Una estampida de quinientos cerdos salvajes aparecía por el descampado e interrumpía las clases de la primaria del asentamiento Las Vírgenes del Sol.
Era 1972 en la Amazonía sur oriental del Perú.
El sonido ensordecedor de la manada producía la impresión de que la tierra se abría con un leve temblor. A la cabeza iban los machos. Detrás de ellos venían las hembras y las crías. Profesores y niños salían despavoridos de las aulas, algunos corrían hacia sus casas, a tomar las escopetas y pasar la voz a los padres de familia, que a esa hora laboraban en las chacras. Un par de horas después, se habían matado a quince animales. Los cuerpos negros de los cerdos salvajes, abiertos en canal, colgaban de las vigas y su sangre iba goteando sobre una charca roja que se formó un hondito en el suelo de arcilla. En el poblado había carne de huangana como para comer un par de días, y salar o ahumar el resto antes que se echase a perder.
Después de la cena, en casa de la familia Calloquispe el padre se ha levantado de la mesa y salido al patio con una pala y comenzado a cavar un hoyo, y Manuel lo ha seguido.
– Alcánzame la cabeza de la huangana –pidió el hombre al niño.
Una pátina naranja de nubes cubría las copas de los árboles. El sol estaba por ocultarse, pero aún había luz.
– Papá, ¿qué haces? –preguntó Manuel.
Su padre había colocado la cabeza del chancho de monte con el hocico apuntado hacia el lugar por donde el resto de la manada ha huido.
– Es para que vuelvan al año siguiente– explicó a su pequeño hijo– para que vuelvan a ofrecernos su carne.
Era una ofrenda a la tierra. Pequeños ritos que la gente del Ande llevó a la selva.
– Hay que pagar a la tierra lo que la tierra te entrega.
– Y funcionaba –relata Manuel, cuarenta años después– Mi comunidad estaba en el territorio de aquella manada. Podía pasar un año, o año y medio, pero las huanganas siempre volvían. No siempre por el mismo sitio, pero pasaban. Y nosotros podíamos comer.
Por entonces, la Interoceánica no era más que una trocha carrozable por la que los camiones podían tardar semanas en llegar, y el bosque, todavía era tan frondoso que de tanto en cuando podían verse cerdos salvajes cruzando entre la espesura, de un lado a otro de la vía. Las familias tenían que producir sus propios alimentos en las chacras: yuca, arroz, plátanos; y Manuel y su hermano Antonio debían aportar a la mesa de la familia con carne de la caza o la pesca. Ambos hermanos iban a cazar a una collpa que estaba a unas cinco horas adentro en el monte, por lo que ahora son los kilómetros 70, 90, 98 y 105 de la Carretera. Entonces todo aquello eran cotos de caza. Al lugar llegaban los animales a comer tierra y lamer la sal: venados, pavas de monte, perdices y guacamayos.
— Era hermoso –prosigue–. Un paraíso
Manuel continúa con la evocación de su infancia con otra escena de caza.
Una barbacoa de hojas y ramas sujetadas con soguilla de chambira, puesta contra el viento, impedía que el animal olfatease a Manuel y a Antonio. Por detrás de la cabeza del animal se insinuaba una joroba y, a la luz de la luna, sobre ella refulgía una crin un tono más oscura que el resto del pelaje. Los gruñidos del animal al escarbar con la trompa en la arcilla salada llegaban hasta sus oídos perfectamente nítidos.
– Es una sachavaca –dijo Antonio.
– Yo tenía seis años y nunca antes había visto una cosa así –prosigue Manuel.
Ambos niños estaban tumbados boca abajo, uno al lado del otro, con los ojos fijos en la collpa. Antonio sostenía una escopeta de calibre 16 con la culata apoyada sobre su hombro, inclinando su mejilla sobre el cañón del arma. Tenía a la sachavaca en la mira. El tiro era perfecto.
– Quieta, quieta.
– En aquel momento sentí que mi hermano y yo cometíamos un error gravísimo dando muerte a ese animal.
Manuel ha dado un empujón a Antonio en el momento del disparo. La bala ha salido. El tiro yerra. El animal ha huido.
Al amanecer, los gritos de las aves y el calor emergían como si bajo la tierra hubiese un gran fuego sancochando todo lo que vivía sobre la superficie. Antonio caminaba furioso por la trocha, de regreso al caserío. El mitayo se había perdido por culpa de Manuel.
– Ahora pienso que ya desde entonces había algo en mí que me llevaba a proteger la vida de los animales –dice.
En las cercanías de Las Vírgenes del Sol habían dos cochas, una arriba, en una suave loma, por encima de donde estaba emplazada la casa de los Calloquispe, y la otra en un bajío, adonde Manuel y Antonio solían ir a pescar (por lo general huasacos, aunque también pirañas y palometas, para la cena y el desayuno de la mañana siguiente) luego de la escuela. Antes de salir para allá, su padre siempre les advertía que aunque fueran animales peligrosos y que, dado el caso, animales que podrían comerse a un par de niños sin problemas, nunca fastidiaran ni espantaran a las anacondas ni a los lagartos que habitaban aquella laguna, porque el día que esos seres huyeran el agua de la cocha se secaría para siempre.
– Y era verdad. Eso fue lo que sucedió.
Algunos años después, durante las dictaduras de los generales Velasco y Morales Bermúdez, cuando se comenzó a tirar lastre para la pavimentación de la trocha que luego se convertiría en la Interoceánica, y se cambiaron los puentes por alcantarillas y se arrojó cascajo sobre la vía para afirmarla, inmediatamente se afectaron las quebradas, y los frágiles ecosistemas amazónicos se trastornaron sin posibilidad de una vuelta para atrás. Las anacondas huyeron de las lagunitas, y poco después las cochas de arriba y abajo de Las Vírgenes del Sol se secaron. Manuel no tenía más de diez años cuando eso sucedió, pero sí la edad suficiente para comprender lo que podía provocar la presencia violenta y desmesurada de los hombres en los bosques.
Hace siete años, la última vez que Manuel fue a pescar a la quebrada de Huacamayo, volvería a aquel evento de su memoria, cuando la desaparición de las anacondas precedió a la secazón de las lagunas que habían alrededor de su pueblo. Huacamayo estaba a dos horas a pie desde el Km. 98 de la carretera. Era una quebrada con abundante agua, donde las familias solían ir los fines de de semana, a pescar o a bañarse, y donde era posible encontrar sábalos, doncellas y pirañas, y fauna en abundancia en los alrededores: monos maquisapas y guacamayos.
Era el año 2006, y ya había tres mineros sacando oro de la quebrada con motobombas.
La invasión fue tan potente que meses después esa porción de bosque amazónico había desaparecido de la faz de la Tierra. La quebrada no tardó en volverse una relavera. Allí se vertían los desperdicios de la tierra y el mercurio que excreta la minería informal del oro. Poco después, el sitio quedaría como parte de la actual zona de exclusión minera. El impacto de la minería fue tan grande que ese mismo año, cuando comenzó la temporada de lluvias en la selva, los relaves se escaparon de la quebrada e inundaron la carretera, distante a varios kilómetros.
La minería atacaba las cabeceras de las quebradas.
– No es que desapareciera la pesca solamente, es que desaparecieron los ríos, el agua.
Desaparecieron los árboles, las zonas de caza, de pesca.
Desaparecieron las chacras y la agricultura.
Han desaparecido hasta la maleza y los yerbajos. Y el pueblo donde Manuel pasó su infancia también ha sido arrasado. La presión de los mineros sobre Las Vírgenes del Sol obligó a que el padre de Manuel tuviera que vender la casa; y la porción del terreno dónde su hermano Antonio y él pasaron la niñez, sencillamente ya no existe.
En una concatenación de eventos tan rápidos y tan devastadores, un encadenamiento de acontecimientos que a veces parecieran inenarrables, han desaparecido las infancias de Manuel y su hermano. Nada –ni un árbol, un lugar, una marca en el suelo– queda en pie como para certificar que sus recuerdos tienen un asidero en el presente.
Lo que antes había sido selva ahora es la Luna.
Y allí conviven Auschwitz y Chernóbil en perfecta armonía.

Manuel calloquispe posa frente a la cámara en la plaza de armas de puerto maldonado
Manuel Calloquispe Flores conduce un programa en la televisión regional de Puerto Maldonado: La cara del pueblo.
Hemos conversado poco más de una hora en “Los gustitos del cura”, la cafetería que está a unos pasos de la plaza de armas de la ciudad. Y me he tomado, casi al final de la entrevista, la confianza de hacerle una broma:
– Oye, Manuel, ¿cómo puedes llamar a tu programa La cara del pueblo si el pueblo te ha querido partir la cara?
Manuel ríe, porque es verdad.
A La cara del pueblo le han hecho llegar amenazas contra su vida hasta en tres oportunidades, y estuvieron a punto de lincharlo en una movilización minera ocurrida en Puerto Maldonado, hace unos meses.
La primera vez sucedió hace poco más de un año.
Manuel había venido recibiendo denuncias de los vecinos de Aguas Negras, cercana a San Bernardo, sobre un minero que operaba en uno de los aguajales de la vecindad. A aquél pantano de aguas oscuras era donde la gente acudía a pescar y sacaban –como lo había hecho el mismo Manuel durante su infancia en Las Vírgenes del Sol– huasacos y doncellas por montones. El periodista se apersonó en el lugar. Recogió los testimonios de los vecinos, sacó imágenes del aguajal (ya la ley prohibía la minería en cuerpos de agua como aquél) e investigó al minero.
– Su nombre era Lino Aquino –cuenta.
Aquino tenía una concesión para el aprovechamiento de la palmera del aguaje. No obstante, al lavar el oro del lecho del pantano, el minero había arrasado con los aguajes y el sitio, que en algún momento había sido una lagunita de aguas oscuras, grandes hojas flotando sobre la superficie y palmeras y pájaros en los alrededores, hogar de anacondas, lagartos, lobos de río y pirañas, adoptó las características lunares de The Road –la apocalíptica novela de Cormac McCarthy–: árboles secos, y muertos en pie, como zombies del reino vegetal, se asían sobre una costra muerta de arena, polvo y restos de mercurio y gasolina, y se elevaban hacia un cielo negro, a punto de romperse en una lluvia mineral.
Esa misma noche, Manuel difundió en La cara del pueblo las imágenes que había tomado y denunció el uso que el minero daba a la concesión. La represalia de Lino Aquino no se hace esperar. En una de las pausas del programa, sonó el celular de Manuel. Era Aquino, insultándolo, amenazándolo con ir hasta la puerta de la televisora a partirle la cara, o algo peor. Le dijo, antes de colgar:
– Vas a morir
Manuel logró grabar la llamada. Y nada más acabada la pausa, la publicó y pidió garantías para su vida.
Al día siguiente, movió sus contactos en El Comercio y en la Asociación Nacional de Periodistas, y el vídeo y el audio de la amenaza salieron publicados en todo el Perú. La denuncia logró que la Dirección Regional Forestal y de Fauna Silvestre anulase el contrato de concesión que Aquino tenía a su nombre.
– Eso frenó al minero y motivó que se retirara de la zona –cuenta Calloquispe.
En aquel momento La cara del pueblo tenía el auspicio de tres casas comerciales de Puerto Maldonado. Días después de este incidente, retiraron la publicidad de su programa y fueron a auspiciar a programas que defienden abiertamente a la minería informal.
– Es una actividad que se ha colado en todos los ámbitos de la vida del departamento –reflexiona–. Son muy pocas las voces disidentes, que puedan hablar claro sobre la minería informal en Puerto Maldonado, cómo llega, cómo se inmiscuye en el gobierno regional, cómo domina los medios de prensa. Hay medios de prensa que incluso niegan abiertamente que el mercurio haya contaminado los ríos de Madre de Dios. Difaman, distorsionan, desinforman: arguyen que esas pruebas están fraguadas, porque el dinero para realizar los estudios provino de las ONG.
Cosa absolutamente falsa: las pruebas de contaminación por mercurio de ríos, peces y seres humanos fueron los resultados de una investigación de la Universidad de Stanford.
– Es una campaña fortísima para difamar a las ONG y negar lo evidente. ¡Desconocen investigaciones científicas por posiciones interesadas!
Aquélla fue la primera escaramuza de una larga lista de denuncias y amenazas. La segunda, lo vería chocar contra la mujer más poderosa del departamento y una de las mujeres más ricas del Perú: Gregoria Casas Huamanhuillca.
Armando Ávalos, reportero para el programa Séptimo día de Frecuencia Latina, había contactado con Manuel antes de viajar a Puerto Maldonado para realizar un reportaje sobre la minería informal. Nada más tomar contacto con Calloquispe, le preguntó:– Dinos todo lo que sepas acerca de la señora Casas.
Y Manuel cuenta lo que sabía. Lo que se comenta en todo Puerto Maldonado, en realidad.
– Es la minera más rica de Madre de Dios, explota los yacimientos más ricos. Tiene inversiones hoteleras en Puerto Maldonado. Es posible que tenga propiedades en Estados Unidos y que esté invirtiendo fuerte en la bolsa de valores de Nueva York.
No contó, sin embargo, las historias, el mito que se ha tejido alrededor de la señora Casas en los poblados del corredor minero: que en sus lavaderos de oro ofrecería al Demonio sacrificios de niñas vírgenes, y que el Demonio, a cambio, le devolvería el oro del mundo.
A pesar de ello, inmediatamente después de difundido el reportaje en Frecuencia Latina, Manuel recibió una llamada:
– Soy el abogado tal, quiero hablar con usted sobre la señora Casas Huamanhuillca.
El legado citó a Manuel en un conocido hotel de la ciudad, y Manuel asistió. Solo. Un hombre fuertemente armado guardaba una de las salas privadas del hotel. Nada más franquear la puerta , Gregoria Casas Huamanhuillca y su marido, don Cecilio Baca, lo pulverizaron con la mirada. Uno de los abogados (el que había contactado a Manuel), se identificó.
– Era de Lima –cuenta Manuel– pero había otro: del Cusco. El abogado personal de la señora.
– Has deshonrado, has faltado al honor de la familia Baca –le dijo.
En el reportaje, Manuel se había referido a doña Gregoria como “La tía Goya”, que es como la conocen en la ciudad.
– ¿Quién te ha dado permiso para llamarme tía Goya? –habló por fin la señora Casas – ¿Acaso me estoy acostando contigo? El término es insultante. Soy una trabajadora, no una prostituta. Y tampoco soy tu tía.
(En una entrevista a El Comercio, Gregoria Casas había dicho: “ [ustedes] dice[n] que soy la baronesa del oro, la reina del oro, la tía Goya, de dónde voy a ser tía. Eso le dicen a una mujer foco rojo, prostituta, que trabaja con 50 hombres. Mi nombre es Gregoria Casas. Dicen que cargo oro en sacos, que tengo cuentas y casas en EE.UU. Eso es falso.”)
Don Cecilio Baca continuó con las increpaciones.
– ¿Quién eres tú para estar hablando de mi mujer?
Y le mentó a la madre. Los abogados solicitaron a Manuel que rectifique:
– Mañana en tu programa vas a pedir disculpas públicas por haber difamado a la señora Casas.
También le pidieron que grabe el programa en un CD y se los enviara como prueba.
En clara desventaja, abrumado por la mayoría numérica, Manuel dijo: si, si si. Y luego la señora Casas cambió el tono.
– ¿Por qué te me has prendido? –le preguntó, más amistosa– si nosotros siempre colaboramos con la prensa. Vente un día a mi casa a comer, para conversar tranquilos, como amigos.
En la posterior emisión de La cara del pueblo, Manuel no rectificó. Y en la siguiente, tampoco.
Tres semanas después, uno de los abogados volvió a telefonearlo.
– ¿Dónde está la grabación que ibas a enviarnos?
– No…si…Los equipos de canal están malogrados. Actualmente no tenemos la tecnología para grabar los programas. En cuanto podamos se los envío.
Sin embargo, la amenaza más grave la recibió de un extranjero involucrado con la minería ilegal en Madre de Dios.
– Por motivos de la misma investigación no puedo revelar el nombre –arguye Manuel– Este hombre está profundamente involucrado con las autoridades de Madre de Dios. Y tiene muy fuertes inversiones en minería ilegal en la región.
Manuel había logrado sacar algunas imágenes de la zona donde trabajaba aquél empresario. Aquel día al regresar a la ciudad, Manuel fue abordado por dos hombres que le arrebataron la cámara. Tres meses después, un conocido de Manuel (sabido por todos, un minero) lo abordó.
– Manuel, vamos a tomar un refresquito – sugirió.
Al llegar al bodega y sentarse le lanzó una advertencia, en primera:
– Sé que estás chocando con el Hombre.
– No –se hizo el loco Manuel– ¿cómo crees?
– No, tú lo estás investigando. El Hombre sabe que lo estás investigando.
Manuel lo negó todo. Antes de levantarse, el mensajero se despidió con una advertencia:
– Manuel: no lo investigues. Ese huevón es bien malo, y bien jodido. Y te va a cagar, te va a joder. Te recomiendo que no sigas por ahí. Él sabe que lo quieres joder. Está en juego no sólo tu integridad física, también la de tu familia.
– Después logré averiguar que mi conocido trabajaba para el Hombre en cuestión, o es uno de sus testaferros.