Solo un pequeño puñado de libros que él considera imprescindibles pulula por todos los ambientes de su pequeño departamento. Pero jamás permite la formación de lo que podría llamarse propiamente una biblioteca. Son más bien libros que nunca han sido fichados ni inventariados y que no poseen un lugar definido. Transitan por la casa como seres vivos, sometidos irremisiblemente a las necesidades y entusiasmos del escritor. Libros nómadas.  

Mientras se alisa los cabellos, exquisitamente blancos, con la palma de su mano derecha, Oswaldo Reynoso enumera los autores de ese cúmulo finito de tinta y papel: Thomas Man, Marcel Proust, André Gide, E.M. Forster, José María Arguedas, Ciro Alegría, Abraham Valdelomar; y los poetas malditos —Rimbaud, Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Desbordes-Valmore— de los que dice son como esos primeros amores de la adolescencia que uno siempre desea conservar. Además, con fines más prácticos, posee decenas de diccionarios y libros sobre incorrecciones gramaticales. Su memoria sigue siendo irreprochable, pese a sus casi 83 años. “¿Nunca tuvo una biblioteca?”. “Nunca. Jamás”.

Aquí en la sala-comedor de su departamento en Jesús María no parece haber registro de los libros que acaba de mencionar. Apenas caben la mesa circular en la que estamos sentados, un viejo estante con esculturas disímiles que no guardan armonía y un pequeño armario ataviado con motivos orientales (mujeres vestidas con kimonos, tocan la flauta y danzan entre los árboles). El armario es uno de los pocos recuerdos que Reynoso tiene de los doce años que pasó en China como corrector de estilo de la agencia de noticias Xinhua.

Dos libros producto de un congreso en san Marcos le han devuelto al autor las caratulas de las primeras ediciones de sus novelas.

Desde la sala, con una mirada que más parece un radar, escudriño los ambientes del departamento. Alcanzo a ver la diminuta cocina de reposteros empotrados en lo alto de las paredes y el pasillo estrecho y alargado, de un impecable blanco que conduce a las habitaciones. Nada, ninguno de los libros que mencionó. El único lugar al que no tengo acceso son los cuartos, así que doy por sentado que los libros reposan allí por estos días. Los imagino subrayados con notas marginales, ajados por las constantes consultas. Vivos.

En la sala hay un rimero de libros y papeles regados a mansalva, pero no son los libros de los que habla el escritor. Son libros que le han regalado en sus viajes por “los pueblos del Perú”. Libros que, en su mayoría, apenas ojea y que no tardará en volver a regalar a personas que estén “interesadas” o a bibliotecas de asentamientos humanos. “Yo solo tengo algunos libros que me ayudan a escribir, los demás los regalo”.

Hace unos meses, Reynoso participó en una conferencia universitaria que confrontaba el libro objeto contra el libro virtual. El escritor defendía la imperturbable vigencia del libro objeto y un reconocido poeta abogaba por el otro bando con una tablet entre sus manos. En plena discusión, Reynoso invitó al poeta a buscar en su tablet un poema de San Juan de la Cruz. El poeta con obediencia leyó el poema en voz alta. Reynoso tenía guardado un as en su maleta.

Apenas el poeta terminó, extrajo un pequeño libro del mismo autor hecho por la Editorial Aguilar, cuyas páginas eran de papel biblia y tenían los filos dorados y una encuadernación de un reluciente cuero. “Le dije: Para ti, ¿qué es más hermoso, leer en esa placa o en el libro?”. El poeta sonrió, bajó la mirada y admitió que en el libro. “Aquellas personas que solo necesitan información que vayan al libro virtual, pero el olor y la sensación agradable que te da la lectura en una obra de arte como el libro, no la suplanta una tableta”. “¿Usted conserva ese libro?”. “No, ya lo regalé”. “¿Por qué nunca tuvo una biblioteca?” “Los libros son obras de arte, pero las bibliotecas son cementerios”.

Después confesará que le molestan esos escritores que posan junto a sus bibliotecas para las fotografías. “Es tan ridículo como que un general se tome una fotografía con su batallón detrás”. Pero ¿qué razones ocultas llevan a un escritor que ama los libros, resalta y defiende su valor artístico en cuantos foros y conferencias participa, y rechaza el asedio del libro virtual, a prescindir de una biblioteca propia?

XXX

Julio Ramón Ribeyro escribió una vez que existe “un amor físico a los libros muy diferentes al amor intelectual por la lectura”. “El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos […] El amante de los libros no aspira solamente a la lectura, sino a la propiedad”.  

El amante de los libros, refiere Ribeyro, no resistiría leer en bibliotecas públicas. Oswaldo Reynoso ha leído en centenares de ellas. Comenzó en la biblioteca municipal de su natal Arequipa, que por entonces dirigía el poeta César Atahualpa Rodríguez. Allí en esos fríos ambientes de cemento y rústicas mesas de madera, en los que apenas fluye el aire, nació el amor evanescente de Reynoso por los poetas malditos. También durante sus doce años de estancia en China fue un visitante recurrente en la biblioteca de la Embajada de México.

Pero Reynoso tampoco padeció en casa durante su primera edad una orfandad libresca. Todo lo contrario. Es sabido que es la niñez, la etapa en la que se dibujan con marcador indeleble los recuerdos. Los primeros devaneos con los libros, Reynoso los tuvo en la biblioteca de su padre. Don Luis Reynoso era un amante del vino, la guitarra y los libros, y por ese aire bohemio y el dejo sureño—la familia provenía de Tacna—, lo bautizaron con el enojoso apodo de “El chileno borracho”. Era peruano, pero el acento lo condenó a ser un extranjero en su propio país. En esa biblioteca paterna, Reynoso selló su inveterado amor por la lectura.

El amante de los libros, refiere Ribeyro, no resistiría leer en bibliotecas públicas. Oswaldo Reynoso ha leído en centenares de ellas.

En aquella época, Argentina era la cuna de las editoriales en la región y desde allí, los libros hacían un largo peregrinaje en barco, y luego en tren para llegar a Arequipa antes que a la propia Lima. Partían en barco desde Buenos Aires hasta la ciudad boliviana de Guaqui y luego en tren hasta Mollendo, pasando por Puno.

En casa de los Reynoso había libros de las editoriales Lozada y Claridad, y numerosos ejemplares de la revista “Leoplán” que contenían fragmentos de novelas y cuentos de escritores rusos como Dostoyevski, Tolstói o Chéjov y franceses como Verne, Maupassant, Zola, Dumas o Balzac. En las páginas de Leoplán también aparecían historietas (de hecho, en esta revista se publicó, por primera vez, “Mafalda”). Oswaldo gozó de esa glotonería libresca que se vivió en la Arequipa de la década de los cuarenta. Hasta que ocurrió la revuelta civil arequipeña de 1950.

Todos los hermanos Reynoso participaron de la rebelión del 12 de junio contra el gobierno dictatorial del general Manuel A. Odría, quien buscaba perpetrarse en el poder mediante unas elecciones fraudulentas. Uno de sus hermanos mayores comandó un grupo de civiles armados. Fue condenado a pena de muerte, pero escapó hacia Bolivia. El propio Oswaldo fue apresado.

Cuando la revuelta languidecía, el Ejército y la entonces Policía de Investigación del Perú (PIP) penetró en la casa de los Reynoso. Rompieron y saquearon cuanto pudieron, incluida la biblioteca de su padre. Reynoso tenía diecinueve años, el recuerdo de la biblioteca maltrecha lo persigue hasta hoy.

El retrato del escritor corona  el estante .

“Ya me vine a Lima y no tengo idea de cuántos libros recuperó mi hermano Juan. Sé que compró algunos a unos personajes que vendían libros viejos frente al mercado de San Camilo. Muchos de los libros y revistas recuperados los donó después a la Universidad de San Agustín”.

Reynoso sentado en la sala sobre una silla con un respaldar excesivamente alto ha comenzado a recordar con aire funesto el final de las bibliotecas personales. “Existen intelectuales, investigadores, escritores que tienen mucho amor por los libros. En el transcurso de su vida logran tener una magnífica biblioteca. Mantenerla requiere dinero y dedicación. Pero una vez que estas personas fallecen, las bibliotecas se canibalizan. Los descendientes que no tienen la misma preocupación las suelen vender al peso”.

Recuerda que eso pasó con la biblioteca del médico, escritor y pintor tacneño Arturo Jiménez Borja. El escritor arequipeño ha hecho una pausa. Se ha quedado pensando, parece que quiere recordar más ejemplos que cimienten su argumento. Por las ventanas cubiertas con una cortina crema, apenas se filtra un haz de una mortecina luz. Reynoso remota el pulso de sus palabras.  

“En la década del cincuenta no había actor de teatro, televisión o radionovela que no visitara la casa de los hermanos Tovar. En la casa de estos hermanos que eran solterones se encontraban todos los libros. Cuando murieron se decidió donar la biblioteca a una universidad. Pasaron las décadas y esas magníficas traducciones se han estado rematando a un sol, tiradas en el suelo. Libros con el sello de los Tovar y de la misma universidad. ¿Te das cuenta?”.

Otra historia de similar trágico desenlace brota de su boca. Un poeta tenía un sobrino borracho que a su muerte cambiaba los libros de su tío por alcohol en los bares del centro de Lima. El mismo Reynoso compró varios de esos libros. Una más. Un investigador tenía la costumbre de anotar sus investigaciones en hojas sueltas que depositaba en cada libro que leía. Cuando murió, donó su biblioteca a una universidad. Cuando se le encargó a la secretaria inventariar los libros, ésta se dio cuenta de las hojas caligrafiadas con un severo orden y una letra diminuta. No entendió de qué se trataba y las arrojó a la basura. “¡Trabajo de investigación de 40 años se fueron al tacho!”, dice el escritor, por primera vez, con una inflexión de voz que delata indignación.

XXX

En la quincena de noviembre, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde Reynoso es profesor, organizó el “Congreso Nacional: Los universos narrativos de Oswaldo Reynoso”. Fueron dos días en los que el escritor escuchó las ponencias de diversos especialistas sobre su vida y obra. Reynoso hubiese querido llevar sus propios libros para exhibirlos, pero tampoco los tiene en casa. 

Muchos años antes, docentes de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta, también organizaron una exposición sobre la obra del escritor arequipeño y le pidieron que llevará las primeras ediciones de sus novelas que, por aquel entonces, Reynoso guardaba como quien atesora fotografías de los momentos más importantes de su vida. Al fin, los libros para un escritor son eso, momentos imprescindibles que como fotografías cuentan su propia historia.

Para Reynoso , los escritores que posan junto a enormes bibliotecas lucen ridículos.

Aquel día, Reynoso se calzó su terno azul, una corbata roja de lunares blancos; y metió en un portafolio todos sus libros. Tomó una combi que lo dejara en la Avenida Wilson y se bajó a la altura del Museo de Arte. Luego caminó hasta el Paseo Colón para abordar los colectivos que salen hacia La Cantuta, una universidad que queda a las afueras de Lima, en Chosica. Antes de subirse al colectivo, Reynoso apenas notó la mano regordeta de un hombre que apareció a toda velocidad como alma en pena para arrebatarle la maleta con los libros. El escritor prefiere no pensar, pero es casi seguro que eso libros hayan terminado también malbaratados, tirados en el suelo, sometidos a un inicuo comprador.

San Marcos le ha resarcido, sin saberlo, dicha perdida. Cuando terminó el Congreso, tras dos días de disertaciones sobre su obra, aquel sábado 16 de noviembre, los organizadores entregaron a todos los asistentes dos libros con las ponencias del evento. Los libros contenían, además, fotografías de la vida del escritor, así como las caratulas de las primeras ediciones de todos sus libros. Reynoso se incorpora y revuelve algunos libros que están a su espalda y extrae los que le regalaron en el congreso. Los abre sobre la mesa y como quien revisa un álbum familiar empieza a mostrarme las portadas de sus novelas. Allí está la primera edición de “Los eunucos inmortales”,” Los inocentes”, “En octubre no hay milagros”. “Aquí están mis libros. Esta sería mi biblioteca personal. Esto ya está reproducido, es decir que no me lo pueden robar”. El escritor no necesita más.

XXX

Desde hace tres horas que no hemos parado de hablar. Por las ventanas ya asoman los fogonazos de luz artificial del alumbrado público. “Si quieres hablar de mis libros los vas a encontrar leyendo lo que escribo. Porque el libro no está en un nicho de cadáver, sino que el libro vive dentro de mí y resucita en que lo que escribo”. 

El escritor gira la cadera sobre su asiento una vez más y vuelve a revolotear los libros y papeles; esta vez me muestra el borrador de su último trabajo: “Arequipa, la lámpara incandescente”, un paquete de hojas impresas y anilladas como si se tratara de un trabajo universitario que espera publicar en los primeros meses del próximo año. Se acomoda los anteojos de lunas ligeramente ahumadas y empieza a leer citas del Marqués de Sade, de Maupassant, de García Márquez. Es un libro que lo es todo, dice. Novela, memorias, un curso práctico de literatura. Todo a la vez. Es el primero de varios tomos. Aún no sabe cuántos. Un trabajo de largo aliento que lo mantendrá ocupado por los próximos años.

“¿Sabes que a mí me gusta terminar siempre mis libros con una escena fuerte, que sacuda?”. Vuelve a entornar la mirada y lee un pasaje que sitúa al narrador en Piura. En primera persona, el narrador cuenta que está yendo a una conferencia sobre el plan lector y, de pronto, lo detiene una escena de zoofilia en plena calle. Un niño de unos nueve años está masturbando un perro y de pronto empieza a copular con el animal, ante la mirada asombrada de los transeúntes. Cuando termina la cópula, el narrador ve alejarse al protagonista reblandido por la inocencia de la niñez. “¡A la mierda!”, grita riéndose inesperadamente el escritor, mientras aún no logro reponerme de la perturbadora escena. Reynoso ya se encuentra dándome la mano y yo despidiéndome. Así de repente; tan inesperado como un escritor sin biblioteca.


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