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Oportunidades perdidas

Una lectura crítica de "Contarlo todo", de Jeremías Gamboa

Publicado: 2013-12-14

Contarlo todo, la novela de Jeremías Gamboa, me ha sorprendido. La sorpresa no es grata. Si he de emitir un juicio general, diré esto: es un libro plagado de buenas intenciones pero de limitada ambición, y termina descalabrándose en un tráfago de desaciertos y descuidos, y asfixiando bajo ese peso la que hubiera podido ser, al menos, una buena historia.

Gamboa ha querido combinar las formas clásicas de la novela de aprendizaje, en la que un narrador por lo general adolescente (y por lo general artista o escritor en ciernes) atraviesa experiencias que lo hacen adulto o le enseñan algo sobre el mundo, y la “novela en clave”, en la que personajes y eventos de la realidad se presentan apenas disfrazados en la crónica parcial de una sociedad o una época. Sus modelos parecen claros: Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa, y Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño son los más evidentes en la literatura latinoamericana.

Cada una a su modo, estas son novelas corales, narradas desde una multitud de puntos de vista y con una multitud de voces, y esto les permite a sus autores expandir la cobertura y construir universos multifacetados que le dan un contexto rico y complejo al devenir de los personajes centrales. Gamboa, en cambio, confina a los lectores en los espacios estrechos y aún informes de la conciencia de su narrador —Gabriel Lisboa, un alter ego decididamente autobiográfico— y sólo les permite mirar el mundo que retrata desde esa posición.

Esto no tendría que ser un demérito, pero aquí sí lo es. En primer lugar, y aunque este quiere ser el relato de una travesía personal, principalmente interior y con énfasis psicológico, las causas y motivaciones están con frecuencia determinadas por eventos externos al ánimo del narrador-protagonista, y muchos de los plot points son también de esa naturaleza.

Vistas únicamente con los ojos de Gabriel (que no las entiende, que con frecuencia es tomado por sorpresa, que no controla sus emociones y sus reacciones), las conexiones causales entre estos eventos se aplanan y se desdibujan. Las cosas suceden, pero el lector pocas veces llega a saber por qué.

Además, la propia estructura de la novela sugiere un mayor nivel de distanciamiento, pero este nunca se materializa en la escritura. Gabriel Lisboa nos está contando esta historia años más tarde de sus momentos iniciales, es de suponer que con la perspectiva y la capacidad de evaluación que su aprendizaje ya le permite. La voz que narra los eventos (Gabriel, ya cumplidos los 30 años) y los ojos que los ven ocurrir (Gabriel en la veintena) son esencialmente los mismos, sin embargo. Página tras página, el relato pende de lo que el narrador recuerda o deja de recordar pero no de lo que el narrador entiende sobre lo que le sucedió o de la forma en que evalúa los hechos. Y cuando sí lo hace, esa comprensión y ese juicio quedan inexplicados. (En su segunda parte, cuando el relato pasa intermitentemente a la tercera persona, Contarlo todo se hace algo más compleja en su forma y encuentra sus mejores momentos, pero para entonces ya es demasiado tarde).

Por último, y quizá este sea el problema más serio, el apego excluyente a los ojos del joven protagonista impide en momentos clave el ejercicio de una perspectiva crítica sobre temas que la propia novela ha planteado, con lo que el relato pierde densidad y se vuelve inespecífico, genérico e incongruente.

Lisboa, por ejemplo, explica su profusa admiración por el periodista Francisco de Rivera, uno de sus mentores, de la siguiente manera (edito, porque la descripción se extiende por página y media): “[De Rivera] hacía que todo alrededor de él luciera más gris, más cutre, más miserable. (...) era el hombre más alto de toda la redacción, su piel era muy clara, sus rasgos simétricos y su manera de vestirse parecían encarnar impecablemente el gusto sobrio de cierta moda mediterránea. (...) Lo más sorprendente era verlo conducir un Mercedes Benz rojo descapotable de los años sesenta, completamente ajeno al smog, a los ambulantes y al caos que envolvían las calles de una ciudad que parecía Calcuta”.

El narrador no está siendo irónico aquí, y no parece captar las notas de pertenencia social o los tintes de colonialismo que su descripción impone. Gamboa, por su parte, deja enteramente en manos del lector la interpretación de estas palabras, como si no merecieran glosa alguna (cuando en realidad la reclaman a gritos).

Este episodio ocurre en uno de los puntos de inflexión de Contarlo todo, cuando Gabriel Lisboa ha hecho ya sus pininos en el periodismo y retorna a la revista Proceso por un segundo verano como practicante. Lo hace, nos dice, sintiendo orgullo de sí mismo por primera vez en la vida, no tanto debido a su logros (sus mayores éxitos como periodista están aún por llegar) sino por haber ingresado a territorios que no son los de su origen y haber sido aceptado ahí. La revista, sí, pero no solo ella: más concretamente, el espacio al que ingresa Lisboa en este período —el cual (hay que contarlo todo) abandonará luego por voluntad propia— es un espacio jerárquico definido, y su entrada en él tiene la forma de un ascenso social.

Pocos párrafos después, Gabriel enfatiza el momento en que se siente verdadera y definitivamente aceptado en este lugar nuevo: otro periodista y mentor, Saúl Vegas, humilla delante suyo a un trabajador del archivo de la publicación por un error cometido, con gritos destemplados, insultos y la amenaza de dejarlo sin trabajo. Luego de esto, se vuelve hacia Gabriel con un guiño y ambos ríen al unísono. Así, el orgullo de Gabriel queda resumido y metaforizado en la humillación a un “inferior”, la afirmación de un poder específico sobre esta persona (que enseguida desaparece para no retornar al relato) y la alegre, despreocupada solidaridad con el jefe gritón.

Hasta este punto, el tema de las jerarquías sociales y los conflictos que ellas generan ha sido intrínseco al diseño del personaje y a sus dilemas, y esencial para la historia. Gabriel nos ha dicho, por ejemplo, que su origen pobre lo hace sentirse “como un ser invertebrado en medio de una estampida de bisontes” cuando se enfrenta a estudiantes de otra clase social (una de las imágenes más felices en un libro que no abunda en ellas), y que su desubicación y vulnerabilidad son problemas que debe solucionar en el intento —que es el centro de su relato— de encontrarse o transformarse a sí mismo.

Así, las jerarquías sociales son parte fundamental de lo que Lisboa ve en la realidad, en especial cuando se contempla a sí mismo. Y, por lo tanto, son parte fundamental de lo que vemos nosotros a través de sus ojos. En los episodios que cito (y en muchos otros, como por ejemplo en la oposición que hacen a su romance con Fernanda los padres de esta, una oposición que Gabriel “no entiende”) el personaje deja repentinamente de verlas; su súbita ceguera, que Gamboa nunca tematiza, es desconcertante, y no en el mejor sentido de la palabra.

Intuyo en estas decisiones de Gamboa, orientadas a diluir o relativizar la dimensión social que otros momentos de su relato enfatizan tercamente, el deseo de inscribir la novela en el terreno post-ideológico de la cultura contemporánea, limando sus ribetes políticos a contramano incluso de la tradición a la que recurre (limar los ribetes políticos de su narrativa es algo que, por ejemplo, Mario Vargas Llosa no ha hecho jamás, al menos no de manera intencional). Este deseo vacía la historia de sus contenidos más evidentes —¿cómo puede uno “contarlo todo” sobre la movilidad social en el Perú sin antenas políticas e ideológicas?— y es quizá sintomático de nuestros tiempos y puede ser interrogado desde muchos ángulos, incluyendo el literario. Pero para el lector de esta novela la pregunta más importante probablemente sea otra: ¿qué se nos ofrece a cambio?

A cambio del que hubiera podido ser un relato más sistemáticamente político e ideológico, si hubiera seguido la pista de su propia temática (era perfectamente posible hacerlo en sus propios términos), Jeremías Gamboa nos ofrece la historia de un aprendizaje puramente artístico: la trayectoria de Gabriel no es en última instancia la de su ascenso social a través del periodismo (que abandona), ni la de su emparejamiento con Fernanda (que fracasa), sino la de su conversión en escritor, que es el lugar en el que empieza la novela y también el lugar en que termina.

Es interesante notar que en este punto la novela tampoco abandona sus temas sociales, aunque los tamiza y los soterra como ha hecho antes. En un sentido, el “aprendizaje” de Gabriel en el trámite de convertirse en escritor es un viaje inverso, un desaprendizaje: lo que llega a saber, y que finalmente lo convierte en el escritor en que ha querido convertirse a lo largo del relato, puede resumirse quizá de esta manera: la práctica de la literatura no se aprende; uno simplemente vive y escribe; hay que contarlo todo, no importa si bien o mal.

Y esta es sin duda una apuesta estética que debe ser tomada en serio. Pero también es una que la resolución de la historia que Gamboa nos presenta tiende a desmentir. Y no sólo por su insistencia en lo que su personaje sí ha aprendido sobre libros y sobre redacción, sino porque los eventos finales que resultan en este descubrimiento vuelven a inscribir el proceso de Gabriel Lisboa en las dinámicas de ascenso social y transformación de la persona insinuados antes, una vez más —me parece— sin tematizarlos o reconocerlos.

Tras su fracaso sentimental con Fernanda, Gabriel viaja a a ciudad de Huamanga y ahí conoce a una muchacha (virgen, valga anotarlo) que lo seduce y con la que hace el amor. Pero lo hace usurpando una identidad que no es la suya (algo que su sueño posterior, en el que se coloca una máscara, nos dice por segunda vez). Así, este joven que se ha pasado la veintena buscando su lugar en la sociedad limeña parece descubrir que, en última instancia, ese lugar no importa para el ejercicio de su vocación. Fuera de la ciudad y fuera de sí mismo, empieza a escribir.

Sin embargo, la identidad que Gabriel adopta en este proceso no es inocente, en los términos del relato. Es más bien la identidad de su mejor amigo, el poeta Santiago Montero, a quien conoce desde los días universitarios y quien lo ha acompañado en toda la travesía. Ese es el nombre que le da a su amante huamanguina y esa es la máscara que se coloca en sueños. Y Santiago no es sólo otro escritor en ciernes: es también una persona de clase media alta, de origen y destinos muy distintos a los del protagonista. En diversos puntos de su relato, al contarnos sobre su amistad con Santiago (por ejemplo, la primera vez que visita su casa, o cuando conoce a su familia), Gabriel enfatiza estas diferencias. Y gracias a ello sabemos que al adoptar esta identidad no está únicamente convirtiéndose en un escritor, sino también en una cierta persona social que él mismo se ha encargado de describir para nosotros.

¿Es este, finalmente, el mensaje que nos deja la historia de Gabriel Lisboa? ¿Que un escritor como él, salido de barrios marginales pero educado en una de las universidades más caras del país, debe aprender a impostar su pertenencia para llevar adelante el trabajo de su escritura? Es difícil saberlo, y esa dificultad, hecha de las ambivalencias y difuminaciones que se acumulan en Contarlo todo antes que de un claro proyecto estético, es decepcionante.

Antes de cerrar esta reseña, quiero mencionar otro aspecto de esta novela que me ha producido no poca irritación, y quizá se la produzca a otros lectores: el tremendo descuido con que algunos de sus pasajes están escritos. Este es un libro en el que un personaje saluda a otro con una “sonrisa risueña”, donde alguien mira “de soslayo, pero fijamente”, donde en un momento de gran intensidad la música se arroja “como un colchón sobre las cosas” (es de suponer que para asfixiarlas). Es un libro donde las llaves se abren, no las puertas; uno donde alguien “escucha teóricamente” cuando quiere decir que sólo recibe instrucción en la teoría de periodismo, no en su práctica. Es un libro cuyo narrador está “desnudo frente a la computadora” y “vestido con una camiseta cualquiera” en la misma escena, apenas unas líneas más tarde, o nos dice luego que “una fuerza interior me forzó”, o que “intenté intentos de oraciones”. Es una novela en la que uno encuentra frases de una torpeza excepcional, como “Algo en mí sentía que me había mandado a un sitio que él mismo desconocía pero que sabía —tanto como yo ahora— que era lo que más me convenía para dejar de ser quien era”. Y así. Este no es un catálogo de atrocidades y yo no soy la policía de la corrección en prosa, pero la verdad es que la acumulación de estos desaciertos (menciono solo algunos al azar; hay muchos más, en prácticamente cada página) me hizo difícil la lectura.

Y me hizo preguntarme, con pena, por el estado de la industria editorial contemporánea, en la que un libro de tan grandes expectativas sale al mercado sin haber sido editado con atención. Lamentable, pero dejémoslo ahí.


Escrito por

Jorge Frisancho

Escrito al margen


Publicado en

Redacción mulera

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