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La elección venezolana y la histeria limeña, por Steven Levitsky

Publicado: 2013-04-28

"Tildaron a los gobiernos de Unasur como “cómplices” del chavismo por haber reconocido el triunfo de Maduro, y cuando el presidente Humala viajó a su juramentación, algunos gritaron que Humala se había desenmascarado –¡por fin!– como chavista", comenta Steven Levitsky y hace un recuento de las reacciones de los limeños a propósito del triunfo de Maduro. Además, trata de presentarnos el panorama venezolano de una manera más clara. A continuación, compartimos su columna de La República:

La politóloga Barbara Geddes hizo una investigación ya famosa sobre la estabilidad de los regímenes autoritarios. Encontró, entre otras cosas, que pocos regímenes personalistas sobreviven después de la salida de su líder fundador. De 51 regímenes personalistas que existieron entre 1945 y 1998, solo cuatro duraron después de la muerte del autócrata.

El gobierno de Nicolás Maduro, heredero de un régimen personalista, empezó mal. Hizo una pésima elección el 14 de abril. Hace seis meses, Hugo Chávez le había ganado a Henrique Capriles por 11 puntos. Y pocas semanas antes de la elección, Maduro –gracias a una ola de simpatía generada por la muerte de Chávez–aventajaba a Capriles por 15-18 puntos en las encuestas. Las condiciones electorales fueron injustas: Maduro tenía más recursos, más acceso a los medios, y las instituciones del Estado –incluyendo las autoridades electorales– de su lado. Y casi perdió. Su campaña fue un desastre. En vez de presentarse como un nuevo líder capaz de enfrentar los problemas del país, Maduro hizo una campaña marcada por el realismo mágico: envió globos a Chávez al cielo; dijo que Chávez –desde arriba– había influido en la selección del Papa, y que Chávez lo había bendecido a través de un pajarito. (Según el politólogo Javier Corrales, Maduro mencionó a Chávez 6.600 veces en la campaña.)

Maduro salió de la elección debilitado. Y como suelen hacer los gobiernos autoritarios debilitados, respondió a la protesta opositora con represión: se negó el reconteo de los votos, prohibió una marcha opositora y preparó el arresto de Capriles. Peor que Fujimori en 2000. Aun si la elección no fue robada (no he visto evidencia de fraude significativo), estos abusos poselectorales demuestran, de nuevo, el carácter autoritario del régimen.

Que la elección venezolana haya polarizado a los venezolanos no sorprende. Más llamativas han sido las reacciones peruanas. Para los que simpatizan con el chavismo, las protestas poselectorales constituyen un “golpe de derecha” y el gobierno estadounidense ha lanzado una ofensiva imperialista para tumbar al proyecto bolivariano.

Para los antichavistas, el régimen chavista es una dictadura, y por eso, la elección tiene que haber sido robada (no importa si Maduro ganaba en las encuestas preelectorales y las de boca de urna). Tildaron a los gobiernos de Unasur como “cómplices” del chavismo por haber reconocido el triunfo de Maduro, y cuando el presidente Humala viajó a su juramentación, algunos gritaron que Humala se había desenmascarado –¡por fin!– como chavista. (Como si no hubiera sido insuficientemente humillado en la campaña de 2011; por ejemplo, Jaime Bayly dijo que Humala es “chavista en el fondo”.)

El nivel de exageración en el debate limeño es tremendo. Muchos opinólogos limeños insisten en ver el mundo político en términos de blanco y negro. Pero Venezuela –donde un gobierno autoritario tenía apoyo mayoritario por una década– nos obliga a ver el gris. Dentro de este escenario gris, cinco cosas parecen más o menos claras:

Primero, Venezuela no es una democracia. Las democracias no se caracterizan por canales de televisión cerrados u opositores arrestados y exiliados; no prohíben marchas opositoras o amenazan con “preparar la celda” de los candidatos rivales. Defender eso como democracia es realmente lamentable.

Segundo, la oposición no es golpista. Fue golpista en 2002. Y pagó un precio político enorme: perdió legitimidad y pasó varios años en el desierto. Todo indica que Capriles aprendió de los graves errores de 2002, y que busca seguir el camino no violento. Pretender deslegitimar la protesta opositora llamándola “golpista” no es solo inexacto sino peligroso, sobre todo para la izquierda. Criminalizar la protesta es una táctica de la derecha. Los progresistas debemos defender siempre el derecho a protestar. Cuando la protesta deja de ser un derecho en América Latina, las víctimas principales son casi siempre los pobres y los activistas de izquierda.

Tercero, es poco probable que los estadounidenses conspiren contra Maduro. Aunque no lo crean, al gobierno estadounidense le importa un bledo el proyecto bolivariano. Hace años que ni siquiera los gringos más histéricos lo ven como peligro. Además, los gringos saben que Maduro busca un enemigo externo para fortalecer su frente interno. El chavismo está plagado por divisiones internas. Maduro no pudo consolidarse como sucesor de Chávez debido a su pésimo rendimiento electoral. Es un presidente débil. Necesita una amenaza externa –un movimiento golpista, un conflicto con las fuerzas del imperialismo– para unificar sus propias filas. Para Maduro, entonces, una conspiración estadounidense sería una bendición: le daría el enemigo externo que tanto necesita.

Cuarto, Unasur no hizo nada fuera de lo esperado cuando reconoció el triunfo de Maduro. Los gobiernos son pragmáticos, no principistas, sobre todo en política exterior. Sus posiciones en el plano internacional se basan en varios motivos (seguridad, objetivos comerciales), pero la promoción de la democracia no es uno de los principales. De hecho, cuando los presidentes latinoamericanos toman posiciones colectivas como las de Unasur, suelen hacerlo en defensa no de la democracia sino de la autonomía de los gobiernos. Actúan en defensa, y no en contra, de sus pares porque no quieren crear un precedente en el cual los demás países pueden meterse en los asuntos domésticos. Esa lógica los lleva a defender los gobiernos electos tumbados por golpes militares (Venezuela en 2002, Honduras en 2009), pero también a resistir la intervención externa en los procesos electorales domésticos. La declaración de la Unasur fue una decisión pragmática, no ideológica o prochavista. (¿O Piñera y Santos también son “chavistas en el fondo”?)

Quinto, Humala no es chavista. Yo también creo que Humala debió excusarse de la juramentación de Maduro, como hicieron casi todos los presidentes latinoamericanos con Fujimori en 2000. Pero interpretar su viaje a Caracas como un paso hacia el chavismo es pura histeria. El proyecto bolivariano está en decadencia en América Latina desde hace cuatro o cinco años. No por nada los últimos tres presidentes electos por la izquierda en la región (Funes, Lugo, Humala) decidieron guardar su distancia. Con la muerte de Chávez y los crecientes problemas en Venezuela, el eje bolivariano es cada vez menos atractivo. Como dijo un político africano: “Solo una mosca tonta sigue un cadáver a la tumba”. Ollanta Humala no es un tonto.

La República


Escrito por

Maria Fernanda Palacios

Artista Visual, amante de los gatos. @mariafernandape


Publicado en

Redacción mulera

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