El único que se atreve a decirlo sin avergonzarse es Luis Solórzano, un auxiliar de contabilidad jubilado de 62 años: “No leído nunca a García Márquez”. Vestido con una guayabera y unos raídos mocasines, Luis apaga el cigarrillo con el talón de su pie derecho, se acomoda los anteojos de marco cuadrado y repite: “No conozco ni uno solo de sus libros, pero sé que nació en Aracataca”.  

En la Plaza San Diego, a solo una manzana de la casa que le construyó al premio Nobel colombiano su amigo el arquitecto francés Rogelio Salmona, la temperatura de la tarde tropical de Cartagena de Indias, Colombia, sobrepasa los 35 grados centígrados. Bajo la sombra de las palmeras y los almendros, turistas y ancianos toman el fresco sentados en las bancas. En una esquina, Catalina Cabarcas es la única que se asa bajo el sol.

Un auto transita esporádicamente por las calles que rodean la plaza, pero Catalina, una policía de tránsito de 38 años, se mantiene rígida, como si en cualquier momento pudiera sorprenderla un superior. “Lo leí en el bachillerato”, afirma. Pero Catalina vacila cuando intenta recordar el título de alguna de las novelas que escribió García Márquez y que ella dice haber leído. Falla. La memoria es ingrata o la mentira tiene patas cortas. Catalina se ríe avergonzada.

A una cuadra de la casa de “Gabo” como lo llaman sus miles de lectores con la confianza de quien se refiere a un viejo amigo, pese a no haberlo conocido sino por la lectura de sus libros; debajo de la entrada de un hotel, la camarera Kelly Serpa barre la vereda vestida con un impecable traje blanco. A su lado, Rony Guevara, un hombre de rostro ancho y rasgos accidentados, le sonríe coquetamente. La mulata de 30 años no le entra al juego. La pregunta los interrumpe.

“Yo he leído Cien Años de Soledad”, se pavonea Rony mientras mira de reojo a Kelly que no se ha detenido y continúa barriendo como liberada de una carga. “No recuerdo la historia. La leí hace más de 20 años”. Rony tiene 32 y es administrador, por sus palabras se decanta que fue un lector precoz de “Gabo”, aunque el aplomo le abandona cuando en su memoria busca otro título además del que citó. Kelly, en cambio, afirma con hidalga resignación: “No sé nada de él”; mientras le lanza una mirada de austera dignidad a Rony. No hay nada que reconforte más que la honestidad.

No lejos de ellos Fabián Herrera, un fortachón que trabaja como guardia de seguridad en el Hotel Santa Clara, está parado frente al frontis pintado de naranja del caserón de García Márquez. La residencia ocupa toda la esquina de la calle del Curato, en San Diego, un barrio tradicional de callecitas estrechas y balcones floridos. “Esta es su casa”, señala Rony con el índice derecho de su mano de gladiador retirado. “Pero no he leído ninguno de sus libros”, confiesa el guardia de cabello cortado al rape y labios delgados como una línea trazada a lápiz. De su rostro se dibuja ahora una mueca de risueña vergüenza.

A diferencia de la casa de Faulkner en Mississippi, las de Neruda en Santiago y Valparaíso o la de Tolstói en Moscú, convertidas en museos y centros de peregrinación de sus lectores, la casa de García Márquez en Cartagena permanece cerrada. Viven allí, la servidumbre que trabajó para él durante décadas y cuando el visitante curioso toca el timbre, una voz metálica le informa, a través del intercomunicador, que nadie puede ingresar.

Luis, el contador retirado; Catalina, la agente de tránsito; Kelly Serpa, la camarera oficiosa; Rony, el galán de barrio y Fabián, el fornido vigilante, comparten con Heider Tobías, estudiante de administración; Félix Ramírez, vendedor de fruta; Eva Rueda, dependiente de un hospedaje y los 10 cartageneros más que fueron consultados para este reportaje que nadie recuerda una sola historia de “Gabo”, cuando de plano no admiten que el García Márquez que conocen es solo aquel hombre que murió hace tres meses y a cuyos funerales celebrados en México asistieron jefes de Estado, escritores, artistas, actores, directores de cine y una multitud de desconocidos devotos del autor. Que el García Márquez que conocen es la imagen de los paneles publicitarios de las paradas de autobuses. Aquel hombre de sonrisa pícara y frases coloquiales de esquina y ron: “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”.

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García Márquez no es cartagenero. Nació en Aracataca, un municipio del departamento de Magdalena. Pero es para Cartagena como el hijo adoptivo que toda madre sueña tener. Aunque la mayor parte del tiempo vivió fuera de ella, regresó primero seducido por el festival de cine y luego para crear su fundación de periodismo, como un homenaje a la ciudad en la que publicó su primer artículo en el diario El Universal. Literariamente, García Márquez vivió siempre con un pie en Cartagena. El amor en los tiempos del cólera (1985), Del amor y otros demonios (1994) y en fulgurantes episodios de El otoño del patriarca (1975), la ciudad aparece retratada a lo largo del tiempo. 

Pero, por supuesto que no todo es amor. Hay cartageneros que no ven con simpatía al premio Nobel. Un hombre, sentado sobre un pórtico cerca del centro de convenciones de la ciudad resume así el sentimiento de una miráda de ciudadanos: "Ese señor nunca ayudó a Cartagena, no es como Joe Arroyo (un cantante de salsa salido de los barrios pobre de la ciudad), ese sí que ayudaba a la gente". El amor por García Márquez no es incondicional.

Y aunque los cartageneros no lean sus libros, los comercian. A diferencia de las restricciones establecidas por Norma—la editorial que tiene los derechos de la obra del escritor para América Latina—, los libreros viejos aseguran que pueden obtener una primera edición de Cien Años de Soledad solo por 45 dólares.

Jaime García Márquez, el hermano sietemesino y ahijado del escritor, culpa tanto al Internet como al bajo índice de lectura de la ciudad (aunque es posible que ambas razones estén entrelazadas) del desconocimiento de la obra de “Gabito”, como suele llamarlo. Jaime es un hombre de memoria revuelta y escurridiza, de pelo nevado en el pecho, que a sus 74 años conserva la espalda ancha y los brazos de galeote herencia de sus años de narrador infatigable.

Que no lean a García Márquez es posible que sea un accidente de los nuevos tiempos, en los que Cartagena no tiene la exclusividad. En Lisboa todos hablan orgullosos del poeta Fernando Pessoa, las tendederas de los cafés son capaces de citar frases y versos de memoria, pero pocos han leído un libro completo. En Lima, las novelas de Mario Vargas Llosa no venden más de un millar de ejemplares y se le reconoce más por sus opiniones políticas que por su literatura, Borges en Buenos Aires es cada vez más un extranjero que alguna vez visitó la ciudad, y ¿quién se atreve a calcular los lectores de Kafka, Kundera y Rilke en Praga? ¿Sigue siendo Dublín la ciudad de Joyce? ¿Es Cervantes el autor más leído en Madrid?