La historia de Pedro Ponce está vinculada a la historia de la venta, hasta hace algún tiempo alternativa, de libros, su faceta más conocida desde el año 2010 en que regresó de España y tomó un stand en el Boulevard de la Cultura de Quilca. Pero lo que pocos saben es que en igual medida incluso, la historia de Pedro es la historia de la música y las formas de reproducción que se crearon durante los años ochenta para su difusión en un país que acababa de salir de una dictadura militar.
Pedro Ponce es uno de los personajes entrañables que nuestra ciudad tiene y que mediante estas notas daremos a conocer semanalmente, si es que aún no los conoce.
- una historia con libros y música
Fue la pasión por la música el camino que encontró para mezclar lo útil con lo bello. Por entonces (principios de la década de los ochenta) completar la colección de cualquier artista era una tarea hercúlea; requería de mucho dinero y aún de tenerlo, no siempre se tenía la suerte de conseguir el disco deseado en Lima. "Empecé a trabajar en la calle comprando y vendiendo discos (LP) de música clásica, trova, jazz, salsa... Los discos llegaban por barco y lo que se podía sacar como márgenes de ganancia representaba un promedio de uno a cinco", recuerda Pedro.
La llegada de la cinta de partícula metálica hacia 1978 y su producción masiva en los primeros años de la década de los 80 propició el nacimiento de una incipiente industria de reproducción pirata, en pequeña escala, ciertamente: "El casete trajo la posibilidad de poder compendiar la totalidad de la producción de una banda. Hasta entonces era imposible o casi imposible que alguien pudiera tener, por ejemplo, toda la producción de The Beatles o de Pink Floyd. Lo que empezamos a hacer entonces fue una especie de ritual, cada vez que llegaba un disco muy esperado; entre vinos y cerveza abríamos el disco y tras escucharlo empezábamos a grabarlo para las personas que allí se apostaban y con esas primeras copias cada uno iniciaba su reproducción. Aunque esta labor era casi de orfebre"; reflexiona Pedro.
Ciertamente la posibilidad de acceder a una oferta mayor de contenidos culturales, ya sea a través de libros o discos y casetes, por ejemplo, es algo reciente y que solo en los últimos años, gracias en gran medida a la Internet, se ha logrado llevar a cabo en un ejercicio de democratización sin precedentes. En los años 80 esto era impensable, y por esa razón Pedro y otros como él representaban una suerte de facilitadores de contenidos, cumplían una función hasta cierto punto romántica entonces.
Dada esta historia, le pregunto sobre su lectura de la piratería en la actualidad, ya que en el Boulevard de la Cultural de Quilca, por convenio interno, ningún stand ofrece obras piratas: “La piratería, dependiendo del contexto, puede ser hasta una expresión romántica. Esa fue nuestra función en ese entonces, la de difundir. Ahora las cosas han cambiado y la piratería se ha organizado de un modo tal que ha creado una industria multimillonaria que está enquistada en todos los niveles de la sociedad y la corrompe. Entonces comprendes que el intercambio de archivos o contenidos es lo más justo, porque no atenta contra los derechos de autores y productores que invierten en la realización de productos culturales”.
Tras un breve silencio, agrega: “Cuando volví de España decidí no tener que ver nuevamente nada con copias, por un asunto muy simple. Antes había casi un tema de producción artesanal y personalizada, esa visión romántica de la que te hablaba; eso ya no existe más. Una copia en la actualidad está desprovista del aura que ostentan los objetos culturales; solo es una mercancía”.
Le pido que me cuente sobre los libros que pasaron por sus manos: "En un momento los libros empezaron a convertirse en objetos de colección; ese fue un cambio que no fue percibido por muchos vendedores hasta un tiempo tardío. No te imaginas la cantidad de libros que se cotizaban a 300 o 400 soles que yo vendía a 10 o 15 a muchos libreros de Miraflores y San Isidro, que contentos pagaban lo que yo pedía”.
Pero así como algunos libros fueron malbaratados, otros muy valiosos llegaron a sus manos. Figuran en esa larga lista primeras ediciones de César Vallejo, César Moro, Alberto Hidalgo (salvo Sapos y otras historias, recalca), ediciones de El Quijote del siglo XIX: “Cambié un Quijote de Ibarra de 1872 por 2000 dólares en mercadería”, me cuenta, pero igual creo reconocer algo de nostalgia en sus palabras.
Y es que la relación de Pedro con los objetos que vende es la de un amante de los libros que se ve obligado a dejarlos ir porque ese finalmente es su trabajo.
Entonces recuerda con cariño su adolescencia en el centro de Lima, los lugares que llegó a conocer y de alguna manera determinaron que su vida estuviera ligada a la literatura: "Se le ha perdido el respeto a los escritores con el tema de las redes", me dice, "Antes un poeta era Martín Adán, César Calvo. Ahora alguien es poeta y todo el mundo habla bien o mal de él. No existe más la figura del poeta en su torre de marfil. La figura del artista se hace mucho más terrenal. No sé si es bueno o malo, finalmente. Yo recuerdo que Miraba a Mejía Baca a los 15 años en su librería, al costado de Huérfanos (Azángaro), donde lo visitaban con regularidad poetas como Martín Adán y Juan Gonzalo Rose, entre otros. A los 17 años me obsequiaron la poesía completa de Martín Adán. Me veo leyéndole el poema a Machupicchu a una chica a esa edad sin poder evitar quebrarme y no sentir vergüenza, porque yo había visto a Martín Adán. Eso significaba algo. Y significará lo mismo siempre, como ese día en que al ver a esa chica descubrí que también lloraba”, me cuenta mientras acomoda unos libros en los estantes y empiezan a llegar algunos clientes.
No quiero quitarle más tiempo, aunque podría quedarme hablando de mil cosas más, sobre todo de discos que aún debo escuchar, pero eso será en otra ocasión.
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