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La feroz ternura de Javier Diez Canseco

Publicado: 2013-05-07

Después de haber sido velado en la Casona de San Marcos, Javier Diez Canseco será cremado hoy en privado. A continuación, compartimos el perfil que hizo el periodista Iris Jave Pinedo en el 2001 para La República en el que recuerda momentos de la vida de Javier.

Cuando intentaba dar el primer paso, un estirón lo hizo tambalear y empezó a mirar el mundo de otra manera. Su padre, entonces gerente del Banco Popular, decidió llevarlo a los Estados Unidos. Javier permaneció postrado en una cuna, con las piernas amarradas, mientras sus neuronas empezaban a darse cuenta de que se iba haciendo niño. El tratamiento duró un año, pero no funcionó. Lo que sí desataría fue una rabia intensa de la que él sólo tomó real conocimiento mucho tiempo después. Corría el año 1949 y la cura contra la polio no se le había ocurrido a nadie. Desde entonces, Javier ha estado intentando desatarse de las amarras con que lo recibió su vida.

Las paredes de la casa que comparte con Liliana, su compañera desde hace veinte años, muestran los momentos felices de esta familia: las fotografías cuando sus tres hijos posaban curiosos ante la cámara, las primeras salidas con los dos hijos de ella; el amor con Liliana en París o en La Habana, y hasta sus encuentros con Fidel, cautivan al visitante que intenta recuperar la historia que no le será contada. Y es que Javier Diez Canseco habla poco cuando se trata de él. Se siente tímido, dice que ser político es muy solitario, como esta mañana en que la pantalla encendida de una computadora y el olor de la cocina son toda nuestra compañía.

La polio no se convirtió en obstáculo para competir. Sintió el desafío de hacerse veloz para el fútbol, la moto, el caballo e incluso conducir su primer auto cuando cumplió quince años. Esas eran las metas que se había trazado siendo un niño. Sus padres lo dejaban correr, felices, sin hacerle notar la diferencia con sus hermanos. No hubo impedimentos. Solo faltó que su madre le hablara en inglés para él se sintiera Julius. El chofer negro y las sirvientas alharacosas acompañaron sus tardes en el Santa María. Hasta rieron juntos cuando sus compañeros le gritaban pata con hipo. Cuando llegó a la universidad, sus recuerdos de infancia influirían decisivamente en la ruptura entre su familia adinerada y su opción por la izquierda radical. Javier Diez Canseco torció su destino el día que intentó denunciar a una señora –de la alta sociedad– por haber atropellado a un muchacho que se ganaba la vida lavando carros. Javier era un practicante de Derecho del estudio Cisneros, en el que la viuda y los dos hijos de aquel modesto lavacarros pobres y desorientados, habían cifrado sus esperanzas. La rabia contenida desde la niñez se convirtió en grito desaforado. ¿Acaso los ricos pueden hacer lo que les dé la gana? ¿Para qué sirve entonces la justicia? Entró vociferando en la oficina, pero la señora bien había huido del país para no pagar su delito.

Javier renunció al bufete de la familia y así empezó a tejer su vida en función de los otros.

Desde entonces hacer política se fue convirtiendo en una actitud natural para liberarse, de alguna manera, de la culpa de sentirse dueño del Perú.

La ruptura tenía que dejar huellas. Devolvió las llaves del auto nuevo y rompió con su familia pudiente en una época en que también otros chicos de su edad empezaban a hacerlo. Muchacho de cabello largo, sepultó para siempre sus tardes en los alrededores del Golf de San Isidro para mitigar el remordimiento que le causaba la existencia de sirvientes en la casa paterna.

El dinero que se acumulaba en un banco resultaba un insulto a la pobreza y era obra del capitalismo, y él jamás lo aceptaría. Tampoco lo necesitaba porque, en medio de campesinos y mineros, pronto se haría hombre y revolucionario feroz, tierno, generoso, humano.

Entonces sólo encontró consuelo en El Gallito Ciego, una revista de ensayos y literatura hecha a mimeógrafo que vendía en la cazuela del Teatro Municipal junto a Mirko Lauer, Manuel Piqueras, Cucho Haya y Maruja Martínez. Su paso fugaz por la literatura quedó registrado en un poema sin mayores pretensiones y en dos cuentos: uno dedicado a las contradicciones del supermercado y otro a la negra Alicia, una amiga suya que vivía de la prostitución. Las lecciones que la vida reservó para Alicia conmovieron más al jurado de los Juegos Florales de la Católica –versión 1966– que otros relatos de denuncia social.

Sus avatares en la política son harto conocidos. Paulatinamente Javier se iría adaptando a ese oficio que lo mantendría atado de por vida. En realidad, lo que demostró después como orador, dirigente estudiantil y beligerante parlamentario no lo aprendió en la universidad. “Todo lo que se de política se lo deba a la negra Alicia, al chofer de mi casa y a Lorenzo Buona”. Quizá este último personaje, ex convicto y drogadicto, fue quien mejor le enseñó la realidad. De sus paseos por La Parada, a donde alguna vez lo acompañó a vender catres viejos y sucios, Diez Canseco recuerda haber descubierto con indignación la abismal desigualdad entre pobres y ricos. Tal vez esta contradicción era aquello que él había estado buscando para entender y justificar su rabia. Y ya no pudo escapar.

Javier Diez Canseco no le teme a la muerte. Y no tanto por los cinco atentados que ha sufrido, o porque le hayan quemado el auto en que decidió no viajar aquella noche. Ni siquiera porque ha dejado a varios compañeros suyos en un lugar de donde no volverán jamás. Le perdió el miedo a la muerte el día en que falleció su abuela y la tuvo que amortajar.

Todavía recuerda esa mañana, él era un niño y estaba junto a su padre. El cadáver yacía en una cama recibiendo, frío y celestial, los últimos besos, los abrazos de la despedida. Javier, pequeño, ve a darle un beso a tu abuela. Probablemente este ritual se repetirá en la familia Diez Canseco: despedirse de los muertos seguirá siendo un tierno adiós, como cuando murió el chofer de la familia, el negro Cancino, un tipo enorme que más que chofer hizo las veces de padre sustituto. Fue otra vez Javier quien tuvo que avisarle al hijo de aquel que su padre había muerto. De Cancino recuerda sus brazos de árbol fuerte sosteniéndolo a él y a sus hermanos. Fue la época en que más jugó, rió y corrió. Ese agradecimiento por haberle enseñado a sentir la delicia de ser niño le removió las entrañas el día en que Cancino murió.

Como no tenía dormitorio en la casa, llevó el cuerpo a la biblioteca, le cambió de ropa, lo puso guapo y llamó a sus amigos de El Porvenir para anunciarles que el porvenir estaba trunco, el negro se había muerto.

Ha bajado el tono de la voz. Intenta recordar con claridad la imagen de un hombre que le hablaba desde el piso, buscando morderle el corazón. Javier quería saber de su enfermedad. El hombre quería discutir de política. Le dijo que tenía serias críticas al partido. No fue difícil alcanzar su corazón. Javier se balanceaba para no derrumbarse ante el dolor. Fue entonces que le propuso operarse. Y el hombre, que jamás había estado de pie, pronto apareció caminando para convertirse tiempo después en alcalde de un municipio regional. Diez Canseco guarda una especial sensibilidad por los discapacitados. Le interesa que la gente camine erguida, con los derechos bien puestos. No puede soportar que el dolor de otros se quede amarrado a la resignación. Busca solucionar; no siempre las encuentra, y entre el dolor y el asombro vive de prisa.

Dos últimas caídas –el año pasado– le han dado a su pierna izquierda la fuerza que nunca tuvo. Ahora es de acero, como sus decisiones. Parecen nudos forzados, dispuesto a tejer más dificultades solo para enfrentarlas. Como la muerte reciente de su padre, como la enfermedad de su hijo. Político rabioso, marxista radical, Javier Diez Canseco guarda para su soledad, su extraña timidez y su tremenda humanidad.

La República


Escrito por

Maria Fernanda Palacios

Artista Visual, amante de los gatos. @mariafernandape


Publicado en

Redacción mulera

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