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El auge y la caída de Mamoru Samuragochi, el “Beethoven Japonés”

O la historia de una gran cadena de falsificaciones que ha sacudido a Japón y a la industria de la música clásica a nivel internacional.

Publicado: 2014-02-16

La semana pasada se dio a conocer a través de la prensa internacional una de las noticias culturales más extrañas que he podido leer en los últimos tiempos: la caída en desgracia del compositor Mamoru Samuragochi, también conocido como el “Beethoven Japonés” aparentemente debido al impedimento de escucha que, según cuenta la famosa historia, habría de superar para poder al fin dedicarse a su pasión.  

Celebrado como una figura de talla excepcional en el mundo de la música clásica de su país, Samuragochi llegó a publicar obras cuyas grabaciones han roto récords de venta en un género atravesado por la crisis, y su trabajo ha sido incluido con éxito en películas, juegos de video, e incluso la rutina de competencia que un destacado patinador sobre hielo presentará en los Juegos de Sochi 2014.

La situación que provocó este inesperado revés en la carrera de Samuragochi fue la revelación de una extraordinaria cadena de falsificaciones: el compositor admitió que, desde 1996, la mayoría de sus obras -incluyendo todas las más famosas, entre ellas su Sinfonía N° 1 “Hiroshima”, dedicada a la memoria de las víctimas de ese terrible episodio de la Segunda Guerra Mundial, las bandas sonoras de los videojuegos Resident Evil: Dual Shock Ver. y Onimusha: Warlords, y su Sonatina para violín, la composición que será usada en los Juegos Olímpicos de Invierno por el patinador japonés Daisuke Takahashi- fueron escritas por un compositor fantasma.

Pero la historia de la falsificación no termina ahí. La noticia dio nuevamente un vuelco espectacular cuando apareció en conferencia de prensa el “fantasma”, Takashi Niigaki, un compositor y profesor a tiempo parcial en la Escuela de Música Toho Gakuen de Tokio. Niigaki declaró que Samuragochi había engañado a sus seguidores no solo respecto a la autoría de las obras que lo hicieron famoso, sino que además había simulado también, durante dos décadas, su sordera e incluso la necesidad de usar bastón, dos elementos que, indudablemente, han contribuido a construir pieza por pieza la imagen de un artista de excepción, de un músico listo para tomar por asalto nuestro vulnerable y desesperado régimen del consenso artístico.

Y es en este punto en el que la noticia deja de ser una simple curiosidad para plantear algunas preguntas sobre las que vale la pena reflexionar: preguntas sobre el rol de los medios, que jugaron el juego de Samuragochi tanto tiempo sin haber prestado atención a las notas disonantes en el personaje y verificado la información. Preguntas sobre el mercado de la música (incluso en una instancia como la de la música clásica, que a menudo ha tendido a pensarse como un fenómeno aparte, en el que la autenticidad juega un rol importante, a menos a nivel del imaginario), sobre el modo en que se nos vende un personaje antes que su propia producción, sobre nuestra manera de "escuchar con los ojos", para retomar una frase de Adorno... Y también, por supuesto, preguntas sobre el tipo de sonido que creemos que deberían tener las obras maestras de nuestro tiempo.

¿Pero qué hay, entonces, de la música de Samuragochi (o de Niigaki, en fin)?

Me puse a escuchar. Obviamente en plan mala onda. Y no sé.

El primer ítem que encontré es el siguiente:

Básicamente se trata de un pastiche, una imitación que exhibe una cierta competencia en la reproducción de manierismos en la escritura vocal corrientes hace tres siglos. No noto ni originalidad, ni coherencia interna, ni rastro de que la obra ha sido escrita en nuestro tiempo.

La cosa va bien, me dije. No había que ser un genio para darse cuenta. Seguí mi prospección y encontré una banda sonora:

¡Mejor aún, pensé! El carácter kitsch y la falta de integridad en las estructuras es mucho más palpable. Pero vamos, es música de cine. Es casi necesario que la música no tenga estructura. Demosle un respiro al pobre hombre (o dupla, o).

En todo caso, la idea que tengo ahora de Samuragochi es más clara: tengo delante una mezcla (posiblemente) agradable de diversos referentes de eficacia comprobada, pero que no impacta por su originalidad ni por su individualidad. ¿Estoy sorprendido? ¿Qué creen?

Y entonces escucho esto:

De acuerdo, no es lo más original del mundo, pero pienso que hay algo ahí. Hay un intento serio de integrar elementos occidentales y orientales en una sola mezcla coherente, y hay un discurso musical elaborado, con una orquestación bien trabajada y quizá uno que otro episodio imaginativo. La música me recuerda un poco a Ginastera, por su carácter expresionista, y las armonías sensuales tienen algo de Takemitsu, pero no diría que es una copia descarada. Hay una especie de sensación de collage a lo Williams pero también hay algo más, y la idea no me gusta.

Claro, me sigue fastidiando que se le haya dado tanta bola a un compositor que mintió durante toda su carrera y que además, al menos en términos mediáticos y de ventas, llegó a ocupar el lugar que le corresponde a verdaderos grandes creadores de la música japonesa como el compositor Toshio Hosokawa, cuyo ciclo de cuartetos de cuerda grabado por el Cuarteto Arditti, dicho sea de paso, es en mi opinión uno de los mejores discos de música clásica contemporánea de 2013.

Me gustaría cerrar la nota con el clip de la rutina del patinador Daisuke Takahashi:

O sea claro, la música no pasa de un robo descarado a Brahms. Pero siempre he tenido un problema con la idea de dudar de la integridad de la emoción ajena. La audiencia ama a Daisuke y parece amar también la música de Samuragochi. Por qué tenemos que joderles ese sueño.


Escrito por

Alonso Almenara

Escribo en La Mula.


Publicado en

Redacción mulera

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