“Soy un utópico del siglo XIX; no quiero ser un realista del siglo XXI”
La Mula conversó con el legendario actor, dramaturgo y director de teatro argentino Arístides Vargas, quien se encuentra actualmente en Lima dictando talleres para actores y preparando la presentación de dos obras suyas: “Nuestra Señora de las Nubes”, una de sus piezas más famosas, y “La República Análoga”, de más reciente creación.
Arístides Vargas está en Lima. Para quien no pertenece al ámbito del teatro, como yo, es posible que este enunciado carezca de pronto de una significación precisa. Para los insiders y seguidores informados de este arte, en cambio, queda claro que las mismas cinco palabras se transforman en la promesa de un acontecimiento singular, susceptible de generar todo tipo de expectativas: y es que quizá no existe en toda América Latina personalidad más influyente y respetada en el mundo de las tablas.
Nacido en la ciudad de Córdoba en 1954, Vargas fue uno de los muchos artistas e intelectuales argentinos de su generación que tuvieron que optar, luego del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, por el doloroso camino del exilio debido a la persecución de la dictadura militar. Este hecho ha marcado profundamente su vida personal y su obra dramatúrgica. Sus piezas giran en torno a los temas de la memoria y del dolor que causan la violencia política, la pérdida de la identidad y el desarraigo.
Casi la totalidad de su producción, entre la que destacan obras como Nuestra Señora de la Nubes y La razón blindada, ha sido escrita en Ecuador, país donde Vargas fijó su residencia definitiva, y que ha reconocido su trabajo entregándole, entre otros galardones, el Premio Nacional de Cultura en 1994. Ahí conoció a la actriz Charo Francés, quien se convirtió en su esposa y compañera de oficio, y a otros artistas con quienes entre 1979 y 1980 formaron el grupo Malayerba, un referente ineludible en la historia del teatro latinoamericano. Con este grupo, el dramaturgo -que dirige y actúa también en la mayoría de sus obras- ha viajado a presentar sus trabajos con éxito en escenarios de todo del mundo.
Hoy he venido a entrevistar a Vargas en circunstancias que, para ser honestos, podrían ser más idóneas: ya que tiene una agenda apretada, intentaré capturarlo en medio de la pausa de un taller dirigido a actores que está ofreciendo en la Alianza Francesa de Miraflores. Me siento en la última fila. La poderosa voz de Vargas, la expresión severa de su rostro y la elegante cadencia en su modo de hablar proyectan de entrada una cierta imagen romántica de autoridad. Escruto a su audiencia. El espesor del silencio que envuelve las palabras del dramaturgo es palpable. Entre los asistentes creo reconocer a Pietro Sibile, el protagonista de la película Días de Santiago, y a alguno que otro rostro que debo haber visto seguramente en la televisión, el teatro, la publicidad. Todos estos jóvenes (bastante atractivos) me dan la impresión de estar mucho más al tanto que yo de que estamos hoy ante un hombre de extraordinaria trayectoria; Vargas es escuchado por todos en actitud de sereno sometimiento, bloc de notas en mano escrupulosamente rellenado de apuntes, en una suerte de trance hipnótico. La impresión que me deja la escena es la de una ceremonia que he venido a interrumpir miserablemente.
Por supuesto, llega la pausa y, sin ningún tacto, procedo a interpelar al dramaturgo en medio de una conversación que acaba de entablar con una hermosa mujer de cabello oscuro aparentemente decidida a hacerse notar por sobre todas las demás criaturas presentes. Como por un acto del buen Dios, Vargas no solo me dirige la mirada en ese momento incómodo sin rastro de reproche, sino que acepta además la entrevista en el acto, con suma gentileza; nos retiramos en busca de un café ante la impagable expresión de perplejidad de la joven.
El dramaturgo apátrida
Mis primeras preguntas giran en torno al tema estructurante en la obra de Vargas, la experiencia del desarraigo, y al periodo de violencia política que le tocó vivir a mediados de los setenta: me interesa conocer en especial las razones por las que decidió quedarse en Ecuador. “Llego a Ecuador en el 76. Había en ese entonces una operación llamada “Cóndor”, que consistía en la actuación coordinada entre las diferentes policías y ejércitos de los países de América Latina. Se efectuaban de esa forma atentados, desapariciones o repatriaciones, que es lo que a mí en particular querían hacerme, me querían repatriar a Argentina. La forma era quitándote el pasaporte, como me le quitó a mí la policía ecuatoriana: en el momento que entrabas a la embajada para recuperarlo, ingresabas a territorio argentino, te detenían y te deportaban. Acá en Lima también se deportó a algunos compañeros en aquellos años. Todo eso es parte de la oscura historia latinoamericana que mucha gente no quiere recordar. Fue por esa razón que me tuve que quedar en Ecuador sin documentos y no me pude mover durante muchos años. No tenía nacionalidad, era declarado apátrida -ése era uno de los castigos que te aplicaban en Argentina… ser el apátrida, el que no tiene patria; y creo que me terminó gustando.”
Identidades móviles
Me parece que vale la pena detenerse un momento en el tema de la patria y su relación con la noción de identidad, pero no estoy seguro de que Vargas comparta mi opinión: “Para mí la identidad no es una cuestión fundamental”, se apresura en responder, “y tampoco creo mucho en las patrias o las fronteras. Como decía Georges Brassens: “la música patriótica me da mucho sueño”. No creo en ese tipo de definiciones. Creo en lo que me ata al Perú, que son afectos, gente a la que aprecio; creo que los países no son paisajes, ni himnos, ni banderas, sino personas. Personas con las que uno establece un puente fundamental y se relaciona con eso, para mí eso es la patria. Por eso no me considero particularmente ecuatoriano, o argentino. Sí soy hincha de la Selección Argentina e hincha de la Selección Ecuatoriana, pero ese es otro tema…”
El Perú
Mientras conversamos sobre su relación con los diversos países de la región descubro un dato interesante: el primer país al que Arístides Vargas llega como exiliado en 1976 es a Perú. “Viví en Barranco un año. Luego he venido en varias ocasiones y guardo una entrañable amistad con mucha gente de teatro de aquí. Muchas veces han sido ellos los que me han traído y me han estimulado para que vuelva y haga algo y trabaje… Por lo general me muevo por esos criterios… por la amistad”.
De inmediato intento obtener más información sobre ese primer año barranquino del largo exilio de Vargas: ¿Cómo no querer saber con qué personajes de la escena teatral peruana trabajó, de quienes se sintió cercano en esos importantes años de formación?. “Frecuentaba al grupo Yuyachkani; Miguel Rubio es un gran amigo mío y antes que Yuyachkani, Jorge Chiarella, Milena Carbone. Son grandes amigos desde que éramos muy jóvenes”. Descubro también que en Lima Vargas perteneció a una agrupación de teatro llamada Telba, donde participó en montajes junto a actores como Jaime Lértora, Milena Alba, el propio Chiarella, Celeste Viale, entre muchos otros.
El teatro que se hacía en esa época en el Perú -y en general en Latinoamérica- era por supuesto muy politizado, pero no se había desarrollado aún esa sensibilidad, presente en el trabajo posterior de Vargas, relacionada con la reflexión en torno a la historia del continente y elaborada a partir del drama íntimo de la memoria, del recuerdo de hechos traumáticos donde el destino de las personas y de los pueblos se conectan de manera trágicamente. Quizá se podría decir que la política, aunque quizá siempre ha estado presente en el teatro de la región lo estaba hasta hace no muchas década sin haber sido asimilada del todo, como una suerte de cascarón, de estructura externa. “En aquella época era muy difícil sustraerse de esa dimensión de la política como enunciado. No existía una subjetivación de lo político como existe ahora. Yo no hacía teatro político con la consciencia con la que lo hago ahora”.
Ayer y hoy
Me interesa conocer la opinión de Vargas sobre la situación política en el continente, especialmente vista a través de la distancia que separa el escenario actual del periodo brutal de los setenta en el que emergió su proyecto de arte contestatario. “Creo que la situación se ha vuelto paradójica porque recuerdo que en aquellos años cantar una canción de protesta era considerado algo transgresor, estaba prohibido, no era fácil hacerlo. Ahora cualquier presidente puede cantar “Hasta Siempre Comandante” sin ningún problema, sin que nadie le diga nada. Eso para mí significa muchas cosas. Fundamentalmente, creo que la política se ha vuelto una fantasmagoría. La política es un simulacro donde todo es posible y donde la falta de ética y la ambición por el poder pueden llevar a los políticos y a determinada gente a usar cualquier símbolo, independientemente de a quién pertenezca. Así es cómo se desactiva el símbolo. Creo que la política en general está desactivada. Y es justamente en esta época en la que el teatro debe tener nuevamente la lucidez de la que la que hablaba Brecht, debe ser lo suficientemente lúcido y tener la inteligencia para desmontar estos discursos y simulacros que tienen pretensiones de verdad. Aunque el teatro es también un simulacro, no tiene pretensiones de verdad: desde el inicio sabemos que se trata de una obra. Ahí hay un detalle fundamental que diferencia el arte de la política”.
El teatro como proceso de sanación
Cuando le hago una pregunta sobre el tema de la dimensión terapéutica de la escritura, Vargas me hace una seña para indicarme que el tema le interesa especialmente. “Hablar de lo que te pasó hace que el problema se haga público, sí, en ese sentido es parte de un proceso de sanación; pero es como un tratamiento psicológico a gran escala porque se trata de dolores que implican a toda una comunidad. El teatro siempre fue un gran ámbito de sanación porque en él confluían, desde la Antigüedad, los dolores que debían ser exorcizados por la comunidad. Es un proceso que a mí me ha llevado muchos años, y es algo que hago más allá de las modas y las tendencias. Creo que lo que me llevó a hacer teatro no fue tanto una postura intelectual o “artística”, sino la necesidad imperiosa de compartir el dolor y decir lo que me pasó a mí, lo que le pasó a mi familia, lo que le pasó a mi padre, a mis hermanos. Es eso lo que me lleva a esta suerte de locura, de intentar compartir lo sucedido y lo traumático de la historia también”.
La esperanza
Le hago notar, como seguramente muchos otros antes que yo, que a pesar de la situación desesperada de sus personajes, su escritura deja siempre un espacio abierto para la esperanza, aunque sea una posibilidad remota, y la idea de un cambio social. “El mundo está lleno de pragmáticos y de realistas; yo prefiero estar del lado de la ilusión. Los artistas somos ilusionistas después de todo, o somos ilusos, o estamos en todo caso del lado de la fantasía. Creo, sin mucha convicción pero con ilusión al fin, que el mundo merece ser cambiado. El arte no es ingenuo, ningún arte es ingenuo; ni siquiera aquel arte que se considera a sí mismo de vanguardia o intelectual. Yo he decidido ser alguien que opta por lo que la historia se encarga de criticar o de desechar. Soy un utópico del siglo XIX; no quiero ser un realista del siglo XXI”.
La República análoga
Además de ofrecer ponencias y talleres durante su estadía en Lima, Vargas presentará dos obras suyas en la Alianza Francesa: Nuestra Señora de las Nubes (a partir del 20 de febrero), una de sus piezas más conocidas, y La República Análoga (a partir de 5 de marzo), de más reciente creación.
La primera obra narra los sucesivos encuentros entre Oscar y Bruna, dos exiliados, que en el transcurso de un tiempo impreciso se ven en diferentes lugares y recuerdan episodios de sus vidas en un pueblo llamado Nuestra Señora de las Nubes.
En cuanto a la segunda obra, explica el autor: “La República Análoga en realidad está basada en una novela de René Daumal, un autor francés un tanto esotérico de principios del siglo XX. Daumal escribió una novela muy graciosa llamada El Monte Análogo en la que unos tipos locos deciden prepararse para escalar un monte que no existe. Yo tomé esa pequeña fábula y decidí crear una analogía jugando con la idea de ese autor ya desaparecido. Se junta entonces en un país X un grupo de chiflados para fundar un País Análogo, un país que no tiene el propósito de servir para nada, y escriben una constitución llena de artículos que conforman en realidad una de-constitución, es decir que no tienen posibilidad de trascender a la práctica. La obra es como una gran locura que escribí ante la fiebre independentista que nos inundó durante la primera década de este siglo, cuando se festejaban 200 años de la independencia de tal o cual país… Me decía que los artistas deberíamos inventarnos algo para poder hablar de esto porque todo el mundo lo comentaba de una forma tan acartonada… La tesis de la obra es que no se debe partir del sentido de triunfalismo de nuestros países, porque no son proyecto acabados, son proyectos en ciernes. He querido hablar además de la derrota como posibilidad. La República Análoga parte de una consideración: no mentir, señalar que todo se trata efectivamente de una gran simulación. El concepto es el de una República inservible pero que de alguna manera constituye un ensayo para una posible Gran República Utópica”.
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