Por Gabriela Wiener 

No resulta nada fácil caminar por los laberintos de Angélica Liddell (Figueras, 1966), siempre a punto de engullirte. En su mirada parece no haber distancia entre la violencia del mundo y el dolor de la intimidad con el otro. El fin del amor como la masacre de Utoya. Morir en Juárez. Morir de amor. Ser una mujer muerta. Sangrar por dentro en una cantina. Curar los golpes con una ranchera. Llorar ante un tiramisú. Ser prisionera en China. Ser abandonada en Shanghai. Buscar la autoexpiación en el gimnasio. En algún punto, nos dice Liddell, todas las tragedias humanas se tocan. Y en ella misma parecen habitar varias criaturas a la vez: la escritora y directora española premiada –ha conseguido el Premio Nacional de Dramaturgia, el Leteo y el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia–; la exitosa artista internacional y azote de la institucionalidad teatral de su país –anunció hace un par de años que dejaría de presentarse en los teatros españoles porque aunque le daban premios ningún teatro la programaba–; la creadora radical y excesiva –una de sus obras, la Casa de la Fuerza, dura cinco intensas horas que no todos los espectadores pueden soportar–; la performer maldita y mujer visionaria –se ha masturbado y automutilado en escena– y la que grita “mi corazón es una canción pop”, de Bach a La Oreja de Van Gogh. Vida y teatro se confunden en sus obras, compite el caos interno con la disciplina corporal, la locura con el arte. Angélica no hace teatro, hace conjuros. Y se trae entre manos un nuevo Decameron.

Fuente: Facebook de Angélica.

Vivir la escritura como pharmakon, entraña peligro y, a la vez, puede convertirse en la única terapia posible. ¿Cómo te relacionas con el veneno y su antídoto?

La escritura no es una terapia, en absoluto. Es un trabajo durísimo en el que hay que tomar infinitas decisiones. Entre esas decisiones se encuentra el material con el que uno quiere trabajar, por ejemplo trabajar con el veneno.

¿El teatro realmente te permite comunicarte con el otro, o el diálogo siempre es frustrado?

El teatro se hace para ponerse ante otro, el público, sin público no hay aquelarre, no hay conjuro. Cuando se produce el diálogo el teatro se convierte en algo esotérico.

¿Qué buscas en los actores, en tus compañeros de trabajo?

En los actores busco amor y que se olviden de ser los mejores actores del mundo. Busco la fe, la religión y un trabajo sin límites.

En el documental Angelica Liddell (Una tragedia) que te dedicó Manuel Fernández Valdez afirmas que tu trabajo es la combinación de un Trastorno Límite de la Personalidad y una vocación estética, ¿podrías explicarlo?

Es evidente que cuando trabajas como poeta trabajas sin distancia con tu espíritu. Podía haber sido abogada pero elegí el mundo de la expresión poética, de la estética.

Foto: Archivo de la escritora

Tu obra es trágica, ¿crees que la autodestrucción es el único camino para no convertirnos en aquello que más odiamos?

La tragedia no es autodestrucción, es la pervivencia ritual de un sufrimiento arcaico que nos define como seres humanos. La tragedia es la expresión mas sublime de la condición humana, es una construcción, no existe como tal salvo para construir el perímetro ritual que libera nuestros conflictos internos. La autodestrucción no tiene ningún interés. Yo construyo tragedias. Una obra no se puede autodestruir. Como mucho puedes abjurar, como Pasolini abjuró de la Trilogia de la vida.

Alexander Kluge se preguntaba al final de una de sus películas: ¿mañana llegará ayer?, tú dices que hacerse viejo es estar preparado para todo aquello que nunca llegará. Quisiera saber si te sientes preparada o, secretamente, aún te haces la misma pregunta.

La vida es una historia de terror, siempre termina mal. No me siento preparada, me siento aterrorizada.


(Foto cabecera: Proyecto Escritorio)