Amalia Suaña es una profesora ejemplar. Con vocación, convicción y esfuerzo ha demostrado al país que todo es posible. Con su escuela 'Sumita Corazón' busca mejorar la calidad de educación en la isla Tupiri, ubicada en Los Uros, Puno. A continuación compartimos un perfil elaborado por Diana Hidalgo, redactora de la revista Poder

Dos pequeñas casas amarillo patito, cuadradas, con ventanas de vidrio, puertas de madera y techo de calamina irrumpen llamativamente en el paisaje. Allí todas las casas son de totora –planta que crece tanto de manera silvestre como cultivada, en lagunas y zonas pantanosas de la costa y sierra del Perú– y se afincan al lago con mucho esfuerzo y meses de espera.

Es lunes y como todos los lunes desde hace cuatro años, los niños pequeños de la isla flotante de Los Uros pueden asistir a esos refugios llamativos para aprender las vocales, a sumar y restar, decir hola, armar rompecabezas y cantar canciones alegres. Esas casas fosforescentes son un nido. Un nido que se llama Sumita Corazón y que se afinca en medio del lago navegable más extenso del mundo –el Titicaca–, del sol aplastante y seco que lo baña por las mañanas y lo tiñe de un color cálido y acogedor y de las nubes algodonadas que pintan la sierra peruana. La mañana está lista para los 36 niños que están a punto de llegar con ropas coloridas y energía desbordante a los brazos de Amalia.

Clases en el lago

“No sé qué tendré pero los niños se acostumbran conmigo”, dice Amalia mientras los escucha cantar ‘A la orilla del lago tengo mi escuelita, A la orilla del lago tengo mi escuelita...’ La responsable de la hazaña intrépida de montar un nido sobre la totora del lago Titicaca es Amalia Suaña, profesora de profesión. Profesión. Palabra muy extraña para los cientos de pobladores de Los Uros, lugar conformado por 60 islas colindantes afincadas en el Titicaca (departamento de Puno, a 3.810 msnm). Exactamente a 5 kilómetros del puerto de Puno. Allí, con las justas hay una posta médica; cuando llueve las casas casi se desmoronan y hay que trabajar mucho para volver a construirlas. La mayoría de gente no habla español –sino quechua o aymara–; y cuando el invierno azota con ferocidad, la gente se muere por el intenso frío. Faltaban frazadas y leche caliente, un nido era algo impensable. Pero Amalia tenía otros planes. Los niños uros merecían tener una educación antes de que llegue el día que tengan que ir a la primaria. 

foto: karen zárate

Claro, los que podían hacerlo. Amalia es terca, persistente hasta el cansancio y siempre consigue todo lo que se propone, incluso eso. “Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma”. Son las nueve de la mañana y Amalia no está en la isla. Momentos antes ha tomado un bote prestado y ha ido remando (sola) por todas las islas aledañas para recoger a sus 36 niños y llevarlos hasta el nido. Los mismos que, horas después la van a abrazar apretándola, le van a jalar las polleras para que les haga caso y le van a decir sonrientes ‘mamá Amalia’. Pero ahora Amalia está lejos, rema el bote y a veces trabaja en convencer a los padres de los niños para que los dejen asistir al nido. “No se paga nada, mamacita; es gratis, gratis”, repite varias veces. Amalia no cobra nada por la enseñanza que da a los niños. Ella es la única profesora para todo el nido y casi la única profesional de la isla de Los Uros. El otro se llama Walter Suaña, su hermano menor, quien, como ella, también estudió educación. Quiso seguir sus pasos. “Todo padre quiere que sus hijos no sean como él, que sea un profesional. Amalia solita remaba cinco años para ir y venir de la universidad. Con la lluvia y todo, es como dar la vuelta al mundo”, recuerda orgulloso el papá de Amalia mientras espera la llegada de su hija para ayudarla con los niños.

Sabino Suaña tiene 57 años, se dedica a la pesca y a la artesanía y está más que orgulloso de su hija Amalia. Tiene un gesto amable, pero un poco desconfiado. Sabino y su esposa María Asunción –madre de Amalia– ayudan a su hija todos los días de clase de los niños. Difícilmente una sola persona puede controlar a 36 niños pequeños. Ahora la señora María Asunción lava ropa a lo lejos en una batea naranja. Está a la espera de que lleguen los niños. Muchas veces cuando los pequeños no pueden llevar su lonchera, ella cocina para todos. No les cobra ni un sol. Al igual que a su hija, le gusta mucho ayudar a los demás. Quizás su hija lo aprendió de ella. Amalia es la penúltima de cuatro hermanos. Es delgada y esbelta. Su sonrisa es fresca y apabullante por lo decidida pero a la vez por lo temperamental. Sus pómulos salientes y rosados le dan un aire amigable. Está vestida como una muñeca Barbie, pero de la serranía. Es muy bonita y de rasgos finos. La que un día tomó por sorpresa a sus padres y les dijo que quería ir a la universidad, que quería ser profesora. Pero claro, en la isla no hay universidad. Esa es una palabra extraña por esos lares.

En el 2004, a los 19 años, Amalia ingresó a la carrera de educación en la Universidad Peruana Unión luego de madrugadas de velas y libros. Dicha universidad quedaba en Juliaca, bastante lejos de casa. Estudiaba allí de 2 de la tarde a 10 de la noche. Cada día se levantaba a las seis de la mañana –en realidad, a veces no dormía por los trabajos académicos–, ayudaba a su madre a hacer artesanías, lavar y otras labores y luego partía a las 11 de la mañana para ir a clases. Se trepaba a un bote prestado, remaba y remaba durante 5 kilómetros hasta llegar al puerto. Allí tomaba un bus y luego otro bus hasta que por fin llegaba a su lugar de estudios. Dos horas y media de ida y dos horas y media de regreso. Seis mil horas de su vida las pasó entre buses y botes para poder obtener su ansiado título. Se graduó en el 2008 con un gran almuerzo familiar y el llanto de sus padres.

Acto de fe

Amalia cree mucho en Dios y eso se lo inculca a sus niños. Dice que un día la salvó de morir en una lluvia intensa cuando regresaba a casa por la noche y que le daba fuerzas para seguir estudiando cuando su madre enfermó durante bastante tiempo. También, dice, la empujaba a seguir en la universidad cuando sufrió de dolores intensos de cabeza durante un año.  

“Eran como las 12 de la noche, a mí me dolía pues mucho la cabeza, estaba lloviendo demasiado y yo rezaba y rezaba, y decía Diosito que no me caiga la lluvia, ayúdame y entonces la lluvia se iba para los costados de mi bote pero en mí no caía nada, nada…y así rapidito llegué a mi casa a refugiarme”, cuenta Amalia sobre aquel episodio mientras mira fijamente los dibujos de Winnie the Poo y Mickey Mouse que los niños le han obsequiado y que ella guarda cual trofeos en las paredes de su cuarto, que parece una casita de muñecas. Amalia y su familia viven en los Uros desde toda la vida. Desde hace 10 años, viven en la isla Tupiri.

Son las nueve y media y Amalia arriba con sus niños a la isla en su pequeño bote prestado. Cantan eu seu te pego, ríen, se jalan unos a otros, juegan. Solo hay 20. Los otros 16 matriculados no han podido venir hoy. Amalia dice que eso es muy común. Que a veces los padres no los quieren mandar porque prefieren que ayuden en la casa. Los niños bajan del bote, juegan, tiran sus mochilas de Ben 10 y Hannah Montana y luego Amalia con un grito dulce les indica que deben entrar al salón. Sabino y María Asunción sonríen. Los niños son como sus nietos. Amalia todavía no tiene hijos biológicos.

“Son tus nietos, los que no tienes”, le bromea a su padre de vez en cuando. Quiere tener dos hijos –tal vez con su actual novio con quien lleva tres años de relación–, y que sus 36 hijos adoptivos no se pongan celosos con la noticia. La quieren mucho.

El salón de su nido rebalsa de rompecabezas, plastilinas, cuadernos, papelógrafos y libros. Amalia los hace rezar, luego cantar una canción en aymara y después les revisa una tarea. Ellos le obedecen y la miran con la concentración con la que un niño se queda viendo durante horas los dibujos Al fondo del salón –en una esquina–, reposa una caja sellada y que Amalia se preocupa de que esté muy cuidada. Dentro de esa caja se encuentran las 35 computadoras que llevó a la isla como regalo la primera dama Nadie Heredia para la navidad del 2011. Laptops de la modalidad XO pertenecientes al programa Una laptop por niño, adaptadas para la educación inicial y primaria, luego de que Amalia ganara el premio Integración 2011, auspiciado por Radio Programas del Perú. Premio que dicha radio entrega desde hace 12 años con el objetivo de “reconocer a peruanos que hacen grande el país”. El día que Amalia se enteró que ganó, vestía un saquito amarillo, trenzas y se puso a llorar desconsoladamente de la emoción.

“Vieras cómo los niños se sorprendían cuando la Amalia empezó a enseñar las laptops. Ese día casi se hunde la isla de tanta gente que había”, cuenta Sabino Suaña. “Yo estaba toda emocionada, confundida…no podía ni hablar, había tanta gente”, dice Amalia sonriente.

foto: karen zárate

Son casi la una de la tarde y las clases están por terminar. Amalia lleva a sus niños fuera del salón y juegan fútbol hasta cansarse. Se tumban, se jalonean, sus pies rozan con violencia la totora áspera. No se lastiman. Amalia les habla en aymara y ellos asienten y la toman de la mano.

“Si hubiera tenido bastante plata hubiera ayudado a todos los niños siempre. Acá no hay recursos, los ayudaría más... si podría”, dice Amalia algo apenada, pero con esa determinación y terquedad que la lleva a hacer y perseguir las cosas antes de quedarse sentada.

Mañana hay clases. Así que ahora se dispone a limpiar el salón y remar de nuevo para llevar a casa a sus niños. El sol aún quema.

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