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Mis ojos, las primeras fosas para hombres y aviones

Publicado: 2013-10-20

Hace más de veinticinco años podía cruzar la pista del aeropuerto de Ayacucho como una avenida cualquiera, esperando a que pasen los aviones, alcen vuelo, guarden sus patas y se pierdan en el cielo mientras mi madre, mi hermano y yo corríamos de la mano, gritando sin escucharnos, felices dentro del coro de hélices y ruidosos motores. 

Ella era apenas una chica que se había casado muy joven y tenía dos hijos con los que iba a los establos por leche, quesos y más, calculando el tránsito de los aviones de Aeroperú y Faucett con una lechera de metal en la mano y su risa contra el mundo. Tenía solo 24 años, yo cinco y mi hermano casi tres. Vivíamos cerca, tanto que cuando viajábamos a Lima, veíamos desde las ventanas de los aviones el interior del departamento 402 del bloque B en la urbanización Pío Max Medina.

Hay muchas maneras de rodear lugares que ya no existen. Podemos negarlos, confundirlos o escribirlos para tocar los segundos que los imitan. Pero sobre los recuerdos pueden haberse construido casas, secado los charcos o haber instalado incluso postes de luz que alumbran poco. La pista de aterrizaje ahora tiene rejas, quizá siempre debió tenerlas y yo debí tener otros juegos de infancia. El único ruido que se permite ahora la pista es el de las Caterpillar sobre ella, arrastrando la tierra de sus remodelaciones.


Ayacucho 1986

Más allá de la pista del aeropuerto, muchas lagunas, pozas y charcos ocultos por matas y mala hierba rodeaban el campo. Una mañana debí ir sola a los establos. Antes de salir mi madre me peinó, me arregló la ropa, subió los cierres de mis botas para el agua y me dio instrucciones. Me señaló por dónde no debía ir porque habían charcos que podían tragarme y claro no podría regresar nunca más. Al salir –terca- fui directamente para allá. Creía que las botas para el agua me protegerían de cualquier maldito charco oculto y que de pisar uno, le tiraría en venganza toda la tierra posible hasta cubrirlo. Pero no caí en ninguno de ellos y tampoco los encontré por lo que no tendría nada que contarle a mi hermanito en la noche y debía imaginar alguna cosa, improvisar a algún monstruo o solo dormir sin contarle nada extraño. 

Me quedaba lo más simple, coger la lechera e ir a comprar los quesos recién hechos, la leche recién ordeñada que me salpicaba a la cara directamente de las tetas de la vaca, pero no sin antes remojar los pies en una de las lagunas. Eran medianas o solo pozas más grandes que recibían el sol, aún más grande de lo que se veía en el cielo. Cuando lo hice una de mis botas cayó y la vi hundirse sin poder hacer más que llorar hasta el berrinche sin que nadie me escuche. Después de algún rato pasó una mamacha. “¿Por qué lloras oji ñawi (ojo verde)” me dijo. Le conté todo casi sin poder hablar, desesperada por mi bota roja atravesada con una raya azul y que me llegaba hasta la rodilla. La mujer movió el sombrero, se acomodó las cosas que cargaba y que debía traer también de los establos y me explicó por qué no debía preocuparme.

Esa era una laguna maldita, llena de muertos que se convertían en gente mala y que se comían unos a otros. “Ellos siempre tienen hambre, mami, siempre. Les duele su panza y gritan bajo el agua como diablos. Por las noches cuando no hay nadie, salen a llevarse más gente y los arrastran a la laguna para comérselos y después de vuelta los que han matado tienen hambre y cuando ya no se pueden comer entre ellos vuelven a salir”.

Escuché a la mujer, aterrorizada y maravillada, abriendo cada vez más los ojos, no solo dejando de llorar sino con ganas de hacer mil preguntas sobre esos muertos que debían haber visto mis pies pequeños mientras los remojaba. “Solo de noche te he dicho, de día no hacen nada” zanjó la mujer. Pero no iban a ir por mí, estaría protegida, ¿por qué? “Cuando vayan y te quieran llevar, muéstrales la otra bota para que sepan que ya les has dado, para que vean que tienes el par y te reconozcan. Ya les has llenado la panza con ese plástico colorinche, oji ñawi”.

Dormí abrazada a la bota de plástico que me quedaba por algunas noches y me limite a observar el vuelo de los aviones desde la ventana, revolviendo en una taza la leche en polvo que salía de esa bolsa de leche enci en la que una vaca verde nos miraba. No quise ir más a los establos a pesar de extrañar el cruce a toda velocidad después de que los aviones pasaran.



Una fosa eterna de agua y tierra seca

“¿Como una fosa dices? Podría tener sentido, pero claro, no es algo que podría asegurarse tampoco. El aeropuerto estaba cerca a Los Cabitos y no tan lejos, La Hoyada” me comentó alguien cuando pude consultarlo muchos años después cuando volví a narrar la increíble historia de la bota, la pista, los aviones y el hueco en el que el agua se secó. Sin embargo se fue llenando de todos los muertos que conocía y que yo misma encerraba o sumergía ahí. Todos los que morían no iban a ningun otro sitio. A todos los imaginaba dentro.

Los años pasaron y si realmente hubo cuerpos que otros desaparecieron y sumergieron ahí, se secaron junto al agua que los rodeó bajo la panza de los aviones sin que nadie más pudiera cruzar la pista del aeropuerto, riendo, en medio de una infancia que estaba por terminar.  También debía tomar un vuelo, ver por última vez el departamento chiquito en el que vivimos a través de las ventanas del avión y convertirme en otra pequeña migrante a salvo en medio de una ciudad enorme que rugía y me asustaba y en la que además debía crecer.









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Redacción mulera

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