Marcela. “Marcela lleva la sagrada blanquirroja sobre el pecho”, se lee en los titulares. La foto a todo color de una de las malcriadas de El Trome se mece prendida de un gancho a un puesto de periódicos en la plaza de armas de la ciudad de Huánuco. Chimpunes, canilleras e hilo dental, la 10 de la Foquita Farfán apenas cubre los pezones de unas tetas de campeonato. “Con una delantera como la de Marcela ganamos por goleada a Ecuador”, reza la última página del pasquín.
Al costado, un tablón con una regular cantidad de ofertas de trabajo se apoya sobre la endeble estructura de madera del puesto de periódicos: “Se busca cocinera”, “Se requieren los servicios de personal femenino de limpieza”, “Se necesitan meseras”. Todos los empleos ofertados ofrecen buenas remuneraciones. Como no sea que se dediquen a la producción de hojas de coca y pasta básica, o al tráfico de cocaína, los grandes motores económicos del departamento, son sumas inalcanzables para los estándares salariales de chicas apenas escolarizadas, sin formación profesional: mil doscientos, mil quinientos, dos mil soles mensuales. Todos las ofertas requieren que las postulantes viajen inmediatamente fuera de la ciudad.
Desde el interior del quiosco dos hombres ven acercarse a un variopinto grupo de chicas. Son Natalia, que camina cojeando. Debido a la polio tiene una pierna algo más larga que la otra; Gladys y Gelsys, dos jóvenes hermanas de similar edad; y Eleonora, que va a cumplir treinta, está casada y tiene dos hijos.
– Amiga, ¿te puedo ayudar en algo? –pregunta José Romel Ramírez Céspedes.
Al lado, su hermano, un gordito con un polo a rayas, jeans y zapatillas, observa. Su nombre es Claver, pero en la ciudad, seguramente por lo grueso, lo llaman Lonja.
A través de una ventanilla cerrada a cal y canto van pasando montículos de arena removidos por la minería informal, casas de ladrillo, a medio construir, retroexcavadoras y caterpillars, albergues temporales hechos de palos amarrados y mangas azules de plástico, todo bajo unas nubes blanquísimas y el intenso cielo azul de la Amazonía. El aire acondicionado a tope, por la radio suenan unos sintetizadores y luego la inconfundible voz de Charly García, que canta:
Oh, no puedes ser feliz.
con tanta gente hablando a tu alrededor
Oh, dame tu amor a mi
le estoy hablando, hablando a tu corazón.
A cien kilómetros por hora, el alférez Nelson Pineda viaja en una camioneta por la carretera interoceánica a infiltrarse como agente encubierto en la isla del Delta 1. Junto con él viaja un agente de apoyo.
Un rato después, han subido la camioneta a una plataforma entablada sobre dos botes para cruzar el río Inambari. Los policías cruzan en una lancha aparte. El rostro lampiño, todavía adolescente, del alférez Pineda aparece por primera vez en la filmación con un iPhone 4 pegado a la oreja.
– ¡Qué tal cara de pajero!
– Deja llamar, oye.
– Estoy filmando, soldado .
Unas nubes comienzan a cubrir la caída del sol mientras la lancha se desliza a velocidad sobre las doradas aguas del Inambari. Pineda se preocupa: no hay señal. Y tampoco tienen radio.
– ¿Nos van a esperar aquí no? –pregunta al motorista.
No obtiene respuesta.
Entrarán al Delta 1 solos, y sin apoyo.
Hace ya varios días que una chica, nerviosa, saca fugazmente la cabeza por la ventana de su quinta. Sólo ha salido de la casa para sacar la basura y comprar algo de comida en la bodega de la esquina. Al caer la noche, las luces de la vivienda se mantienen encendidas hasta las dos o tres de la mañana, con las cortinas cerradas. Unas sombras aparecen cruzando la habitación. Gesticulan.
– Por lo menos hay dos personas más en el interior de la vivienda. La mujer no está sola, mi comandante.
– Es verdad. Parece que la información es buena.
Desde el otro lado de la acera, unos efectivos de la policía al mando del comandante Florián Pretel vigilan una modesta quinta de los suburbios del Cusco, donde sospechan se esconde Clara Quispe Quispe, la Reina del Delta.