El caso de la entrenadora Natalia Málaga, quien llamó "llama" a la jugadora Ángela Aquino en un partido de la Liga Nacional de Vóley, encendió el debate mediático sobre un tema como el racismo.
El sicólogo y sicoterapeuta Roberto Lerner profundiza sobre esta situación.
Nuevamente el registro y difusión de una expresión verbal por parte de un personaje público —Natalia Málaga— se convierte en munición para un linchamiento mediático en nombre de causas justas —la lucha contra el racismo—, desconociendo las sutilezas y complejidades de las interacciones humanas. ¿Las queremos esterilizar? ¿Queremos vivir y hablar bajo la mirada morbosa y totalitaria de una policía moral? No se trata de maldad o búsqueda de rating, por lo menos no solamente de eso. Es un fenómeno que vale la pena analizar.
Hace 600 millones de años, el océano era oscuro y opaco. Las poco diversas formas de vida que lo habitaban permanecían iguales a sí mismas casi desde el principio en una existencia aburrida. Por alguna razón la masa acuática se hizo transparente, se iluminó. Y todo cambió. Comenzó una carrera loca de ataque y defensa, un juego, literalmente, de vida o muerte, basado en la visión, donde comer o ser comido, reproducirse o no, dependía de rapidez, capacidad de engañar, detección de trampas. La evolución se disparó.
Buena parte de las transacciones sociales, sobre todo las más relevantes, discurrían en un entorno opaco. El espacio hogareño, la pandilla de barrio, la promoción del colegio, el equipo deportivo, el lecho amatorio, la oficina, el club provincial, el baño turco. Cada uno de esos espacios con sus guiños, jergas, reglas de etiqueta, jerarquías, tabúes y castigos.
Hasta que la interconexión total, el registro y reproducción en tiempo real, las redes sociales, iluminaron de manera pareja todos esos territorios. ¡Bienvenidos a la transparencia total! Si todas las conversaciones en las que menciono a mi pareja cuando no está presente le son presentadas, voy a tener que dar muchas explicaciones; y si todas las conversaciones de pareja son puestas a disposición del público virtual, nuestras reputaciones van a quedar bastante mermadas. Para no hablar de lo que ocurriría si lo que contamos del trabajo en nuestras casas llega a oídos de nuestros jefes.
Las reglas de la opacidad pre-virtual no funcionan en el imperio de la transparencia radical en la que vivimos y aún no hay reglas nuevas. Estamos en la misma situación que los organismos precámbricos ante la iluminación súbita.
Entonces, apodos, coscorrones, expresiones soeces, chistes, rituales de iniciación, confrontaciones de jerarquías, que son, los aceptemos o nos parezcan desagradables, partes legítimas de diversos espacios, se convierten en ambiguos, descontextualizados, en el mejor de los casos; y, demasiado seguido, llegan hasta la judicialización o la condena colectiva, el callejón oscuro mediático, en nombre de cruzadas por la corrección absoluta.
Como lo señalé en una columna en Perú21 a propósito de las relaciones entre adultos y menores, las interacciones humanas son complejas. Hay que luchar contra todo abuso de poder, pero no todas las formas de agresividad lo son. El límite entre la reforma social y la inquisición social es tenue. Una sociedad abierta no debe transgredirlo.
No deja de ser irónico, en el momento en que el uso de un apodo ha provocado tanta intensidad: cada vez más escribimos como hablamos —que se trate de un artículo en página editorial con lisuras o de un examen académico—, pero, al mismo tiempo, pedimos que la gente hable como debiera escribir.