12 años de esclavitud
Steve McQueen ha hecho una película que rompe con los estereotipos de hollywood sobre el tema de la esclavitud. Hay que verla.
De los varios largometrajes que en los últimos años han querido lidiar con el tema de la esclavitud en la historia de los Estados Unidos -Lincoln, de Steven Spielberg, y Django Unchained, de Quentin Tarrantino, son los más celebrados- 12 years a slave es el más significativo. Y lo es tanto por sus abundantes logros estéticos como por su adopción de una postura que contraviene, aunque no los subvierta del todo, los tropos usuales en la producción hollywoodense sobre el tema.
Como lo había hecho antes ya en Amistad (y como suele hacer en sus películas, de cualquier naturaleza), Spielberg aprovechó en Lincoln la oportunidad que su material le ofrecía para proponer, con gran destreza, algo que en última instancia es una fábula de reafirmación de la institucionalidad política, la autoridad establecida y el orden liberal. Tarrantino, por su parte, hizo en Django Unchained lo que mejor le sale: una entretenida, jubilosa fantasía de venganza con tanta conexión con la realidad histórica como Pulp Fiction, Kill Bill o Inglorious Basterds. Ambas películas son excelentes productos fílmicos, pero como tratamiento artístico de un tema que en buena medida define la historia de los Estados Unidos, se quedan bastante cortas.
Quizá lo que nos ha entregado Steve McQueen (británico, no estadounidense, y esa diferencia importa) no llegue a serlo tampoco, pero no será por falta de ambición. Ya desde la selección de su material de base, McQueen anuncia una loable voluntad de contar otra historia, o quizá la historia, a contramano de una larga galería de imágenes tergiversadas sobre la experiencia de la esclavitud.
Sin redención
El material de base al que me refiero es el libro homónimo de Solomon Northup, publicado en 1853 y un texto clave para los lectores abolicionistas en los años previos a la Guerra de Secesión (1861-1865). Aunque nunca cayó completamente en el olvido, el libro de Northup perdió protagonismo en las décadas posteriores quizás por la misma razón por la que la escogió McQueen para su película: el relato de 12 Years a Slave es difícil de encasillar en ninguna de las narrativas oficiales que los Estados Unidos han construido, desde el fin de la Guerra, sobre lo que algunos historiadores llaman la “peculiar institución” de la esclavitud.
Porque la historia que cuenta Northup no es en absoluto parte de la tradición norteamericana del morality tale, como, por ejemplo, la novela Uncle Tom´s Cabin, de Harriet Beecher Stowe, publicada un año antes; tampoco es una historia de ascenso y redención, como A Narrative of the Life of Frederick Douglass, An American Slave, el indiscutido clásico del género, publicado en 1845.
La historia de Solomon Northup es más bien la de un descenso descarnado y brutal a los infiernos, desprovisto en última instancia de lecciones morales para sus lectores y sin espacio para una redención o “cura” del mal de la esclavitud. Es decir, es una historia que corre en sentido inverso al de todas las narrativas oficiales de los Estados Unidos, desde la “Restauración” inmediatamente posterior a la Guerra hasta el día de hoy.
McQueen, fiel a ese espíritu, no demora mucho en poner a su protagonista en trámite de esclavización. Tras presentar brevemente a Northup (Chiwetel Ejiofor) como un músico de clase media en Saratoga Springs, en el estado de Nueva York, nos muestra cómo dos estafadores lo llevan con engaños (la promesa de un trabajo) a Washington, D.C y cómo, tras drogarlo, lo venden a unos traficantes de esclavos. No han pasado diez minutos. Northup está ya en cadenas y su nombre ahora es Platt.

El crítico J. Hoberman ha comparado en la revista Harper´s lo súbito de esta transformación, operada por actos de violencia, con el inicio de El Proceso, la novela de Kafka. Y no le falta razón. Como Joseph K., Northup/Platt está preso en los engranajes de un sistema inexplicado e inexplicable, sobre el cual no posee ninguna agencia, sobre el que no tiene la posibilidad siquiera de imaginar algún control. Es un sistema que lo marca por el solo hecho de su existencia con una culpa indefinible, y lo obliga, prácticamente al azar, a pagar las consecuencias.
Pero a diferencia de El Proceso, que busca más bien eludirlas, 12 years as a slave no pierde nunca de vista las especificidades históricas de la condición que describe. La “marca” culpable que motiva el sufrimiento de Northup es el color de su piel, algo contra lo que su estatus legal de hombre libre no tiene ningún poder. Y el sistema que lo condena es uno en el que todo, empezando por la economía, incentiva su opresión y nada su liberación, sea cuál sea la voluntad personal de sus torturadores.
Todos son cómplices
Este es otro de los niveles en los que 12 years a slave se diferencia de muchos de los relatos sobre la esclavitud que nos ha legado el cine estadounidense: aquí, el mal es esencialmente sistémico, e incluso los “buenos” propietarios (Master Ford, por ejemplo, impecablemente interpretado por Benedict Cumberbacht) son sus cómplices y sus ejecutores. Su moral privada, sus actos de generosidad o su trato respetuoso a los esclavos no los salvan: el mal de la esclavitud es absoluto, y ningún acto individual redime a quienes participan de él (en una nación cuyos “padres fundadores” fueron casi todos propietarios de esclavos, esta postura no ha sido la más común en productos de entretenimiento popular).
Ford, por cierto, es la excepción. Parte del horror de la historia que Northup narra y a la que McQueen se apega es la facilidad con que el sistema de la esclavitud, explícitamente justificada en términos racistas, posibilita la expresión de la más pura crueldad. Ya sea la crueldad mezquina e improductiva del capataz Tibeats (Paul Dano), que se ensaña con Northup cuando este demuestra su mayor destreza en un proyecto de ingeniería, o la crueldad obsesiva y demencial de Edwin Epps (Michael Fassbender), el último propietario de Platt, la crueldad -de la más casual a la más sistemática- es el elemento inescapable que define las relaciones entre el amo y el esclavo en 12 Years a Slave.

Michael Fassbender y Chiwetel Ejiofor
Y se trata de una crueldad ensañada sobre todo en el cuerpo del esclavo, y son los sufrimientos del cuerpo los que Steve McQueen presenta con mayor insistencia y asiduidad. Un logro estético de esta película, quizás el más importante, es la fijeza con que la cámara y la composición de centran en la materialidad del dolor del esclavo, en el carácter fundamentalmente físico de su sumisión.
En tomas y secuencias que se extienden hasta la angustia, pictóricas en su metodología, 12 Years a Slave parece desafiar a su audiencia a retirar la vista de la pantalla, y no lo hace con el fácil recurso al asco o la repulsión ni con la espectacularización de la violencia los que nos tienen acostumbrados muchas producciones contemporáneas. Lo hace con su insistencia en un dolor que es profundamente humano en la misma medida en que es corporal, y que en el trámite de serlo deshumaniza a todos los implicados (incluyendo, quizá, los espectadores).
Steve McQueen es en varios sentidos el director ideal para presentar esta visión. Con una larga y exitosa carrera como artista del video ya en su haber, se ha preocupado siempre por la materia del cuerpo, la piel, la fisicalidad de sus protagonistas. Este interés ya era manifiesto en su debut cinematográfico, Hunger (2008), donde cuenta la historia de la huelga de hambre y la muerte de Bobby Sands, un líder del IRA irlandés que demandaba mejores condiciones de encarcelamiento y el estatus de preso político, en 1981. Y le sirve muy bien aquí.
En última instancia, sin embargo, el centro emocional de la película no es Northup/Platt y su sufrimiento individual, sino su relación con Patsey (Lupita Nyongo'o), también esclavizada en la plantación de Epps. Patsey es joven, encantadora y hermosa; estos atributos, tanto como el color de su piel, son su condena. Objeto de la violenta obsesión de su amo y de los celos vengativos de su ama, Patsey es quien más sufre -en cuerpo propio- la virulencia de la esclavitud, pues la suya es doble, al incluir no sólo la propiedad ajena de su fuerza de trabajo sino también la de su sexualidad.
Al final, Northup es liberado por un azar tan repentino como el que lo llevó al cautiverio (su encuentro fortuito con un trabajador itinerante de convicciones abolicionistas, a quien entrega una carta para su familia en el norte). Al abandonar finalmente la plantación, es con los ojos de Patsey con los que los suyos se cruzan. Y el espectador entiende que la libertad recuperada de Northup no es, no puede ser un final feliz o un motivo de esperanza, pues el sufrimiento no ha sido solo suyo y la esclavitud (o el racismo) no es, aunque el cine sí lo sea, un asunto de individuos.
