnos, mis ojos se entornaron y buscaron los de mi madre. Mi mirada era suplicante, angustiada, pero mi madre, en ese entonces, quizá hasta ahora, era la mujer con mayor capacidad en el mundo para malinterpretar los signos más elementales. Creyó que mis ojos a punto de transpirar miedo, estaban emocionados. 

Como era un niño competitivo, al final para no desentonar con el comportamiento de mi hermano, sentí que debía dar la talla, tragué saliva y me alinee en la fila con la firmeza de un soldado que espera su turno frente al pelotón de fusilamiento. 

El vértigo fue fatal. El carrito que nos transportaba se zarandeaba hacia ambos lados como un ebrio, y desde los rieles ascendía un sonido estropeado que hacía pensar que en cualquier momento saldría despedido por los aires. 

Como una tortura en la que el tiempo simula el infinito, el carrito ascendía parsimoniosamente la pendiente más empinada para luego descender a toda velocidad. Cuando llegaba a la cima, alcancé a ver un mosquito en el brazo de mi mamá y a dos mocosos blanquísimos desde el suelo que me señalaban con un dedo burlón,  antes de cerrar los ojos y piar tristemente mi miedo. 

El sueño de salir despedido por los aires en aquel carrito me atormentó las dos semanas siguientes. Aquella tarde, ya en la seguridad de la tierra firma, no lloré, no hubo una sola palabra de recriminación, solo miré a mi madre, que tenía esa mirada desorbitada que produce la adrenalina; y le hice saber -ahora entiendo que fue en vano- que jamás se lo perdonaría. 

Años más tarde, para impresionar a la primera chica que me gustaba en serio, me atreví a subir al Super Loop, experiencia de la que me arrepiento. Aún hoy sigo mirando los juegos mecánicos con desasosiego. 

Hoy enterado de que la Feria del Hogar volverá a abrir sus puertas el próximo 24 de julio, en la sede el Centro Cultural Deportivo de Lima, en Chorrillos, era inevitable pensar en aquella Montaña Rusa y en el carrito volandero de mis pesadillas.  


Escrito por

Enrique Larrea

Editor y periodista. Escribo informes, reportajes y crónicas que han aparecido en diferentes diarios. Formo parte del equipo de La Mula.


Publicado en

Redacción mulera

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