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Hace 41 años la poeta Sylvia Plath, la autora de libros como Ariel y La campana de cristal  se mató metiendo la cabeza dentro del horno de su cocina y abriendo la llave de gas. Hacía dos años su esposo y padre de sus hijos, el poeta Ted Hughes, se había ido de casa con su amante, la poeta Assia Wevill, hasta casada con el amigo de Ted, el poeta David Wevill. 

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Cuando pienso en la muerte de Sylvia Plath algo muy dentro de mí me empuja a intervenir en esa escena de mi imaginación. Estoy cruzando Fitzroy Road rumbo a Primrose Hill el 11 de febrero de 1963. Es una mañana glacial. Me detengo frente a la entrada. Ingreso al jardín, luego a la cocina. Sylvia ha colocado toallas húmedas bajo las puertas para proteger a sus hijos de la asfixia (años después, el 16 de marzo de 2009, su hijo Nicholas se ahorcaría en Fairbanks, Alaska, donde era profesor universitario). Veo la leche y las galletas que les ha dejado, por si luego tienen hambre. Me acerco y cierro la llave del gas. No te mueras, Sylvia, no te mueras, le susurro al oído. Y luego me tumbo en el gélido suelo de losetas junto a ella. Y la abrazo durante días, semanas, meses, como si mi abrazo fuera suficiente para que ella pudiera llorar todas las penas de su vida, y en una frígida mañana como aquella, eligiera de una vez y para siempre, vivir. 

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El 25 de marzo de 1969, luego de una discusión con Hughes, Assia Wevill llevó una cama turca a la cocina de su casa, se embutió un combinado de pastillas y alcohol, prendió la llave del gas, y se acostó en la cama turca junto con la hija de ambos, Shura, de cuatro años. La nana descubrió los cuerpos de ambos a la mañana siguiente.